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lunes, 11 de junio de 2012

Ama. Por Trix Domina (Diana Muñiz).



El olor de la cera quemada se introduce por mis fosas nasales y ya no sé si la neblina que empaña mi visión es real o son brumas que enmarañan mi mente y juegan con ella como un gato juega con un ovillo de lana. ¿Un ovillo de lana? No, un ratón. Un ratoncillo asustado que sabe que por mucho que corra no tiene escapatoria y aun así persiste en su empeño, alargando su agonía.

La mordaza ahoga mi grito de dolor cuando la cera caliente se derrama sobre mi pecho. Arqueo la espalda y alzo el pecho. Intento evadirme, pero la presa de mis manos no sabe de piedad ni cede ante mis ruegos. Porque… quiero escapar, ¿verdad?

El dolor. «A nadie le puede gustar el dolor», recuerdo tu comentario, amor mío. ¿Por qué estoy haciendo esto? «No está bien», me digo, y sé que es la mordaza la que impide que lo diga en voz alta. No importa que la erección se acreciente a cada instante y sea una tortura en sí misma al comprimirla en la estrecha prenda de cuero negro.

Si pudiera soltarme…

No es solo la mordaza. No son solo las esposas. Me siento tan… humillado, indefenso. Soy como un muñeco y, mírala, ella se ríe, disfruta con todo esto. Porque lo sabe, sabe que de verdad es el Ama.

Aparto la mirada de ese par de senos turgentes que me contemplan desafiantes, enmarcados en brillante látex negro. Busco cualquier cosa que me recuerde quién soy, que me permita aferrarme a mi condición de ser humano y no me reduzca a un mero pedazo de carne. Tu cara sonriente me responde desde la foto familiar, cariño, con nuestra pequeña en brazos. «Esto no está bien», me repito y aprieto la mordaza con los dientes y cierro los ojos con fuerza cuando la cera cae sobre el tanga que cubre mi hombría en toda su holgura.

Si pudiera soltarme…

Ella me contempla con ojos viciosos a través del anonimato que le confiere su antifaz. Sonríe, libidinosa, mientras inclina la vela sobre mi abdomen. La gota de cera roja se recrea y cae, escurriéndose por el tallo del cirio con agónica lentitud, antes de desprenderse y quemar mi piel. Gimo de nuevo. Pero esta vez, el dolor es aplacado por la saliva cálida de una lengua hambrienta. Bajo la vista y la veo allí. Jugando. El gato que juega con el ratoncillo indefenso.

Si pudiera soltarme…

—Te has portado mal —me dice, y su voz tiene la cadencia grave y sensual del terciopelo al deslizarse sobre el raso—. Necesitas ser castigado.

Grito en silencio cuando sus uñas felinas penetran mi piel, rompiéndola. La sangre se desliza por la herida abierta. Ella la caza con un movimiento rápido y preciso de su lengua y la traga con una sonrisa de suficiencia. Se inclina sobre mí, se frota contra mi miembro y creo que voy a enloquecer. Él late, crece, palpita y duele. Protesta y pelea por su libertad, pero su lucha es vana.

Si pudiera soltarme…

Si pudiera soltarme arrancaría la capa de látex que cubre ese cuerpo pecaminoso. Devoraría esos pechos como si fueran mi última cena y daría la ansiada libertad a mi maltrecho compañero enseñándole aquello que debería comprimirle. Y la haría gritar. ¡Oh, sí! Gritaría y me pediría más. Mucho más.

—¿Quieres más? —me pregunta mi Ama, paseando un pezón a la altura de mis labios. Tan cerca y a la vez tan lejos. Su mano se pierde en mi entrepierna acariciando al dolorido cautivo, aumentando su rebeldía y sus ansias de libertad—. ¿Y si soltara esto? —dice, jugueteando con los cierres de la prenda—. Se me ocurren muchos juegos divertidos… Aunque podría seguir así. Viéndole crecer. ¿Podrá el cuero resistir toda la presión a la que está sometido? Podría jugar a ver si puedes liberarte tú solo. Creciendo y creciendo…

Sus labios se pasean sobre el cuero, prometiendo cosas que no van a cumplir pero que creo y anticipo. Y las leyes de la física se rompen de nuevo: algo tan grande no puede crecer más, y aunque parezca mentira sigue creciendo.

