Traducir página y relato

martes, 31 de enero de 2012

Harén animal. Por Joana Abrines.



Ella cambia su tristeza por la más pura alegría cuando su cuerpo es amado sin urgencia. Es discreta y se deja hacer mientras su amante como un perro lame su vulva hembra. Le aprieta los glúteos y le muerde la piel hasta que sangra superficialmente. Mientras ella acaricia su centro, él relame las gotas de sangre que se deslizan por su pecho.

Ahora el abajo es arriba. Los dedos del pie, la rodilla, el muslo, el lado derecho del vientre, el círculo del ombligo y con tino se come la polla del que no ha detenido su discurso. Como dos animales desgarran un segundo de placer a su rutinaria existencia. Gimen y detienen la marcha voluntariamente.

Él se hospeda en el agujero que ella le deja libre como si fuera una madriguera y su anular lucha por existir en su agujero negro. La llama “puta” y ella obedece al ritmo de sus latidos. A la inversa, caminan en un lecho de rosas y espinas hasta que sinuosamente llega la serpiente cascabel sin hacer ruido. Silban al unísono. El orgasmo nace por selección natural mientras sus pechos aprisionan al capullo macho. Su lengua dibuja el camino de la lluvia dorada que traga y calla.

Extasiados se besan todos los poros abiertos y se palpan todas las respiraciones animales antes de revivir la virginidad de sus cuerpos. Duermen desnudos y a la mañana siguiente se despiertan con la luna llena atravesando su balcón coloreado. Ella le concede un deseo: "ahora, puedes pedirme lo que quieras". Y él sella su boca en honor a la evolución de las especies.


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Nota: El vídeopoema que acompaña al texto pertenece al colectivo Impar(3 en 1), al que la autora pertenece.

lunes, 30 de enero de 2012

Mein lieber Gewehr Mauser. Por Marco Antonio Raya.


Le arde en las manos: casi 8 mm de pura energía silente, declamada desde el antaño de su propio invierno de batalla. Una honrosa estabilidad en el tiempo y sin duda una sonrisa, una quemazón. Debe ser eso que llaman los vulgares la virtud del aplazamiento. El anciano considera que ha llegado el momento y así es: es ahora.


Y es que el rostro brilla, dirían algunos. Es normal, unos dicen que es la señal de Dios. Otros que es la sombra del hombre: pura vida cromosoma. Otros le llaman el placer de Onán y sus secuaces. La semilla. El abismo. Así que el abuelo se lamenta de sus días en la tierra, cogiendo kilos y soltando espuma por la boca. Para qué quiere a sus nietos. Para qué lo quieren a él. Que les jodan. Que reviente. Mira lo que tengo, providencia.


Un instrumento divino. Una extensión de los ángeles. Un rifle, un verdadero Mauser 98, un regalo de la vida. Lo consiguió como herencia de un amigo. Un verdadero amigo y tanto más que aún se estremece. La tiranía de las formas en ese quiste que es el ombligo de la memoria. Cuántos recuerdos hay en esa caja, ese pequeño ataúd cápsula de tiempos mejores. Procede a abrirla. Extrae el arma. Mauser, tú sigues a su lado. Mauser.


Lo mira, lo acaricia. El temblor de sus dedos desaparece. La madera parece esperarlo, con una secreta boca abierta, con la desesperanza del objeto. Lo mira de nuevo, y amorosamente lo cubre, poco a poco, desde el pequeño plato que ha dejado preparado sobre la mesa, de aceite.


Respira y piensa. Retrocede. Acerca y aleja sus ojos. Ni parpadea.


Calcula.

Desea.


Y se decide.


Se quita la correa, los pantalones, fuera jersey y camisa beige, sólo permanece la interior de tirantes. Los calzoncillos. Los calcetines. Cabecea sobre las pantuflas, que el suelo está helado y no son horas. Mira el arma, la acaricia. La ropa se ha manchado con el aceite pero le da igual, se halla en éxtasis lúbrico desde que empezó. Lo pasa por su rostro, lentamente. Huele a corazón, a ansia. Lo desliza por sus curvas, lo pasea por sus arrugas de gallina vieja que le hacen sitio como una masa de tarta inverosímil. El rifle está frío y duro para sus setenta y cuatro años, pero eso no le detiene: son de la misma fe. Introduce la punta de la lengua en el cañón con ese olor a hierro y el sabor levemente picante. La desliza en círculos y gime casi imperceptiblemente. Lo mira por delante y por detrás, de lado, por abajo y por arriba, como el cuento aquel del elefante. Intenta hacerlo sonar, pero no puede, porque no hay ni una sola pieza suelta. El aceite forma una capa mórbida en cada pliegue de su piel. Nota un rubor, una suerte de terremoto épico. Allí abajo ha habido vida por un momento, capitán. Esto hay que aprovecharlo. Vamos a la parte de atrás, allí donde se hacen todos los tratos. Y se van juntos. Disfruta. Balbucea palabras y se enciende, porque la vida hubiera vuelto al erial. Perséfone. Entra aquí y sal, repite conmigo: nos estamos zumbando al portero del infierno.


Así que vemos al abuelo como extensión del rifle. De elasticidad asombrosa, una bayoneta de pura carne y vejez. Pero muy viva. Y engrasada. Parece hasta fácil esta bonhomía, esta comunión con el tiempo en casa del herrero de Sodoma.


Lo difícil es explicar la visión que sus hijos se llevarán a la tumba, a la suya, a la de todos.


Porque sucede: la llave que gira, lo inesperado del calendario, las deshoras. A cualquiera le sorprende. Tenía que ser hoy. Que no era día de visitas. Hoy, que quién olvidaría su propio cumpleaños. A horcajadas, ensimismado y con una erección memorable, no hay quien olvide ese momento del humano rampante.


Bajo las bocas de buzón de sus padres, con las serpentinas y las bolsas de chuches en las manos, los nietos han quedado congelados en el recibidor.


Dicen:


Papá.


¿Quién le ha metido eso ahí al abuelo?

jueves, 26 de enero de 2012

Ventajas e inconvenientes. Por Ricardo Manzanaro.



La tía estaba de quitar el hipo. Gracias a su cubierta corporal no le hacía falta la ropa, y así resultaba aún más sensual. Cada curva de su silueta brillaba, más bien deslumbraba, cuando se cruzaba en el camino de alguna de las luces de la discoteca, destacando así su perfecta anatomía. El hiperflexible cuello le permitía repartir miradas insinuantes, abarcando así un amplio ángulo, en busca de algún tío potable entre tanto baboso y cutre-ligón sacado de comedia española de los 70. De pronto sus órbitas multicoloreadas se detuvieron unos segundos al descubrir a Alberto. Luego continuó con el barrido visual.

Tras finalizar la pesquisa se giró y comenzó a caminar en dirección a él. Su cuerpo variaba de color según se iba acercando. Por segundos la textura que tapizaba su cuerpo la hacía parecer rebozada en hojas secas, ser una flor de orquídea o una chica Freixenet. Se movía cimbreando las caderas y con los brazos ligeramente flexionados. Sus manos aterrizaron sobre los hombros de Alberto, anclándose con firmeza. Y, a su vez, él comenzó a pasear sus manos por aquella coraza reluciente. En ese momento una embriagante nube de feromonas viajó de la tía a Alberto, ocasionándole un desparrame de neurotransmisores y el consiguiente “ponersecomounamoto”.

Poco después los dos se revolcaban en la cama de la habitación de un hotel. Alberto manoseaba el duro y quitinoso tronco de la tía mientras a ésta se le desprendían capas de muda. Sus labios, formando un tubo, parecía que succionaban a Alberto cuando se morreaban. Mientras, en la testa de ella, las antenas vibraban sin cesar. Los sensuales movimientos de los segmentos de la mujer se tornaron espasmódicos cuando comenzaron a llegar al orgasmo. El ritmo lo marcaba ella, agarrando a Alberto con aquel pedazo de extremidades. En ese momento él pensó que lo de echar un polvo con un híbrido genético de mujer e insecto tenía sus ventajas.

Entonces, con un brusco movimiento de brazos y piernas, ella giró el cuerpo de Alberto 180º y lo sujetó con fuerza. Descomunales punzones surgieron de los brazos de la mujer, clavándose en puntos no vitales de la anatomía de Alberto. El grito de dolor del hombre quedó enmascarado por los chillidos de excitación de ella, que comenzó a perforar con frenesí el cráneo del chico. Éste pataleaba, intentando soltarse. Pero en las extremidades de ella aparecieron nuevos pinchos que no tardaron mucho en asaetear aún más a su compañero sexual. Por los boquetes abiertos en la cabeza ella se lanzó con fruición y gula a devorar los sesos de Alberto, que emitió un agudo estertor previo a fallecer.

No le dio tiempo a considerar que echar un polvo con un híbrido genético de mujer y mantis religiosa también presentaba algunos inconvenientes.

miércoles, 25 de enero de 2012

Ley y moral. Por Víctor Miguel Gallardo Barragán.




Casi no hemos tocado las cervezas. Nos miramos a los ojos, con la confesión todavía flotando entre nosotros. Me sostienes la mirada un segundo, después ladeas la cabeza, fijas tu atención en un lateral y sonríes. ¿Acaso no esperabas escuchar algún día lo que te he dicho? Porque yo sí, yo había imaginado mil veces tus palabras. Tal vez no así, tal vez de mil maneras distintas aunque parecidas.


