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miércoles, 18 de enero de 2012

El baile. Por Luis Astolfi.




Usa braguitas de algodón y sus sueños no le dejan dormir.
Odia a la gente sin calor, es tan bella como el atardecer.
Cruza las piernas al andar, sus caderas van y vienen y van.
Ella es perversa, ella es perversa, ella es perversa, y si me besa yo me voy a morir.

(“Ella es perversa”, Ramoncín)


LA MUJER DEL VESTIDO DE TELA DE CORTINA

Leo iba sentado en el autobús, en el asiento de la izquierda de la última fila, mirando distraído por la ventanilla cuando el vehículo se detuvo con suavidad al llegar a una parada. Inconscientemente cambió su punto de vista, fijándose sin pensar en los viajeros que subían e introducían con más o menos prisa el bonometro en la maquinita verificadora. Un obrero del Este, alto y rubio, con mono azul blanquecino de yeso, una doméstica sudamericana, baja y morena, con vaqueros ajustados y grandes pechos, un oficinista local con bigote (¿desde cuando está pasado de moda el bigote?), con maletín en la mano y traje a pesar del calor infernal del mes de agosto madrileño, estereotipos de habituales usuarios del transporte público. A cada “plip” de la maquinita, una vida que pasaba sin pena ni gloria ante sus ojos. Se cerró la puerta y el bus se puso en marcha de nuevo. Leo ya volvía su vista a la ventanilla cuando un brusco frenazo casi hizo que su alta frente golpeara contra el asiento de delante. El hidráulico de la puerta sonó de nuevo, abriéndose, y un nuevo viajero rezagado hizo su aparición. Algo raro, los conductores de la EMT nunca interrumpen la marcha emprendida para esperar a un viajero rezagado.



En realidad, casi nunca.


Porque quien apareció en la puerta de acceso, jadeante, sudorosa y sonriente, fue una mujer. Tendría unos treinta y cinco años, quizá más, seguramente cuarenta, considerando su aplomo, pero desde luego no se le notaban. Metro sesenta, pelo negro no muy corto y alborotado, piel morena y brillante, pendientes de perla blanca en las orejas, gafas de sol marrón oscuro Giorgio Armani, bolso de mano Ives Saint Laurent, bolsa de Zara al hombro, zapatos blancos de pulsera y tacón de aguja, como los que usan las milongueras de Buenos Aires para bailar el tango, y el vestido con estampado de flores rojas (de los que él llamaba graciosamente “de tela de cortina”) más ceñido que había visto en su vida.


Leo sonrió.


El vestidito en cuestión, con su falda cuatro dedos por encima de las rodillas, dejaba libres unos hombros de alucinación, brillantes y morenos, y se pegaba a sus pechos, pequeños y redondos (y, claramente, sin un sujetador que los aplastara); la cintura, estrecha, el vientre plano, el ombligo evidente, y las caderas, Señor, ¡qué caderas!, un sueño de caderas, anchas y estilizadas a un tiempo. Entonces la dama, tras agradecer por tercera vez el detalle al conductor, que hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, un tanto azorado, simplemente se deslizó por el pasillo central, sin fijarse en nadie, sin mirar a nadie, sin ver a nadie, con la sonrisa súbitamente esfumada de su rostro anguloso, los ojos escondidos tras las gafas de diseño, moviendo esas caderas impresionantes (porque sus caderas eran impresionantes, no eran grandes, y tampoco pequeñas, sólo eran perfectas), hasta que, con un gesto imprevisto, sin volverse, tan sólo asentó las posaderas y se giró después, situándose varias filas por delante de él, a su derecha, sin permitirle apreciar más de lo que ya había visto. O sea, su retaguardia.


Leo se sintió cautivado irremediablemente por la magia de esa mujer.


Entonces ella situó con un movimiento elegante sus manos en el asiento delantero y se quedó inmóvil, mirando hacia su derecha, por la ventanilla que había más allá del otro asiento vacío. En ese momento apreció sus manos, pequeñas y alargadas, de largas uñas sin pintar, y lo más curioso, con los diez dedos llenos de anillos, al menos tres o cuatro en cada dedo, anillos dorados, blancos, unos con brillantes, rojos, verdes, amarillos, azules, y otros sin ellos, pulidos o mates, todo un surtido de preciosa joyería que hacía el efecto de alargar esos dedos hasta el infinito. Más allá de las manos, dos en cada muñeca, aros de oro tintineaban acompañaban el traqueteo del autobús.


Un minuto y medio después le llegó su olor. Un olor dulce, de perfume único, delicado, suave, que por alguna razón le recordó al jugo de las uvas recién pisadas tras la vendimia, un olor como a mosto aún sin fermentar. Un perfume, curiosamente, que le recordó la noche. Cerró los ojos e inspiró profundamente por la nariz. Se embelesó con ese olor, y se dejó llevar, así, sin abrir los ojos, un largo rato, tan sólo sintiéndose envuelto por ese olor dulzón a mosto que no se iba.