—¡Mamá! ¡Tengo pis! —La aguda voz de Irene nos devuelve a la realidad.

María se quita el antifaz rompiendo así el hechizo, y se apresura a buscar una bata para cubrir su disfraz mientras abre la puerta y desaparece por ella.

—¡Ya voy, cariño! —La oigo gritar por el pasillo.

Y me quedo allí. Solo. Atado, amordazado y aún torturado por mi propio cuerpo. «¡La próxima vez, se queda con mis padres!».



Lunes por la mañana. María prepara el almuerzo a su marido, Ramón, y le despide con un beso en la mejilla y una sonrisa cómplice. Luego vuelve a la cocina y prepara el desayuno para Irene, su pequeña de tres años. Nadie sabe que bajo esa camisa impecablemente planchada, Ramón oculta las cicatrices de una noche de pasión. Y es que María está orgullosa de ser una perfecta ama de casa.

En todos los sentidos.

lunes, 7 de mayo de 2012

Nacimiento. Por Ángel Luis Sucasas Fernández.



El tiempo comenzó a correr. Dos minutos. En el umbral de la vida y de la muerte.

Miguel cubrió la cabeza de Ana con la bolsa de plástico, pulsó el contador del cronómetro y penetró por detrás a su esposa.

Treinta segundos.

La pelvis de Miguel chocaba y chocaba contra las nalgas de su mujer. Cada vez más deprisa. Cada vez más brutal. No había aceites que mitigaran el dolor. Ni saliva. Solo sequedad, dureza y dolor. Un dolor blanco que pronto se haría rojo.

Un minuto.

La bolsa pegada a las mejillas, a los labios, a la garganta, invadiendo el paladar deseoso de gustar el aire que le era negado. Y el pistón subiendo y bajando. Y la carne rozándose y abriéndose. Y la sangre fluyendo.

Un minuto y medio.

El éxtasis muy cerca ya, casi al alcance, mostrando su belleza cercana pero sin dejarse alcanzar aún. Miguel, una máquina perfecta, el sueño del Gran Arquitecto, entregado sin resistencias a los dictados de su condición. Ana, la virgen del dolor, ultrajada, humillada, bordeando la muerte; tal y como quería sentirse.

Dos minutos.

El éxtasis no llegaba aún. Ni tampoco la alarma.

Dos minutos diez.

Jadeos y silencio. Jadeos y silencio.

Dos minutos veinte.

Un largo gemido que crecía, crecía y crecía. Miguel tocó el éxtasis. Y su semilla derramada se mezcló con la sangre.

Pero algo había ocurrido ya. Algo malo. Ana no se movía. Un líquido más carmín que blanco fluía de su interior, único signo de vida en un cuerpo desmadejado; marioneta sin hilos.

Miguel quitó la bolsa, le tomó el pulso, no lo encontró. Miró el cronómetro sobre la mesilla de noche.

Y sí, aunque él pulsó el contador que lo haría andar hasta la voz de alarma en los dos minutos, la aguja no se había movido. Ni un solo segundo.



Eso fue hace dos meses.

Ahora, Ana está de vuelta en casa, al fin, tras casi rendirse a la muerte durante dos largas semanas en el limbo. Miguel vuelve a trabajar ya, al otro lado de ese cubículo de cristal medio escondido por las venecianas que marca la distancia entre la cabeza y los meros miembros.

Miguel atiende el teléfono, consulta el mercado de valores, toma decisiones por el precio de muchos hombres y consume café tras café. Pero su agresivo retorno es solo un tigre de papel, por mucho que ruja y enseñe las garras. Pues el tigre tiembla como una hoja entre latido y latido, temiendo que no sea el teléfono sobre su despacho el que suene, sino aquel que lleva en el bolsillo de su pechera, aquel que zumba ya, haciéndole cerrar los ojos pesadamente y musitar una plegaria.

Es un mensaje multimedia. Un vídeo. Muestra unas piernas abiertas y un sexo de mujer y un dedo entrando y saliendo de él, embebiendo su húmeda tibieza.

Miguel conoce lo que ve. Ana. Ana y los misterios de la carne. Ana y las tinieblas que los devorarán a ambos.

Pero, ¿qué puede hacer él? Nada. Nada desde que esa radiografía dijo una verdad que quebró el alma de Ana en pedazos. Su seno no era el jardín salvaje, frutos esperando ser tomados, sino un yermo desierto, donde nada crecería hoy. Ni mañana.