No me importa. Has dejado tu mano demasiado cerca de la mía, sobre la mesa, junto a las aceitunas, y yo me apresuro a tocarte. Tú no te mueves, te limitas a dedicarme esa mirada tuya de “no lo hagas, pero sigue”, y yo te obedezco y jugueteo con tus uñas y tus nudillos, y digo algo que enseguida olvido y que puede significar cualquier cosa, desde un “te quise para mí desde que te vi” a un “sólo quiero follarte una vez”. Ya hemos roto la barrera, y ya sabemos, aunque asistamos incrédulos a este simulacro de representación teatral mal dramatizada, que lo hemos jodido todo, que pase lo que pase acabamos de cambiar las reglas del juego, a peor. Será imposible volver a quedar, alegremente, como dos amigos que quieren compartir unas cervezas y un rato de charla, sin más. Ya no podré volver a llamarte sin ningún motivo en concreto, sólo esperando escuchar tu voz, haciendo bromas estúpidas sobre el tiempo que hemos pasado sin vernos, sobre las borracheras que nos debemos. Sobrará todo, en especial las preguntas sobre tu chico, el trabajo de tu chico, el coche de tu chico, la afición al aeromodelismo de tu chico, que maldita sea lo que me importaba, importa e importará. Tú tampoco podrás preguntarme en el futuro por mi novia, sería igual de cruel, de innecesario, de hipócrita, ahora que has abierto la boca, envalentonada por mis palabras, para martillear mi cabeza con frases que no olvidaré hasta la tumba.


Si las cosas fueran distintas dices, y yo asiento y trago saliva. Si las cosas fueran distintas, pequeñaja, yo ahora estaría de pie, levantándote en volandas, en vez de estar aquí sentado con la lengua rígida y la mano derecha sobre tu izquierda. Noto la erección que llega y río mentalmente, porque si las cosas fueran distintas te estaría empujando al callejón que hay tras el bar. Conozco un portal tan oscuro como todos los deseos que he ahogado desde que te conocí. Tiene la cerradura rota, tan rota como mi estómago ahora mismo, tras ella podríamos tocarnos a destiempo y de la manera más torpe que se nos ocurriera hasta aburrirnos de su penumbra. Allí yo podría morder tu lengua y tú podrías abrazar mi cuello.


Si las cosas fueran distintas, claro.


Son cosas que pasan y la manida frase sale, por fin, de mi boca, y no me arrepiento porque, por una puta vez, es la verdad. Son cosas que pasan, pero igual estoy loco por tus hombros, y por tu pelo, y por la graciosa forma que tienes de doblar la nariz cuando te gasto bromas de mal gusto. Tu manera de hablar, tu acento, me provoca, se me aparece en sueños una voz con distinto timbre pero gemela a la tuya que me genera certeras pasiones que mojan mis sábanas de cuando en cuando.


Miro tu cuello, y luego tu boca. Y me quedo ahí un instante, fija la vista en la transición entre tus labios y tus dientes, tu lengua apareciendo y ocultándose cada poco. Vuelvo a tu cuello moreno, e imagino lamerlo, besarlo, morderlo, en tardes de siesta o madrugadas de insomnio, ebrios tras tanto tiempo de forzada distancia y sexo con otras personas. Mi mano sigue acariciándote, y tú me devuelves el roce. Nos sudan las palmas, y la humedad se mezcla, se convierte en algo íntimo que nos une más de lo que jamás hemos estado.


No sabemos lo que pasará mañana murmuras, y sonrío para mis adentros. Qué estupidez plena el confiar en que un cataclismo nos arrancará de nuestras cómodas posiciones, de nuestras vidas planificadas milimétricamente, para arrojarnos a los brazos del otro, a una vida en común con pequeños hijos morenos de ojos claros revoloteando alrededor de un perro grande y tonto, tú haciéndome café por las mañanas, yo llamando desde el trabajo para dejarte mensajes subidos de tono en el buzón de voz de tu teléfono. Vacaciones en la montaña con los cuñados, paseos en bicicleta por la ribera del Genil, tardes de cine y palomitas, facetas de un futuro juntos que, lo sabes de sobra, no va a llegar. No al menos si seguimos aquí sentados, mano sobre mano, esquivándonos las miradas de una forma más evidente cada segundo que pasa, cada vez más presentes las fantasmales figuras de nuestras respectivas parejas en los asientos libres de esta terraza de verano.


—Yo sólo sé que no quiero morir sin besarte y me maldigo por ser brutalmente sincero, tanto que retiras la mano y abres la boca sin emitir sonido alguno; y sé al instante que tú también lo has pensado, no ahora, sino docenas de veces antes, y que sabes de sobra que son cosas que pasan, sí, y que si todo fuera distinto ya nos habríamos besado mil veces antes de ahora, mi lengua conocería tus caderas y tu ombligo, y mis dedos no ansiarían explorar por primera vez tu sexo y subir a mi boca después para poder saborearte.


Casi no hemos tocado las cervezas. El plato de las aceitunas está virgen, tanto como nuestros pensamientos al sentarnos a la mesa, hace veinte minutos. Ya ni recuerdo quién sacó el tema de las oportunidades perdidas, de lo que pudo ser y no será; posiblemente fui yo, pero asisto incrédulo al final de la escena, a tu mutis por el foro, cuando te levantas y te despides, con tu voz sonando a algo que está a medio camino entre un “hasta luego” y un “hasta nunca”.


Estoy convencido de que todavía te veré mil veces más. Y también de que no te tendré jamás más que en mis pensamientos o en los tuyos.

martes, 24 de enero de 2012

Noches de sábado. Por José Ángel Cuenda.



Aquella noche de sábado necesitaba urgentemente apartar de mi mente una de las preguntas más difíciles e incómodas de afrontar sobre mí mismo, sobre quién era y cómo debía vivir mi vida. La dichosa preguntita, que se originaba en la sospecha inconfesable de sentirme atraído por los hombres, se había pasado toda la semana asediándome. Y es que, si bien podía pasar por alto esa inclinación la mayor parte del tiempo, cada vez se había ido haciendo más difícil ignorar la evidencia aún más inconfesable de sentirme fuertemente atraído por Roberto, mi nuevo compañero de trabajo.

Saboreando una copa en medio de aquella macro discoteca, la suerte estaba de mi parte, la respuesta al quién era yo la respondía el alcohol: “olvídate de ti mismo”; y la respuesta al qué hacer la dictaba la música: “déjate llevar sin que nada importe”. Me era fácil dejar de lado mis pensamientos cuando me sometía a la exigencia del ritmo vibrante rodeado por mis dos amigas y compañeras de baile. Natalia, a mi espalda, posaba su mano en mi cintura, mientras yo me abrazaba a la de María.

De pronto advertí la sorpresa, la pequeña mano de Natalia ya no era la que se apoyaba sobre mi ombligo sino que, como si hubiera caído en una de mis ensoñaciones sexuales, era la ancha y morena mano de Roberto la que ahí se situaba, rozándose escasamente con mi cuerpo. Al comprobar con la vista la desconcertante presencia, mi corazón empezó a bombear la sangre hasta cada rincón. “Me alegro mucho de encontrarte aquí”, me dijo rozándome la oreja, caliente por el rubor. María, al ver mi expresión, se soltó del baile, y como un hada madrina divertida y sabia me dijo “¿Es el de tu oficina, verdad? ¡Está tremendo!”. Y sin añadir nada más cogió la mano de Natalia y desapareció entre la multitud.

Permanecimos los dos en la pista desplegando una improvisada coreografía que Roberto se dispuso a animar al atrapar decidido mi mano, casi como una sugerencia, para llevarla hacia atrás y apretarla suavemente sobre su propio muslo, a medio camino entre la rodilla y la ingle. Solté un resuello corto, el rastro de un gemido ahogado. Mi mano se abandonó ante esa seguridad, la de quien sabe perfectamente quién es y también por qué está ahí. Había venido a por mí, y me lo hizo saber: “No seas tímido, yo no lo voy a ser contigo”.

Tragué la saliva que me estaba inundando la boca. Empezaba a explorar poco a poco el placer de tocar ese muslo bien definido, acariciarlo hasta llegar a su cadera y volver a bajar. Me preguntaba si se le habría puesto dura como a mí y me moría de ganas de comprobarlo con mis propias manos. Comenzó a pasear la punta de su nariz y sus labios por mi cuello, tal vez aspirando mi olor, y entonces su mano, que hasta ese momento se posaba en mi vientre, subió protectora hasta mi pecho y me pellizcó juguetona los pezones. Apreté su muslo como reacción a la sacudida de placer y creí que entonces era a él a quien se le escapaba un gemido.

Me giré al fin para hablarle, decirle que era la primera vez que estaba con un hombre y que yo no era de encerrarme en los baños, pero que si seguía por ese camino haría una excepción. Pero Roberto interpretó que me iba a lanzar a besarlo y echó un paso atrás. “Aquí no”, dijo. “Déjame ir a por la chaqueta, te espero fuera”. Al verme solo en la pista de baile, busqué a mis amigas para avisarles de que me iba, no sin antes alegrarme de que nadie hubiera estado atento a la escena que acababa de producirse.

Cuando Roberto salió a la calle, yo ya estaba esperando para dar un pequeño paseo que nos llevaría por calles más oscuras. Al doblar una esquina, la poca compostura de la que él había hecho gala durante el baile terminó de venirse abajo. Su boca abierta me atrapaba contra la pared, embistiéndome ansiosamente, saboreando mi lengua. Seguí con las caderas el ritmo del nuevo baile extático en el que Roberto se agarraba a mi pelo mientras que yo manoseaba libremente su espalda y su culo. Se separó, aún ansioso, y me advirtió de la existencia de una especie de código de buenas maneras que nos impedía desnudar nuestros miembros en la noche templada. Así me estaba dejando claro que no era partidario de tener sexo en plena calle, pero llegado ese momento, sintiendo su erección y la mía, yo ya no veía motivo para no hacerlo allí mismo, no veía motivo para no haberlo hecho en la discoteca, o en el mismo momento de haberlo conocido. En mi mente se mezclaba el aturdimiento del alcohol con la excitación de lo prohibido, y ya sólo mandaban las ganas de sobarlo, de comérmelo entero, de morder su barba, de lamer su boca y hasta sus ojos. Le bajé los pantalones porque ya no había más paciencia, quería sentirlo dentro ya, chupar sus ganas, beberme su sexo, mientras jadeaba buscando su mirada con los ojos, su culo con las manos, y luego su polla con la boca. Se la comí con un placer que nunca pensé que pudiera experimentarse al dar placer, y me corrí cuando lo sentí correrse, como un ridículo adolescente.

