Traducir página y relato

lunes, 7 de mayo de 2012

Nacimiento. Por Ángel Luis Sucasas Fernández.



El tiempo comenzó a correr. Dos minutos. En el umbral de la vida y de la muerte.

Miguel cubrió la cabeza de Ana con la bolsa de plástico, pulsó el contador del cronómetro y penetró por detrás a su esposa.

Treinta segundos.

La pelvis de Miguel chocaba y chocaba contra las nalgas de su mujer. Cada vez más deprisa. Cada vez más brutal. No había aceites que mitigaran el dolor. Ni saliva. Solo sequedad, dureza y dolor. Un dolor blanco que pronto se haría rojo.

Un minuto.

La bolsa pegada a las mejillas, a los labios, a la garganta, invadiendo el paladar deseoso de gustar el aire que le era negado. Y el pistón subiendo y bajando. Y la carne rozándose y abriéndose. Y la sangre fluyendo.

Un minuto y medio.

El éxtasis muy cerca ya, casi al alcance, mostrando su belleza cercana pero sin dejarse alcanzar aún. Miguel, una máquina perfecta, el sueño del Gran Arquitecto, entregado sin resistencias a los dictados de su condición. Ana, la virgen del dolor, ultrajada, humillada, bordeando la muerte; tal y como quería sentirse.

Dos minutos.

El éxtasis no llegaba aún. Ni tampoco la alarma.

Dos minutos diez.

Jadeos y silencio. Jadeos y silencio.

Dos minutos veinte.

Un largo gemido que crecía, crecía y crecía. Miguel tocó el éxtasis. Y su semilla derramada se mezcló con la sangre.

Pero algo había ocurrido ya. Algo malo. Ana no se movía. Un líquido más carmín que blanco fluía de su interior, único signo de vida en un cuerpo desmadejado; marioneta sin hilos.

Miguel quitó la bolsa, le tomó el pulso, no lo encontró. Miró el cronómetro sobre la mesilla de noche.

Y sí, aunque él pulsó el contador que lo haría andar hasta la voz de alarma en los dos minutos, la aguja no se había movido. Ni un solo segundo.



Eso fue hace dos meses.

Ahora, Ana está de vuelta en casa, al fin, tras casi rendirse a la muerte durante dos largas semanas en el limbo. Miguel vuelve a trabajar ya, al otro lado de ese cubículo de cristal medio escondido por las venecianas que marca la distancia entre la cabeza y los meros miembros.

Miguel atiende el teléfono, consulta el mercado de valores, toma decisiones por el precio de muchos hombres y consume café tras café. Pero su agresivo retorno es solo un tigre de papel, por mucho que ruja y enseñe las garras. Pues el tigre tiembla como una hoja entre latido y latido, temiendo que no sea el teléfono sobre su despacho el que suene, sino aquel que lleva en el bolsillo de su pechera, aquel que zumba ya, haciéndole cerrar los ojos pesadamente y musitar una plegaria.

Es un mensaje multimedia. Un vídeo. Muestra unas piernas abiertas y un sexo de mujer y un dedo entrando y saliendo de él, embebiendo su húmeda tibieza.

Miguel conoce lo que ve. Ana. Ana y los misterios de la carne. Ana y las tinieblas que los devorarán a ambos.

Pero, ¿qué puede hacer él? Nada. Nada desde que esa radiografía dijo una verdad que quebró el alma de Ana en pedazos. Su seno no era el jardín salvaje, frutos esperando ser tomados, sino un yermo desierto, donde nada crecería hoy. Ni mañana.

Así que los placeres de alcoba cambiaron. Ya no bastaba con juguetear con las normas, con hacer más flexible el doble ente en que se unían para aliviar el dolor, el vacío de negro hielo que había dejado en sus vidas aquella radiografía. Ahora eso no bastaba. Ahora Ana pedía más.

Bondage, parafilias, humming, fisting... Raras voces de un vocabulario prohibido.

Pero solo ellos dos. No más que ellos dos. Unidos en el dolor, el deseo y el amor de las bestias.

El móvil zumba otra vez. Miguel se pierde la pregunta de un subordinado, le pide que la repita sin entenderla aún. Zumbidos y zumbidos. Retira a ese muchacho de Harvard deseoso de humillarse ante el rey y vuelve, ya en soledad, a mirar su móvil.

Esta vez es un mensaje. Pocas palabras. Solo dos.

Noche especial.

Y Miguel no reprime el escalofrío.



Al llegar a casa, velas como única luz. Extraños candelabros de fuste salomónico. La gran lámpara de araña del vestíbulo brillando con mil visos bajo el trémulo resplandor.

Y una voz.

–Ven. ¡Ven!

Miguel vuela al dormitorio.

Y no cree lo que ve.

Colores en la pared, en el suelo y en el cielo raso. Y formas extrañas dibujadas con tiza, formas que hablan del diablo y de las brujas.

También las hay en el cuerpo desnudo de Ana, que ya no luce su piel de alabastro más que en rostro, manos y pies, pues un complejo dibujo, que recuerda a los múltiples anillos de una serpiente enroscada, cubre en coloridas escamas sus formas del deseo.

–Ven. ¡Ven! –es todo lo que dice Ana–. ¡Ven!

Miguel va. Se deja desnudar, besar, excitar, besa también, da placer, lo recibe, penetra, goza del calor...

Pero algo pasa. Algo distinto a toda anterior ocasión. Una fuerza invisible. Una garra de hierro que une los dos cuerpos como si fueran uno más allá de la metáfora. Los une literalmente.

Torso con torso, venas con venas, huesos con huesos. Miguel, horrorizado, intenta evadirse, pero Ana lo fuerza a seguir a su lado; aunque bien inútiles son ambos esfuerzos, pues sus cuerpos ya comparten glándulas, vísceras y carne.

–Lo hago por nosotros, amor –susurra Ana–. Por él. Por nuestro pequeño.

El grito de Miguel se pierde cuando su garganta se transforma en otra cosa, roja y palpitante.

Y el último rasgo de lo que fue antes pareja, un ojo femenino y victorioso, sumido en el éxtasis, desaparece en la nueva y vacilante anatomía.

Ensangrentada, vuelta del revés, batiburrillo de órganos y fluidos perdiendo su anterior propósito, palpita sin orden ni concierto. Pero pronto las células interpretan la nueva melodía y se contraen, desechando lo viejo y conformando lo nuevo. Donde había dos, uno. Y así se va sucediendo.

Al final, un nuevo cuerpo sobre el despojo y la escoria. Un cuerpo de un muchacho, casi de un niño, joven aún para el bozo pero viejo ya para temer a la oscuridad.

Tiene dos hermosos ojos, uno de madre y otro de padre, y su disonante color es en verdad voz de excelsa armonía.

Sus labios perfectos, aún por mancillar con el deseo y la palabra, moldean su primer mensaje.

–Madre. Padre. Os siento en mí. Dos es uno. Uno es dos.

Y así es.

Una nueva puerta abierta al goce; a los placeres; a la vida y a la muerte.

Una nueva puerta que cruzarán los tres.

Sagrada familia.

Sublime nacimiento.

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