Así que los placeres de alcoba cambiaron. Ya no bastaba con juguetear con las normas, con hacer más flexible el doble ente en que se unían para aliviar el dolor, el vacío de negro hielo que había dejado en sus vidas aquella radiografía. Ahora eso no bastaba. Ahora Ana pedía más.

Bondage, parafilias, humming, fisting... Raras voces de un vocabulario prohibido.

Pero solo ellos dos. No más que ellos dos. Unidos en el dolor, el deseo y el amor de las bestias.

El móvil zumba otra vez. Miguel se pierde la pregunta de un subordinado, le pide que la repita sin entenderla aún. Zumbidos y zumbidos. Retira a ese muchacho de Harvard deseoso de humillarse ante el rey y vuelve, ya en soledad, a mirar su móvil.

Esta vez es un mensaje. Pocas palabras. Solo dos.

Noche especial.

Y Miguel no reprime el escalofrío.



Al llegar a casa, velas como única luz. Extraños candelabros de fuste salomónico. La gran lámpara de araña del vestíbulo brillando con mil visos bajo el trémulo resplandor.

Y una voz.

–Ven. ¡Ven!

Miguel vuela al dormitorio.

Y no cree lo que ve.

Colores en la pared, en el suelo y en el cielo raso. Y formas extrañas dibujadas con tiza, formas que hablan del diablo y de las brujas.

También las hay en el cuerpo desnudo de Ana, que ya no luce su piel de alabastro más que en rostro, manos y pies, pues un complejo dibujo, que recuerda a los múltiples anillos de una serpiente enroscada, cubre en coloridas escamas sus formas del deseo.

–Ven. ¡Ven! –es todo lo que dice Ana–. ¡Ven!

Miguel va. Se deja desnudar, besar, excitar, besa también, da placer, lo recibe, penetra, goza del calor...

Pero algo pasa. Algo distinto a toda anterior ocasión. Una fuerza invisible. Una garra de hierro que une los dos cuerpos como si fueran uno más allá de la metáfora. Los une literalmente.

Torso con torso, venas con venas, huesos con huesos. Miguel, horrorizado, intenta evadirse, pero Ana lo fuerza a seguir a su lado; aunque bien inútiles son ambos esfuerzos, pues sus cuerpos ya comparten glándulas, vísceras y carne.

–Lo hago por nosotros, amor –susurra Ana–. Por él. Por nuestro pequeño.

El grito de Miguel se pierde cuando su garganta se transforma en otra cosa, roja y palpitante.

Y el último rasgo de lo que fue antes pareja, un ojo femenino y victorioso, sumido en el éxtasis, desaparece en la nueva y vacilante anatomía.

Ensangrentada, vuelta del revés, batiburrillo de órganos y fluidos perdiendo su anterior propósito, palpita sin orden ni concierto. Pero pronto las células interpretan la nueva melodía y se contraen, desechando lo viejo y conformando lo nuevo. Donde había dos, uno. Y así se va sucediendo.

Al final, un nuevo cuerpo sobre el despojo y la escoria. Un cuerpo de un muchacho, casi de un niño, joven aún para el bozo pero viejo ya para temer a la oscuridad.

Tiene dos hermosos ojos, uno de madre y otro de padre, y su disonante color es en verdad voz de excelsa armonía.

Sus labios perfectos, aún por mancillar con el deseo y la palabra, moldean su primer mensaje.

–Madre. Padre. Os siento en mí. Dos es uno. Uno es dos.

Y así es.

Una nueva puerta abierta al goce; a los placeres; a la vida y a la muerte.

Una nueva puerta que cruzarán los tres.

Sagrada familia.

Sublime nacimiento.

jueves, 19 de enero de 2012

La mazmorra. Por Beatriz García.