Cuando terminaron las sacudidas del orgasmo le ayudé a recomponerse la ropa, descansé mi pecho sobre el suyo y se me escapó una breve risa. Él me sonreía plácidamente y sentí ternura al ver cómo el héroe había perdido toda la fuerza en sus brazos y en su gesto. Pensé que yo le había robado toda esa fuerza y que por eso me sentía más seguro de mí mismo que nunca. Creo que todavía no he superado el atracón de vanagloria que me supuso haberme sentido así de deseado por un hombre tan deseable. Y cada vez que recuerdo aquello vuelvo a sentir esa seguridad, como si en realidad supiera quién soy, por qué estoy aquí o qué debo hacer.

lunes, 23 de enero de 2012

Relativo. Por Ekaitz Ortega.





A


Cuando apareciste me extinguí, dejé de ser yo para convertirme en una extensión de ti. Es duro desaparecer. Hay dos clases de amor: el de quiero cambiarte y el de desaparecería por ti. Ya sé en cuál me convertiré. Te miro… no sé. Me basta con mirarte.


A+P


Me acerco por detrás cuando estás haciendo cosas y te bajo los pantalones mientras aprietas los omóplatos contra mi pecho y levantas el talón izquierdo para que tu culo sea más respingón. Luego caen tus bragas. Te agarro las caderas mientras jugueteo con mi glande en la entrada de tus aberturas, haciéndote dudar del camino que escogeré. Te beso y muerdo el cuello hasta que respiras fuerte y noto la humedad sobre mi polla. Entonces te penetro y paso una mano para manosearte y notar cómo aumenta de tamaño tu clítoris mientras, con la otra, te sujeto con fuerza para que no caigas cuando te empiecen a temblar las piernas. A veces aplasto tus pechos, en otras sólo te rodeo. Sé que no siempre te corres, yo tampoco. Cuando acabamos nos tumbamos en cualquier sofá y nos besamos tranquilamente mientras nuestra respiración se calma. Acaricio tu espalda, te quiero. Tus besos saben cómo nada en el mundo.


P


La elegí por los ríos de humedad que resbalaban por el interior de sus muslos. Durante los años anteriores estuve saliendo todas las semanas con intención de encontrar a la mujer perfecta. Nunca fui un conformista. Si encontraba algo que no me gustase, las dejaba al momento. Vale, admito que tampoco tengo demasiada paciencia. ¿Pero sabes qué? Me lo puedo permitir.

Recuerdo que por aquella época no hacía más que salir por la zona vieja de la ciudad. Iba con mis amigos hasta medianoche y después me separaba para ir de caza. Me metía en los bares llenos de gente, tomaba una cerveza, miraba con fijeza a una chica y, cuando se percataba de mi presencia, observaba su reacción y decidía si iba hacia ella o buscaba a otra. A veces eran ellas las que me asaltaban y todo era más sencillo. Solíamos acabar en mi casa. Dependiendo de sus características me proponía una fantasía a cumplir. Paso del explorador y la rutina del abrazo posterior mientras nos dormimos.

Tengo aquí arriba apuntados mis éxitos, no olvido nada. Morena, con flequillo, ojos alargados y muy pintados, labios grandes, según entramos en casa la aplasté contra la puerta y allí mismo le arranqué las bragas y follamos como animales. Morena con el pelo suelto, muy borracha, pechos demasiado grandes, en la cama la cogí del pelo desde atrás y estuve golpeando mi pelvis contra su trasero durante diez minutos hasta que me corrí dentro. Rubia teñida de ojos marrones, decía que veintitrés pero no serán ni veinte. Entramos al cuarto, la senté en la cama y le hice que me la comiese entera. Luego los defectos. Respira fuerte, no le gusta el sexo, está desesperada por ser querida... No te voy a decir el número de mujeres porque no me creerías.

Sabía lo que quería, pero no lo encontraba.

No me mires así. Ella no es perfecta, no. Pero… Bien, sé lo que estás pensando. Pero… es ella. Te lo cuento, aunque no quiero que tú se lo cuentes a nadie más.

La conocí en un bar a media tarde. Un día de esos normales en los que iba al centro a tomar un café y esperar que pasasen las horas hasta la noche. Estaba en la terraza y se sentó un grupo de universitarios en una mesa cercana. No me interesaron en principio, cuando la vi cruzamos las miradas y me sonrió con timidez; yo también sonreí, pero no me llamó la atención. Y entonces me empecé a dar cuenta de que no paraba con las piernas, las movía de un lado para otro. Dudé si le ocurría algo. Entonces se levantó y fue al baño, ni me miró al pasar junto a mí. Cuando volvió al asiento, unos minutos más tarde, sí me devolvió la mirada. Estuvo quieta, pero luego empezó a apretar las piernas y se sonrojó, parecía totalmente abstraída del grupo. La miraba extrañado. Se levantó y fue al baño de nuevo. Sentía muchísima curiosidad. Cuando oí el ruido de la puerta del baño al cerrarse, me levanté y entré dentro del bar. Ella me vio y bajó la mirada, pero me coloqué frente a ella para impedir su huída, pareció asustarse y sorprenderse por igual. Le pregunté si estaba bien, se sonrojó desde la mandíbula hasta las orejas. Respondió que sí. Hablamos un poco, le di algo de cancha. Ya sabes. Quedamos a la noche. Estuvimos bailando un poco y le dije para ir a casa. Admito que no me gustaba demasiado: no tenía nada que fuese especialmente bonito, más bien era normal en todo. Pero sentía curiosidad.

Nos besamos en el portal, y en el ascensor apenas salió mi lengua de su boca. Al entrar en casa la mano que tenía en su espalda empezó a bajar lentamente, por las caderas y luego entre las nalgas, recogiendo la falda en su entrepierna. Me sorprendió, encontré muchísima humedad. Ella se apartó un poco, sonrojada. Dijo que lo sentía, pero no entendí a qué se refería. Me arrodillé y le quité la falda con facilidad, bajé su tanga chorreante hasta los tobillos y empecé a lamer el interior de sus muslos. A lametazos largos. Estaba mojadísima, no sabes cuánto. Según lamía me iba excitando y ella empezaba a gemir y chorrear más. Fui acercándome a su entrepierna, que no estaba demasiado depilada. Embriagado por sus fluidos. Ella luchaba por mantenerse en pie, pero no quería tumbarla, me gustaba ver el líquido cayendo por el interior de sus suaves piernas. Cuando subí a su coño y empecé a lamerlo… Apretó mi cabeza y... bueno, ya sabes. Yo me puse más cachondo que nunca y empecé a pelármela.

Y eso es todo. Ahí empezamos. No es perfecta ni bonita. Pero esas piernas que tiene, esa humedad en cuanto se excita, el sabor… Cogerla y lamer sus piernas y el coño en cualquier momento. Ver cómo se corre muchas veces sin que llegue arriba… Lo demás está bien. Pero eso es magia, y la magia no es fácil de encontrar.


S - A


Tu lengua no es la mía, sabe a salmón. Lávate los dientes si quieres que funcione. No soy brusco, te digo, pero me gusta arrancarte la ropa. Mover tu cuerpo como el juguete que es. Muerdes mi hombro. Te vengas, ¿eh? Esperas que me ponga la goma para reventarte entera, sí, pues dame tu boca, que voy a coger tu coleta y convertirla en mi juguete, te moveré como quiera. Hasta que me corra en ella y mi leche te caiga por los labios. Ven, ven. Qué manía te ha entrado con mi recto, sabes que así retardas mi eyaculación. Sufro con ese cosquilleo. Qué zorra eres.


Sólo te gusta correrte en mi boca. Piensas que por pasar el día en el trabajo tengo que estar dispuesta a todo. Por mucho que desees mi culo nunca te lo voy a dar. Recuerdo cuando me besabas, qué ilusa era. En cuanto pueda te vas a colocar boca arriba y voy a saltar sobre tus caderas hasta que tus huevos se hinchen doloridos y explotes en la goma que tanto odias. Agarras mi cabeza y yo araño el interior de tus piernas. Puedo respirar. Aguantaré más que tú. Eres un hombre, por mucho que te joda, me voy a correr tres veces seguidas si quiero mientras tú expulsas tu semilla en diez segundos. Y eso cuando puedes. Bien, me toca. ¿Quieres que sea tu perra? Lo seré.



Más que extensión soy un tumor. Lo noto en tu sequedad, en la desgana de los besos y esas piernas preciosas que no parecen buscarme. Las noches se apagan antes de llegar. Tengo frío. Oigo que es el fin y no sé el motivo. Ya no me quieres, no me querrás. Mañana me habrás olvidado. Pero nadie te querrá como yo, aunque no lo creas. En fin, moriré de nuevo.

jueves, 19 de enero de 2012

La mazmorra. Por Beatriz García.