En la siguiente parada abrió los ojos, un poco sobresaltado y temeroso de que la mujer se fuera sin poder echarle un último vistazo y, con suerte, poder apreciar por un segundo su retaguardia, pero ella no se movió del asiento. Y lo mismo en cada parada: ojos cerrados, perfume, ojos abiertos, y vuelta a empezar, repitiendo el ciclo hasta el final del trayecto, en el intercambiador de Moncloa, al que llegaron como media hora después.

Leo esperó hasta que todos los viajeros hubieran bajado, sin perder de vista a la hermosa mujer, que fue la primera en apearse, y se situó tras ella, manteniendo la distancia unos cuantos metros. El deseo era más fuerte que él: necesitaba mirarle el culo. Ella enfiló la calle Fernández de los Ríos a buen ritmo, y Leo la siguió al mismo paso, con su mirada fija en el redondo trasero que, al fin, se adivinaba bajo el juvenil vestido. Leo tardó poco en descubrir que la mujer vestía un tanga. Lo más bonito de llevar un tanga (aparte del hecho de comprarlo y ponérselo para el hombre que la mujer ama, y que él se lo quite con los dientes) es que se sepa que lo lleva debajo de la ropa (falda o pantalón) cuando va caminando por la calle. No que se vea por arriba (como cuando alguna jovencita se sienta en unas escaleras), sino que se intuya, que se adivine, que se transparente un poco o, como era este caso, que la forma del tanga se marque debajo del vestido como un altorrelieve tallado en el mismo.


El tanga de la mujer era uno delicado y elegante, no una burda tira de tela sujeta a la cintura, sino uno de refinado encaje, tipo “brasileño”, que cubre las caderas y disminuye progresivamente hasta la línea de separación de los glúteos. “Una mujer no anda igual con bragas que con tanga”, se dijo. “Con tanga es como si rotaran las caderas, el culo queda libre de las ataduras de las bragas, y se muestra redondo, prominente y bailarín, en un movimiento sinuoso que insinúa la caricia de la tela por debajo del vestido…”.


Leo se empezó a poner muy nervioso.


La calle inició una pendiente más que ligera, lo cual modificó el movimiento de la mujer e hizo más ostensible la musculatura de sus nalgas. Entonces fue cuando se fijó en sus piernas, morenas, largas, firmes, con los gemelos fuertes, marcados y lustrosos, con los tobillos despuntando y los pies seguros, avanzando uno tras otro, en línea, rítmicamente, como una modelo de pasarela, moviendo el culo con gracia, sin exageración.


Se extasió contemplando ese caminar felino.


Y luego esos hombros, y esa espalda… Leo se sorprendió mirándolos, y a continuación pensando "¡Si lo que tengo que mirarle es el culo!". Unos hombros perfectos, que se movían arriba y abajo al compás del caminar. Y la cintura, por Dios, ¡qué cintura! Una cintura estrecha y larga, muy larga para su estatura, siempre quieta, inmóvil a pesar del movimiento de su grupa. Leo se imaginó situándose tras ella, acariciándola desde arriba, desde los senos, y luego bajar hasta las caderas, afianzarse a ellas para después...


Leo agitó la cabeza para quitarse ese pensamiento de encima.


En ese momento de debilidad se fijó en su pelo, negro y brillante, sin sujeción alguna, despeinado, tal cual, natural, cayendo suavemente sobre los hombros, agitándose con cada uno de sus movimientos, y la imagen de ese cabello cayendo sobre su rostro con la mujer encima de él, cosquilleándole la nariz, se abrió paso con violencia en su imaginación, tan nítidamente que casi pudo oler su aroma, sentir su suavidad enredándose entre sus dedos. Le pareció bellísima cuando se dio cuenta de que a veces giraba la cabeza hacia la derecha, ligeramente, como si le quisiera ver con el rabillo del ojo, de refilón, y entonces la veía de perfil, muy seria, con sus gafas firmes sobre su nariz, ligeramente grande en comparación con el resto de sus rasgos, los labios entreabiertos, gruesos y brillantes, luminosos, como los de una modelo que anunciase un pintalabios.


Leo hubiera jurado que ella sabía que la estaba mirando.


Sucedió entonces que una muchacha muy joven, no mayor de veinticinco años, alta y robusta, vestida con un también muy ceñido vestido blanco, vino a ponerse a su misma altura, y a caminar junto a ella como si fueran juntas. Un hombre maduro que venía de frente a ellas les dedicó una mirada lasciva aderezada con un silbido, ante lo que ninguna de las damas mostró reacción alguna. Leo levantó una ceja mirando al hombre, y éste le sonrió, baboso.