La chica del polar rosa  alias Niña con Coletas, alías Virgen Negra, alías Zorra con Botas y, finalmente, conocida con el críptico nombre de O.O caminaba deprisa sobre sus altos tacones de aguja, parándose a cada rato para introducir una mano bajo su minifalda, abrirse paso con los dedos debajo del tanga y rascarse el pubis rasurado, lo que le producía un placer infinito. Caminar, detenerse, explorar… Un hilillo de saliva le resbaló por la comisura del labio hasta ocultarse en sus pechos prietos, atrapados en un corpiño negro confeccionado a base de alambres de plástico y terciopelo. Se acarició su pálido cuello para limpiar la baba y, al hacerlo, introdujo un dedo en el escote, la uña color cereza friccionando el canalillo. Murmuró el nombre de su señor  “Maestro de Escuela” y sus palabras suspiradas en el callejón y acompañadas por el maullido de los gatos encelados le provocaron un escalofrío que recorrió su espina dorsal, se enredó en sus caderas y culebreó hasta su trasero como si la mítica serpiente kundalini la embistiera. La imaginaria sacudida la hizo trastabillar hasta caer de bruces al suelo y golpearse el mentón contra el duro asfalto. Se había mordido la lengua, y le gustó, hasta tal punto el dolor era un afrodisíaco. “¿No son placer y dolor, como el bien y el mal, la misma cosa en diferente gradación?”. Aquella suerte de ideas contradictorias la aturdían, entonces su mente se desdoblaba y una parte de ella volaba atrás en su memoria. “No es propio de una señorita atender a cuestiones filosóficas”, casi le parecía oír a la hermana Clara amonestándola desde su púlpito de decencia y ahora, como entonces, la imagen de la vieja monja levantando el dedo acusador la embriagaba de un calor obsceno y brutal… Era el infierno en sus bragas de niña que conoció el pecado y las tablas de multiplicar. Enervado su espíritu de aquel dolor que superaba el espanto o que era el espanto mismo, se irguió con solemnidad, abandonando, como al descuido, entre los montones de basura de algún contenedor saqueado por mendigos, su poca precaución y sus escuetas bragas de leopardo. Volvió a murmurar el nombre de su señor y cojeó briosa, como el tullido en peregrinación de un dios mayor, los pocos metros que le separaban del club.

Tras año y medio de ciber sumisiones, de llamadas intempestivas exhortándola a las pruebas de sometimiento más descarnadas, como caminar sobre tacones de aguja la avenida Diagonal de Barcelona o masturbarse en la sección de Lácteos de un supermercado, por fin conocería a Maestro de Escuela, verdugo adorable, al que le unía más que el amor, una pura y llana relación de vasallaje feudal no exenta de fantasías sexuales inspiradas en la Alta Edad Media. Había hallado en aquel hombre firme y perverso un alimento para su alma voluptuosa. “Oh, Maestro de Escuela, eres el tecnicismo en un sainete, el lado hardcore del santoral, mi amo y señor”. Un hombre tan erudito, un apasionado de Goethe y de la flagelación; escribía largos post  Disciplinadeenaguas.blogspot.com sobre Fausto y el Joven Werther que la chica del polar rosa leía con devoción y, cuando era mala y no lo hacía, la castigaba con el ostracismo de inundarla de smilings sonrientes o precintar sus labios mayores con cinta adhesiva. Salivó tan sólo de pensar en que la colmara de cardenales  Sed de angustia, que dice la canción.

Bien no había golpeado aún dos veces la puerta, un ventanuco se abrió y unos ojos lobunos emergieron de detrás del rectangular antifaz metálico:

—¿Quién va?  inquirió la voz ridículamente aguda del portero.

—Soy la hija de Severín  balbució la chica del polar rosa con un mohín de burla en sus labios tan aptos para la felación.

—Se confunde…  terció el hombre, cerrando el ventanuco.

—¡Ábreme, gilipollas!

De repente, la puerta se abrió, y un hombre de aspecto marchito y desgarbado se agachó con un movimiento de nyic-nyic de sus ajustados pantalones de cuero con las nalgas al descubierto, la agarró por el cuello y la empujó contra la pared.

—¡Qué palabrota más fea! ¿No te enseñaron modales en el colegio?  hablaba lamiéndole el lóbulo de la oreja, el aliento le apestaba a pastillas de menta.

La chica del polar rosa estaba aterrorizada. Trató de revolverse, de pedir auxilio, pero el encuerado la sostenía por los hombros y ejercía presión sobre su cabeza hasta obligarla a agacharse y apretar la nariz contra el pene  nyic, nyic.