La chica del polar rosa  alias Niña con Coletas, alías Virgen Negra, alías Zorra con Botas y, finalmente, conocida con el críptico nombre de O.O caminaba deprisa sobre sus altos tacones de aguja, parándose a cada rato para introducir una mano bajo su minifalda, abrirse paso con los dedos debajo del tanga y rascarse el pubis rasurado, lo que le producía un placer infinito. Caminar, detenerse, explorar… Un hilillo de saliva le resbaló por la comisura del labio hasta ocultarse en sus pechos prietos, atrapados en un corpiño negro confeccionado a base de alambres de plástico y terciopelo. Se acarició su pálido cuello para limpiar la baba y, al hacerlo, introdujo un dedo en el escote, la uña color cereza friccionando el canalillo. Murmuró el nombre de su señor  “Maestro de Escuela” y sus palabras suspiradas en el callejón y acompañadas por el maullido de los gatos encelados le provocaron un escalofrío que recorrió su espina dorsal, se enredó en sus caderas y culebreó hasta su trasero como si la mítica serpiente kundalini la embistiera. La imaginaria sacudida la hizo trastabillar hasta caer de bruces al suelo y golpearse el mentón contra el duro asfalto. Se había mordido la lengua, y le gustó, hasta tal punto el dolor era un afrodisíaco. “¿No son placer y dolor, como el bien y el mal, la misma cosa en diferente gradación?”. Aquella suerte de ideas contradictorias la aturdían, entonces su mente se desdoblaba y una parte de ella volaba atrás en su memoria. “No es propio de una señorita atender a cuestiones filosóficas”, casi le parecía oír a la hermana Clara amonestándola desde su púlpito de decencia y ahora, como entonces, la imagen de la vieja monja levantando el dedo acusador la embriagaba de un calor obsceno y brutal… Era el infierno en sus bragas de niña que conoció el pecado y las tablas de multiplicar. Enervado su espíritu de aquel dolor que superaba el espanto o que era el espanto mismo, se irguió con solemnidad, abandonando, como al descuido, entre los montones de basura de algún contenedor saqueado por mendigos, su poca precaución y sus escuetas bragas de leopardo. Volvió a murmurar el nombre de su señor y cojeó briosa, como el tullido en peregrinación de un dios mayor, los pocos metros que le separaban del club.

Tras año y medio de ciber sumisiones, de llamadas intempestivas exhortándola a las pruebas de sometimiento más descarnadas, como caminar sobre tacones de aguja la avenida Diagonal de Barcelona o masturbarse en la sección de Lácteos de un supermercado, por fin conocería a Maestro de Escuela, verdugo adorable, al que le unía más que el amor, una pura y llana relación de vasallaje feudal no exenta de fantasías sexuales inspiradas en la Alta Edad Media. Había hallado en aquel hombre firme y perverso un alimento para su alma voluptuosa. “Oh, Maestro de Escuela, eres el tecnicismo en un sainete, el lado hardcore del santoral, mi amo y señor”. Un hombre tan erudito, un apasionado de Goethe y de la flagelación; escribía largos post  Disciplinadeenaguas.blogspot.com sobre Fausto y el Joven Werther que la chica del polar rosa leía con devoción y, cuando era mala y no lo hacía, la castigaba con el ostracismo de inundarla de smilings sonrientes o precintar sus labios mayores con cinta adhesiva. Salivó tan sólo de pensar en que la colmara de cardenales  Sed de angustia, que dice la canción.

Bien no había golpeado aún dos veces la puerta, un ventanuco se abrió y unos ojos lobunos emergieron de detrás del rectangular antifaz metálico:

—¿Quién va?  inquirió la voz ridículamente aguda del portero.

—Soy la hija de Severín  balbució la chica del polar rosa con un mohín de burla en sus labios tan aptos para la felación.

—Se confunde…  terció el hombre, cerrando el ventanuco.

—¡Ábreme, gilipollas!

De repente, la puerta se abrió, y un hombre de aspecto marchito y desgarbado se agachó con un movimiento de nyic-nyic de sus ajustados pantalones de cuero con las nalgas al descubierto, la agarró por el cuello y la empujó contra la pared.

—¡Qué palabrota más fea! ¿No te enseñaron modales en el colegio?  hablaba lamiéndole el lóbulo de la oreja, el aliento le apestaba a pastillas de menta.

La chica del polar rosa estaba aterrorizada. Trató de revolverse, de pedir auxilio, pero el encuerado la sostenía por los hombros y ejercía presión sobre su cabeza hasta obligarla a agacharse y apretar la nariz contra el pene  nyic, nyic.

Te voy a lavar la boca. Vas a ver…

Cuando ya se había hecho a la idea de que lo único que podía esperar de aquella noche era lamer el viejo y encanecido miembro del portero, la soltó bruscamente y profirió un gran aullido de dolor. Una dominatriz ataviada con un uniforme nacionalsocialista le golpeaba las nalgas con una fusta. El viejo perro se disculpó protegiéndose el trasero. “Ama Gertha, mi diosa”, gimoteó, gateando hacia la puerta con las posaderas enardecidas. Era el ama una mujer imperativa, hablaba en tercera persona, tenía las nalgas más prietas y el busto más alto que pudo alguna vez encuadrar una americana con condecoraciones, y sus sacudidas de caderas hacían repiquetear las pistoleras vacías con una sensualidad amenazadora. “En agradecimiento  pensó la chica del polar rosa, le lameré la esvástica”. Pero no hubo tiempo de reacción, pues la mujer la había montado ya a horcajadas y, lanzándola contra la pared, fue ella misma quien rascó, arañó y devoró el pubis rasposo de la chica del polar rosa. “Qué buen trato dispensa la dueña a la clientela”, se dijo maravillada. Porque Ama Gertha era la dueña, y sí, conocía a Germán. Así se lo hizo saber mientras, penetrándola con el rebenque, la chica del polar rosa se atrevió a preguntar si el señor Maestro de Escuela había llegado ya.

—Germán no vendrá hoy dijo secamente la dominatriz. Tiene otros asuntos que atender.

—¿Otras sumisas? —los ojos se le humedecieron. ¡Yo soy la única! ¡La única!

—Sí, claro. Todas lo sois…  ironizó la nacionalsocialista mientras manipulaba con pericia la fusta, como si fuera la batuta que orquestara una marcha militar.

La chica del polar rosa se sintió terriblemente herida, dañada, vejada  no sólo físicamente, lo que en su mente freudiana y crepuscular se materializó en un súbito estado de excitación tan parecido al éxtasis místico que jadeó con la beatitud de una soprano; góspel lúbrico en el callejón.

Como fuera que los gemidos eran ensordecedores y los gatos maullaban frenéticos, Ama Gertha le ordenó que entrara, planteándosele a la chica del polar rosa un nuevo dilema moral: si Maestro de Escuela no había acudido a la cita, ¿debería marchar? ¿Acaso él pretendiera poner a prueba su paciencia y su fidelidad? “Él sabe lo que sabe y por qué lo hace”, se dijo estúpidamente.

¿Te quedas o te vas? ¡Contesta, saukarl la nazi cacheteó la pared con la fusta; la próxima vez sería su trasero, le advirtió.

Entretanto habían llegado a un amplio salón alumbrado por candelabros eléctricos. El halo luminoso enmarcaba una escena encantadoramente patibularia, con hombres y mujeres encuerados, algunos maniatados, otros encajados en potros de tortura, mientras altivos señores hacían silbar sus látigos o charlaban animadamente con otros hidalgos del látex, repantigados en cómodas cheslones.

¿Qué deseas? el vibratto germano la aguijoneaba.

¡Lo deseaba todo, incluso aquello que le repelía! ¿Y qué sabía ella en el fondo del hondo abismo del deseo?   Lo único que podía decir era que cuando la noche llegaba le invadía un terror que hasta cierto punto se le antojaba morboso, que siempre había una luz encendida en su cuarto y que cuando contenía la respiración hasta ponerse azul, se humedecía por completo. ¿Cómo verbalizarlo?

—¡Someterme!  contestó con convicción.

