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viernes, 1 de junio de 2012

Los anhelos de María. Por Cleopatra Smith Martín.



María era virgen, pues no conocía varón. Su cuerpo nunca sintió el peso de hombre sobre ella, ni la pasión de un macho enardecido al tener entre sus manos su cuerpo desnudo rebosante de lujuria, de deseo y de candor, pero que ella guardaba con mucho celo para el hombre que la haría mujer, y al cual ella se daría sin recelo ofreciéndole todos sus sabrosos rincones, ávidos de dar y recibir placer… Porque, a pesar de ser pura, su cuerpo había nacido para el pecado, aunque ella lo guardaba bien, para aquél que su corazón eligiera para que la poseyera, y al cual ella le entregaría sin remilgos los ardores de sus entrañas, los deseos que habitaban en sus salvajes instintos, y sus crecientes ganas de vibrar, gemir, gozar, de ser penetrada por su macho de todas las maneras habidas y por haber, como buena hembra en celo que no conoce la saciedad en temas de placer…

Pero a pesar de ser virgen, gustaba de provocar, seducir, excitar… Por ello, María, como todas las mañanas, salía de su casa cesta en mano, con pícara sonrisa en sus sensuales labios, y unos pechos que, turgentes, bailaban generosos por su escote semi desabrochado; los pezones duros desafiaban a los jóvenes y no tan jóvenes que la esperaban a la entrada del mercado para verla pasar, y a los cuales el deseo les crecía entre las piernas al oler su perfume de hembra cuando ella, sabedora de su poder, les pasaba casi rozando contorneando sus caderas dentro de ese vestido que dejaba entrever sus curvas, pues entre el vestido y su piel, nada había que ocultara sus secretos de mujer… ¿Y ella? Ella posaba sus ojos en esa parte abultada de sus pretendientes, y se sonreía gustosa, y viciosa se relamía y mordía el labio inferior, algo que a ellos les excitaba sobremanera, pues soñaban con sentir esos jugosos labios en sus miembros erectos, a la vez que sentir el calor de ellos al acariciarlos y envolverlos… hacia arriba, hacia abajo, rodeándoles con ellos y su grácil lengua sus tallos en flor, para saborearlos bien antes de chuparla hasta el fondo y golosa tragarse con fruición todo ese placer que iban acumulando mientras, mirándolos a los ojos, los haría y hacía enloquecer, sin siquiera tocarlos, sin siquiera rozarlos, sólo con su aroma, sólo con insinuar, lo que podría ser… Y ellos, que casi podían correrse de gusto sólo con imaginarlo, babeaban haciendo con su abultada entrepierna el reclamo de esa hembra, deseando ser los elegidos para poseer el cuerpo de María, ese ángel o demonio que a todos pervertía, y enloquecía…

Hombres del pueblo que cada mañana hacían cola a la entrada del mercado, donde María todos los días hacía acopio de sus gustos, y compraba los motivos de su propio placer… Ese exquisito y apetecible plátano oloroso y de tamaño justo, que haría las delicias en su boca, al salir, al entrar, y que al roce de su lengua acrecentaría el calor entre sus piernas, las cuales abriría sin dudar… Ese excelente pimiento italiano, largo y suave, con las arrugas perfectas para rozar sus labios inferiores, simulando unas venas llenas a rebosar, y acariciarse ese punto tan especial con él, haciéndola extasiar y desear más, preparando la entrada para ese goce final… Ese pepino de justo grosor y dureza, similar al de una dura verga empalmada, con el que al fin se penetraría hasta el fondo, con un sexo que ya estaría bien mojado por los jugos de sus más ardientes deseos, imaginación e ilusiones, y que metiéndolo una y otra vez, y hasta el fondo, iría acrecentando el ritmo a la par de sus jadeos, lubricando el vegetal que entraba acertado cada vez con más facilidad, y que con el acelerado vaivén de su mano no tardaría en llenarla de gozo, haciéndola contornearse, gemir, temblar y que, apretándolo con sus muslos, gritaría de puro gusto al llegar al clímax, una noche más… Pues María era virgen de varón, pero no de los placeres que la naturaleza ponía todas las noches a sus expensas en su cama, que también en su mesa.

Y sin vergüenza ni pretender esconderlos, salía erguida y provocativa tras comprarlos, contorneando esa parte tan femenina de su anatomía, que debería de estar prohibida, por sugerente, por divina, y cruzaba el arco del mercado insinuante para nuevamente hacerles a todos desfallecer, con lasciva mirada en sus ojos, al mostrarles a todos en su cesta orgullosa los falos que, como cada día, había elegido para compartir sus calientes delirios de deseos, de lujuria, y de placer; con los cuales siempre se desahogaría, cada noche, hasta que su cuerpo eligiera con atino al afortunado, a aquél que por fin se la beneficiara y la hiciera enloquecer, tanto como ella deseaba y era su más profundo querer.…

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