Te voy a lavar la boca. Vas a ver…

Cuando ya se había hecho a la idea de que lo único que podía esperar de aquella noche era lamer el viejo y encanecido miembro del portero, la soltó bruscamente y profirió un gran aullido de dolor. Una dominatriz ataviada con un uniforme nacionalsocialista le golpeaba las nalgas con una fusta. El viejo perro se disculpó protegiéndose el trasero. “Ama Gertha, mi diosa”, gimoteó, gateando hacia la puerta con las posaderas enardecidas. Era el ama una mujer imperativa, hablaba en tercera persona, tenía las nalgas más prietas y el busto más alto que pudo alguna vez encuadrar una americana con condecoraciones, y sus sacudidas de caderas hacían repiquetear las pistoleras vacías con una sensualidad amenazadora. “En agradecimiento  pensó la chica del polar rosa, le lameré la esvástica”. Pero no hubo tiempo de reacción, pues la mujer la había montado ya a horcajadas y, lanzándola contra la pared, fue ella misma quien rascó, arañó y devoró el pubis rasposo de la chica del polar rosa. “Qué buen trato dispensa la dueña a la clientela”, se dijo maravillada. Porque Ama Gertha era la dueña, y sí, conocía a Germán. Así se lo hizo saber mientras, penetrándola con el rebenque, la chica del polar rosa se atrevió a preguntar si el señor Maestro de Escuela había llegado ya.

—Germán no vendrá hoy dijo secamente la dominatriz. Tiene otros asuntos que atender.

—¿Otras sumisas? —los ojos se le humedecieron. ¡Yo soy la única! ¡La única!

—Sí, claro. Todas lo sois…  ironizó la nacionalsocialista mientras manipulaba con pericia la fusta, como si fuera la batuta que orquestara una marcha militar.

La chica del polar rosa se sintió terriblemente herida, dañada, vejada  no sólo físicamente, lo que en su mente freudiana y crepuscular se materializó en un súbito estado de excitación tan parecido al éxtasis místico que jadeó con la beatitud de una soprano; góspel lúbrico en el callejón.

Como fuera que los gemidos eran ensordecedores y los gatos maullaban frenéticos, Ama Gertha le ordenó que entrara, planteándosele a la chica del polar rosa un nuevo dilema moral: si Maestro de Escuela no había acudido a la cita, ¿debería marchar? ¿Acaso él pretendiera poner a prueba su paciencia y su fidelidad? “Él sabe lo que sabe y por qué lo hace”, se dijo estúpidamente.

¿Te quedas o te vas? ¡Contesta, saukarl la nazi cacheteó la pared con la fusta; la próxima vez sería su trasero, le advirtió.

Entretanto habían llegado a un amplio salón alumbrado por candelabros eléctricos. El halo luminoso enmarcaba una escena encantadoramente patibularia, con hombres y mujeres encuerados, algunos maniatados, otros encajados en potros de tortura, mientras altivos señores hacían silbar sus látigos o charlaban animadamente con otros hidalgos del látex, repantigados en cómodas cheslones.

¿Qué deseas? el vibratto germano la aguijoneaba.

¡Lo deseaba todo, incluso aquello que le repelía! ¿Y qué sabía ella en el fondo del hondo abismo del deseo?   Lo único que podía decir era que cuando la noche llegaba le invadía un terror que hasta cierto punto se le antojaba morboso, que siempre había una luz encendida en su cuarto y que cuando contenía la respiración hasta ponerse azul, se humedecía por completo. ¿Cómo verbalizarlo?

—¡Someterme!  contestó con convicción.