El llanto de un mastín atado a una columna enmudeció su petición y para cuando quiso repetirla, Ama Gertha había perdido el interés y hacía señas a un hombre vestido con una chaqueta de paño arrugada, que se apostaba en la barra y clavaba sus ojos a intermitencias en la dueña y en ella; unos ojos broncos de animal salvaje enmarcados en un rostro fiero y una cabellera larga y cana que le otorgaba el aspecto de un asesino a sueldo, tal vez divorciado. Se parecía a papá. Su padre… Casi había conseguido olvidarlo, inventar un pasado feliz allá donde el real era melodrama de las 16.30 en tarde de domingo. Se lo presentó como un cliente “habitual”. No pronunció nombre alguno, ni alias; así que para la chica del polar rosa él sería el hombre de la chaqueta de paño o el hombre tan parecido a papá. A modo de saludo, y como si quisiera comprobar la pureza de un alijo de cocaína, introdujo los dedos en su vagina y se los llevó a la boca. Asintió satisfecho y, a partir de entonces y durante algunas horas interminables, procedió a realizar un monólogo incomprensible sobre las afinidades químicas entre ciertas sustancias, utilizándolos a ambos como ejemplo. “Cuando C  dijo  equivale a un encuentro inesperado como éste. Se trata de ti y de mí, aunque no seamos nosotros… ¿Me explico? Es el determinismo, una condena. La ciencia, quiero decir”. La chica del polar rosa deseaba tanto que se callara de una vez por todas y la follara que desoyendo todo principio de sumisión, le introdujo la lengua en la boca con presteza. Él la succionó con tanta avidez que creyó que le iba a arrancar el alma y temió que para cuando la soltara sólo quedara de ella un pellejo, la piel mudada de una oruga. Trató de apartarlo, pero fue en balde, pues con un hábil movimiento de muñeca la sentó en sus rodillas y le hincó las uñas en el desnudo trasero. “Un verdadero desagravio científico -le susurró-. Una aberración de la ciencia, lo nuestro, quiero decir”. Y la obligó a permanecer sentada sobre su regazo hasta que hubiese concluido su disertación. Presa de una gran ansiedad, la chica del polar rosa trató de acallarlo de nuevo, mordiéndole el labio, y él la reprendió por su mala educación; utilizó un tono rígido, de profesor de primaria, que le devolvió el recuerdo de papá. Su sexo palpitó como un corazón latiendo acelerado. Dijo: “Papá”. El hombre sonrió y sus ojos de animal salvaje refulgieron; un lobo en la noche, luego, un padre en la noche. Su bronca mirada se tornó de una severidad victoriana. Comenzó a palmearle el trasero canturreando una estúpida nana infantil inventada y curiosamente biográfica: “A las niñas malas de color rosa se las come el chacal…”. Estúpida, estúpida nana… y tenebrosa. La chica del polar rosa se evadió paulatinamente; en su mente adolescente, la inclemente mano de su padre le golpeaba las corvas, le sondeaba la espalda. “¡Papá!”, musitaba la niña. Papá que la azotaba cuando se portaba mal y, como siempre se portaba mal, siempre la azotaba, y la encerraba en el sótano y le susurraba perversos sermones tras la puerta, arañando con las uñas la madera, aullando como un chacal en el desierto de risas y juegos de la casa de su infancia. ¿Por qué no me llevas a la habitación secreta, papá? ¿Me quieres, papá? Y papá le pellizcó los pezones y suspiró con fastidio, como si follarla significara un sacrificio, lo cual hirió profundamente a la chica del polar rosa, es decir, la excitó. Atravesaron juntos un cortinaje de tul y descendieron por una escalera de caracol que parecía guiarles directamente al infierno, o eso imaginó ella, febril el deseo de quemarse de una vez por todas y que sor Clara tuviera razón. Niña mala, niña filósofa.

La chica del polar rosa podía sentir las palpitaciones de su vulva empujándola escaleras abajo, también al hombre de la chaqueta de paño tironeando de su corsé barato durante el descenso, hasta que llegaron a una gélida mazmorra, más si cabe para alguien que pierde la ropa en el trayecto. Entrar desnuda, desnudarse en tránsito… Qué conmovedor simbolismo. El embate de su miembro ya erecto no se hizo esperar; fue a traición, como atacan los lobos en la noche, los padres que no aman a sus hijos. A traición, la invasión de su ano por una verga enhiesta; a traición, los pechos aprisionados por unas manos curtidas, olor a tiza en los dedos. A traición, sus dientes clavados en el pálido cuello.

Hubo de enmudecer sus gemidos bajo amenaza de una nueva lección de química elemental. Entonces, el hombre de la chaqueta de paño la sujetó por las muñecas y la ató de pies y manos, emulando su cuerpo el aspa que marca el lugar en que se oculta un tesoro, su sexo expuesto, hinchado y aterido de frío debido a la creciente humedad, el fluido que resbalaba por sus muslos.

—¡Hazlo! ¡Hazlo de una vez!  suplicó la chica del polar rosa.


Fuera de cualquier pronóstico, el hombre de la chaqueta de paño arrastró una silla, se sentó junto a ella y, abriendo un libro, empezó a recitar:

Cuando la chispa salte,
cuando ardan las cenizas,
nos elevaremos hacia los antiguos dioses”.
La novia de Corinto, Johann Wolfgang Goethe

miércoles, 18 de enero de 2012

El baile. Por Luis Astolfi.




Usa braguitas de algodón y sus sueños no le dejan dormir.
Odia a la gente sin calor, es tan bella como el atardecer.
Cruza las piernas al andar, sus caderas van y vienen y van.
Ella es perversa, ella es perversa, ella es perversa, y si me besa yo me voy a morir.

(“Ella es perversa”, Ramoncín)


LA MUJER DEL VESTIDO DE TELA DE CORTINA

Leo iba sentado en el autobús, en el asiento de la izquierda de la última fila, mirando distraído por la ventanilla cuando el vehículo se detuvo con suavidad al llegar a una parada. Inconscientemente cambió su punto de vista, fijándose sin pensar en los viajeros que subían e introducían con más o menos prisa el bonometro en la maquinita verificadora. Un obrero del Este, alto y rubio, con mono azul blanquecino de yeso, una doméstica sudamericana, baja y morena, con vaqueros ajustados y grandes pechos, un oficinista local con bigote (¿desde cuando está pasado de moda el bigote?), con maletín en la mano y traje a pesar del calor infernal del mes de agosto madrileño, estereotipos de habituales usuarios del transporte público. A cada “plip” de la maquinita, una vida que pasaba sin pena ni gloria ante sus ojos. Se cerró la puerta y el bus se puso en marcha de nuevo. Leo ya volvía su vista a la ventanilla cuando un brusco frenazo casi hizo que su alta frente golpeara contra el asiento de delante. El hidráulico de la puerta sonó de nuevo, abriéndose, y un nuevo viajero rezagado hizo su aparición. Algo raro, los conductores de la EMT nunca interrumpen la marcha emprendida para esperar a un viajero rezagado.



En realidad, casi nunca.


Porque quien apareció en la puerta de acceso, jadeante, sudorosa y sonriente, fue una mujer. Tendría unos treinta y cinco años, quizá más, seguramente cuarenta, considerando su aplomo, pero desde luego no se le notaban. Metro sesenta, pelo negro no muy corto y alborotado, piel morena y brillante, pendientes de perla blanca en las orejas, gafas de sol marrón oscuro Giorgio Armani, bolso de mano Ives Saint Laurent, bolsa de Zara al hombro, zapatos blancos de pulsera y tacón de aguja, como los que usan las milongueras de Buenos Aires para bailar el tango, y el vestido con estampado de flores rojas (de los que él llamaba graciosamente “de tela de cortina”) más ceñido que había visto en su vida.


Leo sonrió.


El vestidito en cuestión, con su falda cuatro dedos por encima de las rodillas, dejaba libres unos hombros de alucinación, brillantes y morenos, y se pegaba a sus pechos, pequeños y redondos (y, claramente, sin un sujetador que los aplastara); la cintura, estrecha, el vientre plano, el ombligo evidente, y las caderas, Señor, ¡qué caderas!, un sueño de caderas, anchas y estilizadas a un tiempo. Entonces la dama, tras agradecer por tercera vez el detalle al conductor, que hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, un tanto azorado, simplemente se deslizó por el pasillo central, sin fijarse en nadie, sin mirar a nadie, sin ver a nadie, con la sonrisa súbitamente esfumada de su rostro anguloso, los ojos escondidos tras las gafas de diseño, moviendo esas caderas impresionantes (porque sus caderas eran impresionantes, no eran grandes, y tampoco pequeñas, sólo eran perfectas), hasta que, con un gesto imprevisto, sin volverse, tan sólo asentó las posaderas y se giró después, situándose varias filas por delante de él, a su derecha, sin permitirle apreciar más de lo que ya había visto. O sea, su retaguardia.


Leo se sintió cautivado irremediablemente por la magia de esa mujer.


Entonces ella situó con un movimiento elegante sus manos en el asiento delantero y se quedó inmóvil, mirando hacia su derecha, por la ventanilla que había más allá del otro asiento vacío. En ese momento apreció sus manos, pequeñas y alargadas, de largas uñas sin pintar, y lo más curioso, con los diez dedos llenos de anillos, al menos tres o cuatro en cada dedo, anillos dorados, blancos, unos con brillantes, rojos, verdes, amarillos, azules, y otros sin ellos, pulidos o mates, todo un surtido de preciosa joyería que hacía el efecto de alargar esos dedos hasta el infinito. Más allá de las manos, dos en cada muñeca, aros de oro tintineaban acompañaban el traqueteo del autobús.


Un minuto y medio después le llegó su olor. Un olor dulce, de perfume único, delicado, suave, que por alguna razón le recordó al jugo de las uvas recién pisadas tras la vendimia, un olor como a mosto aún sin fermentar. Un perfume, curiosamente, que le recordó la noche. Cerró los ojos e inspiró profundamente por la nariz. Se embelesó con ese olor, y se dejó llevar, así, sin abrir los ojos, un largo rato, tan sólo sintiéndose envuelto por ese olor dulzón a mosto que no se iba.


En la siguiente parada abrió los ojos, un poco sobresaltado y temeroso de que la mujer se fuera sin poder echarle un último vistazo y, con suerte, poder apreciar por un segundo su retaguardia, pero ella no se movió del asiento. Y lo mismo en cada parada: ojos cerrados, perfume, ojos abiertos, y vuelta a empezar, repitiendo el ciclo hasta el final del trayecto, en el intercambiador de Moncloa, al que llegaron como media hora después.

Leo esperó hasta que todos los viajeros hubieran bajado, sin perder de vista a la hermosa mujer, que fue la primera en apearse, y se situó tras ella, manteniendo la distancia unos cuantos metros. El deseo era más fuerte que él: necesitaba mirarle el culo. Ella enfiló la calle Fernández de los Ríos a buen ritmo, y Leo la siguió al mismo paso, con su mirada fija en el redondo trasero que, al fin, se adivinaba bajo el juvenil vestido. Leo tardó poco en descubrir que la mujer vestía un tanga. Lo más bonito de llevar un tanga (aparte del hecho de comprarlo y ponérselo para el hombre que la mujer ama, y que él se lo quite con los dientes) es que se sepa que lo lleva debajo de la ropa (falda o pantalón) cuando va caminando por la calle. No que se vea por arriba (como cuando alguna jovencita se sienta en unas escaleras), sino que se intuya, que se adivine, que se transparente un poco o, como era este caso, que la forma del tanga se marque debajo del vestido como un altorrelieve tallado en el mismo.