Leo miró la espalda de una y de otra, alternativamente, los hombros, las piernas, la cintura, las caderas y el culo, el movimiento sin música de una junto a la sinfonía de la otra al caminar, dedicando un buen rato a realizar un somero análisis comparativo, concluyendo que no había comparación posible y que realmente hay quien puede y quien no puede. Recordó un dicho habitual del mundo del vino (que él adoraba), y convino en la razón que tenía la sabiduría popular: “La mujer es como un buen vino. A los veinte años es como un vino joven: guapa. A los treinta, como un crianza que despunta: bella. Pero sólo es posible a partir de los cuarenta, como un reserva complejo, ser hermosa.” Y la mujer del vestido de tela de cortina con flores rojas era hermosa, sin duda, mientras la otra, la del vestido blanco, con suerte sólo llegaba a ser guapilla.


Unos minutos después la chica de blanco tomó una calle perpendicular, y Leo de nuevo se quedó solo con la espectacular visión trasera de la dama musical.


Jamás había visto un baile semejante, un pie tras otro, piernas interminables cruzándose al caminar, las caderas aquí y allá… “Esta mujer es como la canción del Rey del Pollo Frito”, pensó: “Cruza las piernas al andar, sus caderas van y vienen y van.”


Van y vienen y van…


Durante unos deliciosos minutos más ambos siguieron ejecutando esa danza consentida, ella unos metros por delante de él, él unos metros por detrás de ella, pensando en acercarse por detrás, abrazarla, fantaseando con que primero se asustara pero que luego sonriera al verle y le ofreciera su boca para besarla… Y pensó: “Cuánto deseo hacer el amor con esa mujer, cuánto lo deseo, Dios mío, así, con ese vestido, recogido en su cintura, ese culo increíble sentado sobre mí, esos pechos pequeños y redondos saltando alegres ante mi cara, y con mis manos sujetándome a esas caderas de ensueño para no caer desmayado...” Leo agitó la cabeza para alejar esos pensamientos que amenazaban con ponerle frenético justo cuando, de repente, casi en la intersección con la calle de Galileo, ella frenó bruscamente y se detuvo frente a un portal. Leo siguió caminando y pasó por su lado muy despacio, muy cerca, tan despacio y tan cerca que pudo aspirar profundamente el aroma a frutas de la mujer, quien le dedicó medio segundo de mirada y medio milímetro de sonrisa perversa, para después abrir la puerta y desparecer en el oscuro portal.


Leo sintió algo extraño, como nostalgia, como morriña, como echar de menos a alguien a quien se ama y no se tiene cerca. Suspiró, caminó un rato más mirando al suelo hasta una bodega próxima a su casa, compró una botella de vino de Toledo para la cena que ya estaría preparando su mujer, y se encaminó a su casa, sin poder quitarse de la cabeza la imagen bamboleante de la mujer del vestido de tela de cortina con flores rojas. Sabía, tenía la certeza, de que no podría olvidarla jamás.


EPÍLOGO

Leo entró en el portal, subió a su piso e introdujo la llave en la cerradura para abrir, pero no tuvo tiempo de girarla porque al otro lado alguien abrió la puerta, como si le estuviera esperando. El rostro anguloso de su mujer apareció en el umbral, con el cuerpo oculto tras el quicio. Le miró a los ojos, le sonrió y le franqueó el paso, apartándose un poco. Leo oyó como se cerraba la puerta a su espalda, y entonces sintió que tiraban de su hombro. Se volvió para encontrarse con su mujer vestida solamente con un tanga rosa y calzada con un par de zapatos blancos de pulsera y tacón de aguja, como los que usan las milongueras de Buenos Aires para bailar el tango. Ella acercó su mano hasta su rostro para hacerle un mimo. Leo, al sentir esa mano tan amada acariciándole la mejilla en señal de bienvenida, la atrapó con su propia mano, y la besó, captando su peculiar olor dulzón a mosto sin fermentar, y se detuvo con besos pequeños en cada uno de sus dedos, todos llenos de anillos, al menos tres o cuatro en cada dedo, anillos dorados, blancos, unos con brillantes, rojos, verdes, amarillos, azules, y otros sin ellos, pulidos o mates, todo un surtido de preciosa joyería que hacía el efecto de alargar esos dedos hasta el infinito.


Su mujer cubrió con sus manos sus mejillas, tiró ligeramente de él hacia abajo hasta acercar su boca de rosa hasta su oído y le susurró, sonriente: “He bailado para ti…”, y luego le besó como sólo ella sabía besarle, a boca abierta y dejándose llevar por su característica pasión salvaje. Él depositó a tientas la botella de vino sobre el mueble de la entrada para dejar sus manos libres, y las llevó a sus caderas perfectas, atrayéndola hacia sí con un tirón seco. Un segundo después las deslizó hasta sus nalgas, agarrándoselas con fuerza, sin dejar de morderle los labios húmedos e hinchados, sin dejar de sentir su lengua caliente jugueteando dentro de su boca.


Unos metros más allá, doblado sobre el respaldo de una silla, aún tuvo tiempo de atisbar el vestido de tela de cortina con flores rojas que su mujer se acabada de quitar para recibirle, justo antes de dejarse llevar por su mano fina con dedos llenos anillados y muñeca tintineante, hasta su habitación.


El vino podría esperar un rato.

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