El llanto de un mastín atado a una columna enmudeció su petición y para cuando quiso repetirla, Ama Gertha había perdido el interés y hacía señas a un hombre vestido con una chaqueta de paño arrugada, que se apostaba en la barra y clavaba sus ojos a intermitencias en la dueña y en ella; unos ojos broncos de animal salvaje enmarcados en un rostro fiero y una cabellera larga y cana que le otorgaba el aspecto de un asesino a sueldo, tal vez divorciado. Se parecía a papá. Su padre… Casi había conseguido olvidarlo, inventar un pasado feliz allá donde el real era melodrama de las 16.30 en tarde de domingo. Se lo presentó como un cliente “habitual”. No pronunció nombre alguno, ni alias; así que para la chica del polar rosa él sería el hombre de la chaqueta de paño o el hombre tan parecido a papá. A modo de saludo, y como si quisiera comprobar la pureza de un alijo de cocaína, introdujo los dedos en su vagina y se los llevó a la boca. Asintió satisfecho y, a partir de entonces y durante algunas horas interminables, procedió a realizar un monólogo incomprensible sobre las afinidades químicas entre ciertas sustancias, utilizándolos a ambos como ejemplo. “Cuando C  dijo  equivale a un encuentro inesperado como éste. Se trata de ti y de mí, aunque no seamos nosotros… ¿Me explico? Es el determinismo, una condena. La ciencia, quiero decir”. La chica del polar rosa deseaba tanto que se callara de una vez por todas y la follara que desoyendo todo principio de sumisión, le introdujo la lengua en la boca con presteza. Él la succionó con tanta avidez que creyó que le iba a arrancar el alma y temió que para cuando la soltara sólo quedara de ella un pellejo, la piel mudada de una oruga. Trató de apartarlo, pero fue en balde, pues con un hábil movimiento de muñeca la sentó en sus rodillas y le hincó las uñas en el desnudo trasero. “Un verdadero desagravio científico -le susurró-. Una aberración de la ciencia, lo nuestro, quiero decir”. Y la obligó a permanecer sentada sobre su regazo hasta que hubiese concluido su disertación. Presa de una gran ansiedad, la chica del polar rosa trató de acallarlo de nuevo, mordiéndole el labio, y él la reprendió por su mala educación; utilizó un tono rígido, de profesor de primaria, que le devolvió el recuerdo de papá. Su sexo palpitó como un corazón latiendo acelerado. Dijo: “Papá”. El hombre sonrió y sus ojos de animal salvaje refulgieron; un lobo en la noche, luego, un padre en la noche. Su bronca mirada se tornó de una severidad victoriana. Comenzó a palmearle el trasero canturreando una estúpida nana infantil inventada y curiosamente biográfica: “A las niñas malas de color rosa se las come el chacal…”. Estúpida, estúpida nana… y tenebrosa. La chica del polar rosa se evadió paulatinamente; en su mente adolescente, la inclemente mano de su padre le golpeaba las corvas, le sondeaba la espalda. “¡Papá!”, musitaba la niña. Papá que la azotaba cuando se portaba mal y, como siempre se portaba mal, siempre la azotaba, y la encerraba en el sótano y le susurraba perversos sermones tras la puerta, arañando con las uñas la madera, aullando como un chacal en el desierto de risas y juegos de la casa de su infancia. ¿Por qué no me llevas a la habitación secreta, papá? ¿Me quieres, papá? Y papá le pellizcó los pezones y suspiró con fastidio, como si follarla significara un sacrificio, lo cual hirió profundamente a la chica del polar rosa, es decir, la excitó. Atravesaron juntos un cortinaje de tul y descendieron por una escalera de caracol que parecía guiarles directamente al infierno, o eso imaginó ella, febril el deseo de quemarse de una vez por todas y que sor Clara tuviera razón. Niña mala, niña filósofa.

La chica del polar rosa podía sentir las palpitaciones de su vulva empujándola escaleras abajo, también al hombre de la chaqueta de paño tironeando de su corsé barato durante el descenso, hasta que llegaron a una gélida mazmorra, más si cabe para alguien que pierde la ropa en el trayecto. Entrar desnuda, desnudarse en tránsito… Qué conmovedor simbolismo. El embate de su miembro ya erecto no se hizo esperar; fue a traición, como atacan los lobos en la noche, los padres que no aman a sus hijos. A traición, la invasión de su ano por una verga enhiesta; a traición, los pechos aprisionados por unas manos curtidas, olor a tiza en los dedos. A traición, sus dientes clavados en el pálido cuello.

Hubo de enmudecer sus gemidos bajo amenaza de una nueva lección de química elemental. Entonces, el hombre de la chaqueta de paño la sujetó por las muñecas y la ató de pies y manos, emulando su cuerpo el aspa que marca el lugar en que se oculta un tesoro, su sexo expuesto, hinchado y aterido de frío debido a la creciente humedad, el fluido que resbalaba por sus muslos.

—¡Hazlo! ¡Hazlo de una vez!  suplicó la chica del polar rosa.


Fuera de cualquier pronóstico, el hombre de la chaqueta de paño arrastró una silla, se sentó junto a ella y, abriendo un libro, empezó a recitar:

Cuando la chispa salte,
cuando ardan las cenizas,
nos elevaremos hacia los antiguos dioses”.
La novia de Corinto, Johann Wolfgang Goethe

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