El tanga de la mujer era uno delicado y elegante, no una burda tira de tela sujeta a la cintura, sino uno de refinado encaje, tipo “brasileño”, que cubre las caderas y disminuye progresivamente hasta la línea de separación de los glúteos. “Una mujer no anda igual con bragas que con tanga”, se dijo. “Con tanga es como si rotaran las caderas, el culo queda libre de las ataduras de las bragas, y se muestra redondo, prominente y bailarín, en un movimiento sinuoso que insinúa la caricia de la tela por debajo del vestido…”.


Leo se empezó a poner muy nervioso.


La calle inició una pendiente más que ligera, lo cual modificó el movimiento de la mujer e hizo más ostensible la musculatura de sus nalgas. Entonces fue cuando se fijó en sus piernas, morenas, largas, firmes, con los gemelos fuertes, marcados y lustrosos, con los tobillos despuntando y los pies seguros, avanzando uno tras otro, en línea, rítmicamente, como una modelo de pasarela, moviendo el culo con gracia, sin exageración.


Se extasió contemplando ese caminar felino.


Y luego esos hombros, y esa espalda… Leo se sorprendió mirándolos, y a continuación pensando "¡Si lo que tengo que mirarle es el culo!". Unos hombros perfectos, que se movían arriba y abajo al compás del caminar. Y la cintura, por Dios, ¡qué cintura! Una cintura estrecha y larga, muy larga para su estatura, siempre quieta, inmóvil a pesar del movimiento de su grupa. Leo se imaginó situándose tras ella, acariciándola desde arriba, desde los senos, y luego bajar hasta las caderas, afianzarse a ellas para después...


Leo agitó la cabeza para quitarse ese pensamiento de encima.


En ese momento de debilidad se fijó en su pelo, negro y brillante, sin sujeción alguna, despeinado, tal cual, natural, cayendo suavemente sobre los hombros, agitándose con cada uno de sus movimientos, y la imagen de ese cabello cayendo sobre su rostro con la mujer encima de él, cosquilleándole la nariz, se abrió paso con violencia en su imaginación, tan nítidamente que casi pudo oler su aroma, sentir su suavidad enredándose entre sus dedos. Le pareció bellísima cuando se dio cuenta de que a veces giraba la cabeza hacia la derecha, ligeramente, como si le quisiera ver con el rabillo del ojo, de refilón, y entonces la veía de perfil, muy seria, con sus gafas firmes sobre su nariz, ligeramente grande en comparación con el resto de sus rasgos, los labios entreabiertos, gruesos y brillantes, luminosos, como los de una modelo que anunciase un pintalabios.


Leo hubiera jurado que ella sabía que la estaba mirando.


Sucedió entonces que una muchacha muy joven, no mayor de veinticinco años, alta y robusta, vestida con un también muy ceñido vestido blanco, vino a ponerse a su misma altura, y a caminar junto a ella como si fueran juntas. Un hombre maduro que venía de frente a ellas les dedicó una mirada lasciva aderezada con un silbido, ante lo que ninguna de las damas mostró reacción alguna. Leo levantó una ceja mirando al hombre, y éste le sonrió, baboso.


Leo miró la espalda de una y de otra, alternativamente, los hombros, las piernas, la cintura, las caderas y el culo, el movimiento sin música de una junto a la sinfonía de la otra al caminar, dedicando un buen rato a realizar un somero análisis comparativo, concluyendo que no había comparación posible y que realmente hay quien puede y quien no puede. Recordó un dicho habitual del mundo del vino (que él adoraba), y convino en la razón que tenía la sabiduría popular: “La mujer es como un buen vino. A los veinte años es como un vino joven: guapa. A los treinta, como un crianza que despunta: bella. Pero sólo es posible a partir de los cuarenta, como un reserva complejo, ser hermosa.” Y la mujer del vestido de tela de cortina con flores rojas era hermosa, sin duda, mientras la otra, la del vestido blanco, con suerte sólo llegaba a ser guapilla.


Unos minutos después la chica de blanco tomó una calle perpendicular, y Leo de nuevo se quedó solo con la espectacular visión trasera de la dama musical.


Jamás había visto un baile semejante, un pie tras otro, piernas interminables cruzándose al caminar, las caderas aquí y allá… “Esta mujer es como la canción del Rey del Pollo Frito”, pensó: “Cruza las piernas al andar, sus caderas van y vienen y van.”


Van y vienen y van…


Durante unos deliciosos minutos más ambos siguieron ejecutando esa danza consentida, ella unos metros por delante de él, él unos metros por detrás de ella, pensando en acercarse por detrás, abrazarla, fantaseando con que primero se asustara pero que luego sonriera al verle y le ofreciera su boca para besarla… Y pensó: “Cuánto deseo hacer el amor con esa mujer, cuánto lo deseo, Dios mío, así, con ese vestido, recogido en su cintura, ese culo increíble sentado sobre mí, esos pechos pequeños y redondos saltando alegres ante mi cara, y con mis manos sujetándome a esas caderas de ensueño para no caer desmayado...” Leo agitó la cabeza para alejar esos pensamientos que amenazaban con ponerle frenético justo cuando, de repente, casi en la intersección con la calle de Galileo, ella frenó bruscamente y se detuvo frente a un portal. Leo siguió caminando y pasó por su lado muy despacio, muy cerca, tan despacio y tan cerca que pudo aspirar profundamente el aroma a frutas de la mujer, quien le dedicó medio segundo de mirada y medio milímetro de sonrisa perversa, para después abrir la puerta y desparecer en el oscuro portal.


Leo sintió algo extraño, como nostalgia, como morriña, como echar de menos a alguien a quien se ama y no se tiene cerca. Suspiró, caminó un rato más mirando al suelo hasta una bodega próxima a su casa, compró una botella de vino de Toledo para la cena que ya estaría preparando su mujer, y se encaminó a su casa, sin poder quitarse de la cabeza la imagen bamboleante de la mujer del vestido de tela de cortina con flores rojas. Sabía, tenía la certeza, de que no podría olvidarla jamás.


EPÍLOGO

Leo entró en el portal, subió a su piso e introdujo la llave en la cerradura para abrir, pero no tuvo tiempo de girarla porque al otro lado alguien abrió la puerta, como si le estuviera esperando. El rostro anguloso de su mujer apareció en el umbral, con el cuerpo oculto tras el quicio. Le miró a los ojos, le sonrió y le franqueó el paso, apartándose un poco. Leo oyó como se cerraba la puerta a su espalda, y entonces sintió que tiraban de su hombro. Se volvió para encontrarse con su mujer vestida solamente con un tanga rosa y calzada con un par de zapatos blancos de pulsera y tacón de aguja, como los que usan las milongueras de Buenos Aires para bailar el tango. Ella acercó su mano hasta su rostro para hacerle un mimo. Leo, al sentir esa mano tan amada acariciándole la mejilla en señal de bienvenida, la atrapó con su propia mano, y la besó, captando su peculiar olor dulzón a mosto sin fermentar, y se detuvo con besos pequeños en cada uno de sus dedos, todos llenos de anillos, al menos tres o cuatro en cada dedo, anillos dorados, blancos, unos con brillantes, rojos, verdes, amarillos, azules, y otros sin ellos, pulidos o mates, todo un surtido de preciosa joyería que hacía el efecto de alargar esos dedos hasta el infinito.


Su mujer cubrió con sus manos sus mejillas, tiró ligeramente de él hacia abajo hasta acercar su boca de rosa hasta su oído y le susurró, sonriente: “He bailado para ti…”, y luego le besó como sólo ella sabía besarle, a boca abierta y dejándose llevar por su característica pasión salvaje. Él depositó a tientas la botella de vino sobre el mueble de la entrada para dejar sus manos libres, y las llevó a sus caderas perfectas, atrayéndola hacia sí con un tirón seco. Un segundo después las deslizó hasta sus nalgas, agarrándoselas con fuerza, sin dejar de morderle los labios húmedos e hinchados, sin dejar de sentir su lengua caliente jugueteando dentro de su boca.


Unos metros más allá, doblado sobre el respaldo de una silla, aún tuvo tiempo de atisbar el vestido de tela de cortina con flores rojas que su mujer se acabada de quitar para recibirle, justo antes de dejarse llevar por su mano fina con dedos llenos anillados y muñeca tintineante, hasta su habitación.


El vino podría esperar un rato.

martes, 17 de enero de 2012

El chico del ascensor. Por Montse Rius.



Teníamos la hora pillada. Todas las mañanas, a las nueve menos cuarto, coincidía con mi vecino del quinto en el ascensor. Cada día sentía su presencia, su aroma a café con leche y a jabón, y observaba cómo leía ensimismado el periódico que, intuyo, era del día anterior.

La verdad es que empecé a fantasear con esos encuentros. Al principio juro que fue pura casualidad, pero después confieso que hacía por salir a esa hora para encontrarme con él aunque no me hubiera dado tiempo a desayunar o a peinarme adecuadamente la melena.

Mañana tras mañana intercambiábamos monótonos "buenos días" y él no se fijaba más en mí que yo en el botón de "cero" que previamente ya estaba apretado... bueno, o al menos eso creía.

Esa mañana algo en la escena había cambiado. Cuando entré en el ascensor no estaba leyendo como solía hacer, y llevaba el periódico bajo el brazo. Me estaba mirando directamente a los ojos, y esa mirada me pilló totalmente de sorpresa, por no esperada; creo que se me subieron los colores, esos que yo creía olvidados en el cajón de mi adolescencia.

Si no era tonto habría notado mi azoramiento. Pero él seguía mirándome. Recuperada de la primera sorpresa, le devolví la mirada, recreándome, por vez primera, abiertamente en su rostro. Debí ser tan expresiva que se abalanzo sobre mí, regalándome un lento y húmedo beso.

Sin pensar que a quien estaba besando era realmente un desconocido, mi cuerpo reaccionó de inmediato, sustituyendo la inicial tensión por una languidez que claramente descubría mi rendición inmediata.

Se separó un momento para mirarme y, viendo el consentimiento en mi rostro sofocado, me volvió a sorprender con un segundo beso, más rápido e intenso, más agresivo, y noté su lengua a la par que su mano avanzaba sin piedad por la ruta impoluta de mi camisa blanca.

A pesar de ese furioso apasionamiento, parecía tenerlo todo bajo control. Pulsó el botón del "ocho" y el ascensor inició su escalada por el edificio. Eso nos daba unos
segundos añadidos. Su mano me quemaba a través de la blusa y notaba con pudor que toda yo me endurecía respondiendo presta a sus caricias.

Apretados, casi con ira, el calor era insoportable. Yo notaba cómo él estaba tan excitado como yo, su respiración ya no parecía controlada y el bulto en el pantalón no me dejaba ninguna duda. Deslizó suavemente su mano por mi hombro dejando caer mi abrigo, yo le imité gustosa y nos aligeramos los dos. Volvimos a dar al "cero" (esa mañana el ascensor no parecía muy solicitado) y seguimos abandonándonos al momento.

Pegados, más de lo humanamente posible, entrelazamos piernas y brazos, y en un solo movimiento terminó de desabrocharme la camisa. El sujetador me quemaba a la vez que pensaba que lo que estaba pasando era un sueño. Sus dedos, por fin, encontraron el camino de mi piel, y el roce de sus manos me volvió loca. Deseaba corresponder esa caricia, pegarme a su piel sin ninguna barrera que me lo impidiese.

Empezaba a “trabajarme” su cinturón de marca cuando unos golpes en el ascensor nos volvieron a la realidad. Nuestro pequeño “tour” había acabado, y nos recompusimos tan rápido como pudimos.

Al abrir la puerta nos topamos con el aire fresco de esa mañana de abril y las miradas desaprobatorias de unos vecinos que entraron rápidamente al pequeño y caliente ascensor.

Él me hizo un guiño y, lanzándome un beso, desapareció de mi vista en dirección contraria. Y yo me quedé absolutamente confundida y feliz.

Al día siguiente, mi corazón se me salía por la boca. Deseosa y temerosa esperaba con ansia el momento de verle otra vez, pero esa mañana no coincidimos en el ascensor. Ni la otra, ni la otra…

Me armé de valor y le pregunté al conserje por el ejecutivo joven del “Quinto B”. Me dijo que ese piso llevaba muchos meses vacío y que, de hecho, hacía unos días se había vuelto a alquilar a una pareja con dos niños. Por segunda vez quedé absolutamente confundida, pero ya no tan feliz.

Han pasado cinco años de todo aquello y ni siquiera vivo en el mismo lugar pero, aún hoy, me estremezco a veces al subir a un ascensor. Recuerdo tan claramente su rostro, su aroma a café con leche y a jabón que pienso que será él el siguiente que entrará por la puerta.

Siempre será, para mí, el chico del ascensor.

jueves, 12 de enero de 2012

El Pony Blanco. Por Fco. Javier Pérez.



El loft era una prisión en la que los diez se movían como brújulas de carne y hambre, una flor rara y abierta en diez pétalos que se enroscaban y giraban y compartían y replicaban fluidos, fluyendo ellos mismos también de los dos minutos a los tres, de los tres a los siete y así instituyendo la orgía que debería ser la escena final, la corrida a coro que culminase aquella producción directa a Internet, pornografía trabada en la lente y, en sus márgenes, los trazos de cinta aislante en el parqué, las marcas para los operarios de las cámaras y los técnicos de iluminación y sonido que dotasen a la luz y el aire del decorado de esa textura de queso fundido que untaba a los dos actores principales, conspicuos, bien dotados, mazacotes plásticos, animales de pesa, y a las ocho estrellas rutilantes que eran las verdaderas protagonistas del día, y ahora Anastasia, la flacucha y elástica Anastasia, olvidaba su motivación, o quizá se dejaba llevar por ella, al lanzarse a abrir con ambas manos los cachetes del trasero de Tony Thunders, que estaba follándose a Zindy al estilo perro sobre la cheslón a su derecha, y una vez dejado el ano a la vista se dedicó a lamerlo en círculos, la punta de su lengua colándose dentro, explorando un confín que daba genial en pantalla, como Claw estaba lamiendo a Samoa D, tumbada bocabajo en el suelo, sus enormes tetas de silicona asomando por los flancos, cediendo al peso, y Samoa D se mordisqueaba el labio superior, como mandaba el director, y lanzaba una mirada entrecerrada hacia la silla de comedor en la que Hecuba cabalgaba a Furio X, gemía, lanzaba algún gritito y el hombre, en un alarde gimnástico, la alzaba en volandas y le daba la vuelta, sin salir de ella, haciéndola pivotar sobre el glande e invirtiendo la postura, agarrándola por el pelo y obligándola a doblarse hacia delante hasta formar un caballete, despegando el culo de la silla y hundiéndole la verga hondo, cinco veces, nueve veces, sacudiendo las caderas duro para que quedase irrefutablemente captada la longitud exacta de su miembro y cuánto de éste se enfundaba en la chica con cada acometida, y Anastasia restregaba la cara entre las nalgas de Tony Thunders y buscaba a tientas hasta dar con uno de los muslos de Zindy, y Zindy se sacudió en un escalofrío, tomó aliento, lo retuvo en los pulmones y lo expulsó cuando Tony ya no pudo más y se retrajo y se sentó sobre la nariz de Anastasia, que abrió mucho, mucho la boca para que le cupiesen los dos testículos hinchados del actor.

Encerrados los diez en el pulso regular con el que gracias a ellos batía la porción de loft dentro de encuadre, macerando, dotando de sentido a su compartida celda cerúlea por el almizcle derivado de las contorsiones, del encajar y desencajar y deslizarse y escabullirse, partes móviles de un altar inmundo y mecánico, según las consignas que desde una esquina sugería el director, partes móviles supeditadas al cerebro de la bestia de diez proverbiales espaldas que estaban ejecutando aquella última escena, coños, pollas, tetas, culos, rostros como máscaras de la interrupción de la cordura, ángulos de torsión de la espalda, y aleluya cuando Queral y Samoa D se enzarzaron en una tijereta lésbica y sincronizaron sus mohines, y Flaxx rasgó en dos su tanga de látex y se apalancó en el sofá, la coronilla tocando el parqué y las piernas desplegadas sobre el respaldo, para que Furio X se contorsionase sobre ella en cuclillas y la penetrase en movimientos de ascenso y descenso, ascenso y descenso, y Hecuba se fue a por Taylor Muff, que acababa de meter el puño hasta la muñeca dentro de Anastasia, y le pellizcó los pezones y se besaron, enrocándose, y con un teatral sonido de descorche la verga de Tony Thunders cambió la O mayúscula en las tragaderas de Anastasia por la O mayúscula en las de Hecuba, y Queral y Samoa D llegaron a un punto, juntas, que se parecía lo suficiente a un orgasmo como para que pasase por tal, perfectamente engrasadas en la maquinaria de la orgía, en la lógica binaria de los sistemas a dúo, trío y cuarteto del sueño húmedo codificado en la memoria digital de las filmadoras, y, hecho esto, Queral devolvió a Samoa D a Claw, que había estado masturbándose al compás de ambas y ahora alcanzaba su cúspide también y bañaba a la instantáneamente recuperada Samoa D con una eyaculación femenina en arco, y Samoa D se restregó la secreción transparente y pegajosa por esas mamas suyas tan grandes como su cabeza.

Y ahora Taylor Muff, enrojecida de sicalipsis su característica piel del color del almidón de maíz, abofeteaba a Anastasia, que le pedía más, por favor, más, que se estaba yendo, más, por favor, y ahora Claw se turnaba con Zindy y Flaxx para babear la ingle de Tony Thunders con el producto lechoso de las arcadas que les provocaba el hombre al taladrarles alternativamente la garganta, y ahora Queral y Samoa D se toqueteaban y arrastraban los pies despacio, tropezando, hasta el sofá, donde ahora era Furio X quien se follaba a lo perro a Hecuba, en un anal épico con el que dos de las tres cámaras se conjugaron en un zigzag de zoom abierto y zoom cerrado, hasta que Furio X se derramó dentro, y Queral y Samoa D se arrodillaron al borde del sofá y Furio X dio dos pasos atrás y Hecuba apretó el esfínter para que el esperma del actor manase de ella en una fina cascada de perlas sobre los entrecejos de las otras dos.

El par dinámico de la escena, establecido por los protocolos de la industria y refrendado por el caché de los actores, dejaba a Zindy y Flaxx recostadas como odaliscas y sacudiendo la polla de Tony Thunders, expectantes como a una milésima de segundo antes de una demolición controlada, y el resto de elementos compositivos, ya derrumbados, dejaron de existir para la lente, si bien aún se intuía la presencia fuera de cuadro de Anastasia, que embocaba con un quejido un clímax del todo auténtico, y Zindy y Flaxx sacudían y sonreían y sacudían y Tony Thunders ponía los brazos en jarras, y entonces la puerta del loft se abrió, dejando entrar una corriente fría y extática, un reflujo de azules sinestésicos móviles que agitaron la atmósfera del decorado poniendo en pausa toda acción, directriz y pensamiento, y tras la carga de iones que erizó el vello de los diez entró aquel al que llamaban el Pony Blanco, tan desnudo como ellos y bamboleando sus veinte centímetros de pene curvado por la enfermedad de La Peyronie, caminando resuelto a lo largo de aquel espacio de tiempo detenido, un Príncipe Azul del reflujo de iones, una corriente de músculos como tallados en madera, tendón y sangre tamborileando en todas las sienes a la vez, y el Pony Blanco se detuvo frente a Anastasia, once en pausa un momento, once respiraciones contenidas, dos momentos, tres momentos, y el Pony Blanco se agachó y miró a Anastasia a los ojos, la flacucha y elástica y galvánica Anastasia, que se había congelado pinzándose el clítoris con dos dedos, y entre ella y Él se instaló un efecto de retroalimentación que no podía leerse, ni siquiera la cámara podía, como sola y únicamente sexo, hubo un destello, ternura, piedad, compasión, inteligencia, piedad, ternura, compasión, el Pony Blanco besó a Anastasia en la frente, un beso de predicador, de predicador de vida, piedad, ternura, inteligencia y vida, que invalidaba la película entera.

miércoles, 11 de enero de 2012

Secuestro pactado. Por Noelia Martín Montalbán.



—¿Un secuestro? De acuerdo, pero sólo seré la víctima si nos repartimos el botín. A medias —le dije.

—Trato hecho. Aún habremos de esperar unos cuantos días más. Te mantendré sobre aviso. Estate atenta al teléfono.

Con estas palabras nos despedimos. La idea del futuro crimen me rondaba en la cabeza. No iba a ser la autora, ni la instigadora, simplemente la cómplice, la supuesta damnificada. Pero lo único que me interesaba era sacarle la pasta a ese viejo seboso casado y con dos hijos que me quería a toda costa como amante. No sé qué pasa con los gordos millonarios, pero pierden la cabeza por las chicas del cabaret.

—¿Harías lo que fuese por mí? —le pregunté melosa antes de subir al escenario.

—Lo que fuese, con tal de tenerte, gatita.

—Me impresionan sobre todo los actos heroicos. Si corriese peligro, ¿serías capaz de salvarme fuese cual fuese el precio?

—¿Acaso lo dudas?  —dijo fervoroso, y expulsó una bocanada de su aliento fétido sobre mi cara, situada a pocos centímetros. Le sonreí inocentemente.

—Es la hora de mi número... ¡hasta la vista!

Me alejé sin darle más que promesas, como siempre. ¡Ja! Se lo había tragado, el muy bobo se había inflado como un pavo. El pobrecillo no sabía que tenía tratos con la mafia. Tampoco que pretendíamos engañarle. El plan no había salido de un día para otro. Habían hecho falta meses para asegurarme que podía confiar en mi aliado lo suficiente para embarcarme en una misión de tal envergadura, para asegurarme de que el plan estaba bien estudiado y era factible. Estaba dispuesta a correr el riesgo con aquel tipo, pese a que sólo conocía su apodo, “Nighthawk”. La sed de aventura es, si cabe, más fuerte que la sed de alcohol durante la Ley Seca.

El día llegó. Me puse el liguero, aseguré la Colt a mi muslo y dejé caer mi vestido. Me abrigué y salí a la calle. Pese a ser principios de mayo, todavía hacía frío, y más de noche. Seguí exactamente la misma ruta que de costumbre para acudir a mi trabajo. Hacía tiempo que me había prevenido de variaciones en el camino, para que pareciese fácil seguirme el rastro...

La noche era tranquila y las calles estaban poco concurridas. Cuantos menos ojos nos viesen, mejor. De pronto, cerca del lugar convenido, vi su Cadillac v16 aparcado. Él estaba dentro. Me guiñó un ojo justo antes de salir de él, agarrarme con fuerza y arrojarme sobre el asiento del copiloto. Huímos precipitadamente ante la atónita mirada de los pocos testigos que contemplaron la escena.

Una vez dentro del vehículo me despojé de mi abrigo. El bolso lo había dejado caer para que encontrasen mis documentos. Llevaba un par de billetes junto a mi piel, bajo mi pistola. No necesitaba nada más. El conductor me sonrió y acarició mi pierna. Era un hombre atractivo y de pelo negro, cercano a los 30, alto y musculoso, con una cara de bueno y una voz de chiquillo que engañarían a cualquiera. Pero era un mafioso, un delincuente, un traficante, y tenía las manos manchadas de sangre. Era lo más parecido a un guerrero antiguo que se puede encontrar en estos tiempos donde la mayoría son unos blandos.

La adrenalina producida por la fuga y las sirenas de la policía que sonaban a lo lejos me aceleraba el pulso, pero no sólo eso. Con la velocidad que llevábamos, las curvas juntaban nuestros cuerpos y nuestras miradas se cruzaban. Me sonrió y apoyó una mano en mi muslo mientras que con la otra dirigía su coche. Me puse tensa y miré a la carretera.

—No te preocupes, preciosa. Puedo conducir perfectamente de esta manera. Simplemente disfruta del paseo.

—¿Alguna idea para conseguirlo?

Se puso a trastear con mi liguero y con la rejilla de mis medias. Era un juego, un anticipo, y estaba consiguiendo que me ardiese la sangre. Cuando paramos, me atrajo con firmeza y me besó apasionadamente. Me sacó en brazos y me empotró contra la pared con su boca enlazada a la mía y mis piernas entorno a su cintura. Mi vestido crujió y se desgarró. Me dio lo mismo. En cuanto volví a estar en el suelo, le agarré y le estampé contra un buzón. Él tembló ligeramente y se le escapó un rugido.

—Entremos dentro.

Me llevó de la cintura hacia su refugio, un lugar pequeño en los suburbios, dotado del mobiliario justo y con una habitación destinada a almacenar cajas de alcohol. Acercó el dedo a sus labios para pedirme que guardara silencio y llamó al ricachón para decirle que me tenía y exigirle una suma por devolverme sana y salva. Después sacó una botella y un par de vasos. Me sentó de lado sobre sus fornidas piernas y brindamos por el éxito de nuestra empresa. Era ron, y del mejor que había probado hasta entonces. Nos emborrachamos mientras el alcohol se mezclaba en nuestras bocas, nuestras manos hacían de las suyas, nuestros dientes se clavaban en nuestros cuellos y sus musculosos brazos me apretaban contra su cuerpo.

Después me derribó y empezamos a arrancarnos la ropa. Mis dedos notaron alguna cicatriz mientras recorrían su ancha espalda y arrastraban sus uñas por ella. “¿Tipo duro, eh?”. Forcejeamos durante un rato, en distintas posiciones, mirandonos implacablemente a los ojos, imponiendo el control el uno sobre el otro hasta que llegamos al clímax.

—Parece que hace falta que te secuestren para tener un polvo salvaje  —le susurré.

Él rió y me acurrucó encima suyo. Deslizó su palma por mi espalda, volvió a besarme y nos dedicamos unas cuantas carantoñas. Tras cambiar unas palabras nos dormimos. El mafioso, el rufián, el tipo duro, me tenía apretada contra su pecho y descansaba plácidamente. Parecía mucho menos peligroso en aquella situación, no me imaginaba que un asesino fuese tan cariñoso, la verdad. En duermevela, notaba su calidez, su respiración calmada, el cuerpo fuerte y firme en el que estaba apoyada. “Esto sí que es un hombre”.

Abrí los ojos. Vi mi arma sobre su mesilla, al alcance de mi mano, y a él que me sostenía con su brazo y dormitaba ajeno a cuanto pasaba a su alrededor, en una posición completamente vulnerable. ¡Qué inconsciente! Podría cargármelo sin que llegara a enterarse jamás, a él, a un tipo peligroso y buscado por la policía en varios estados. Podría... me erguí levemente y le miré.

—Pero los dos sabemos que no lo voy a hacer, ¿eh gatito?  —le dije con un hilo de voz antes de rozar suavemente mis labios con los suyos y dejarme caer sobre él.

Horas después sonó el teléfono. Era mi incauto admirador, que se ofrecía para llevar la pasta al lugar que le pidiese. Me vestí con pereza, sí que se había dado prisa...

—Debemos irnos, nena. No me apetece en absoluto, pero el trabajo es el trabajo  —le miré y asentí.

Subí al Cadillac con mi captor y nos encaminamos al lugar de la cita. Nos besamos antes de bajar del coche. Allí estaba el gordinflón con la maleta, completamente sólo. Nighthawk me apuntaba a la sien con su pistola. Puro teatro. Era necesario para que colara, pero el brazo que rodeaba mi cintura era más el brazo de un amante que el de alguien dispuesto a volarme la tapa de los sesos. La transacción se consumó y él me liberó. Fingí unas lágrimas y corrí a abrazar a mi rescatador. Está claro que no le permití llegar más allá, era simplemente un peón en mi plan. Me giré para ver cómo se alejaba el coche, perseguido por las sirenas de la policía. Conseguiría escapar. Seguro.

Ahora leo las noticias de mi secuestro y tengo en mi poder mi parte del botín, así como el sabor del ron que compartimos. Fue una buena noche, realmente buena. Estos mafiosos, ya se sabe, son tramposos con el juego y las mujeres. También son como el viento, vienen y van, pero si tengo ocasión, le diré: los besos son como las balas de mi Colt, silenciosos y letales; como ellas, se clavan, muerden y abrasan, dejan huella y roban el alma... así que, si estás dispuesto a acercarte a mí lo suficiente, los usaré para matarte... otra vez.
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