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lunes, 11 de junio de 2012

Ama. Por Trix Domina (Diana Muñiz).



El olor de la cera quemada se introduce por mis fosas nasales y ya no sé si la neblina que empaña mi visión es real o son brumas que enmarañan mi mente y juegan con ella como un gato juega con un ovillo de lana. ¿Un ovillo de lana? No, un ratón. Un ratoncillo asustado que sabe que por mucho que corra no tiene escapatoria y aun así persiste en su empeño, alargando su agonía.

La mordaza ahoga mi grito de dolor cuando la cera caliente se derrama sobre mi pecho. Arqueo la espalda y alzo el pecho. Intento evadirme, pero la presa de mis manos no sabe de piedad ni cede ante mis ruegos. Porque… quiero escapar, ¿verdad?

El dolor. «A nadie le puede gustar el dolor», recuerdo tu comentario, amor mío. ¿Por qué estoy haciendo esto? «No está bien», me digo, y sé que es la mordaza la que impide que lo diga en voz alta. No importa que la erección se acreciente a cada instante y sea una tortura en sí misma al comprimirla en la estrecha prenda de cuero negro.

Si pudiera soltarme…

No es solo la mordaza. No son solo las esposas. Me siento tan… humillado, indefenso. Soy como un muñeco y, mírala, ella se ríe, disfruta con todo esto. Porque lo sabe, sabe que de verdad es el Ama.

Aparto la mirada de ese par de senos turgentes que me contemplan desafiantes, enmarcados en brillante látex negro. Busco cualquier cosa que me recuerde quién soy, que me permita aferrarme a mi condición de ser humano y no me reduzca a un mero pedazo de carne. Tu cara sonriente me responde desde la foto familiar, cariño, con nuestra pequeña en brazos. «Esto no está bien», me repito y aprieto la mordaza con los dientes y cierro los ojos con fuerza cuando la cera cae sobre el tanga que cubre mi hombría en toda su holgura.

Si pudiera soltarme…

Ella me contempla con ojos viciosos a través del anonimato que le confiere su antifaz. Sonríe, libidinosa, mientras inclina la vela sobre mi abdomen. La gota de cera roja se recrea y cae, escurriéndose por el tallo del cirio con agónica lentitud, antes de desprenderse y quemar mi piel. Gimo de nuevo. Pero esta vez, el dolor es aplacado por la saliva cálida de una lengua hambrienta. Bajo la vista y la veo allí. Jugando. El gato que juega con el ratoncillo indefenso.

Si pudiera soltarme…

—Te has portado mal —me dice, y su voz tiene la cadencia grave y sensual del terciopelo al deslizarse sobre el raso—. Necesitas ser castigado.

Grito en silencio cuando sus uñas felinas penetran mi piel, rompiéndola. La sangre se desliza por la herida abierta. Ella la caza con un movimiento rápido y preciso de su lengua y la traga con una sonrisa de suficiencia. Se inclina sobre mí, se frota contra mi miembro y creo que voy a enloquecer. Él late, crece, palpita y duele. Protesta y pelea por su libertad, pero su lucha es vana.

Si pudiera soltarme…

Si pudiera soltarme arrancaría la capa de látex que cubre ese cuerpo pecaminoso. Devoraría esos pechos como si fueran mi última cena y daría la ansiada libertad a mi maltrecho compañero enseñándole aquello que debería comprimirle. Y la haría gritar. ¡Oh, sí! Gritaría y me pediría más. Mucho más.

—¿Quieres más? —me pregunta mi Ama, paseando un pezón a la altura de mis labios. Tan cerca y a la vez tan lejos. Su mano se pierde en mi entrepierna acariciando al dolorido cautivo, aumentando su rebeldía y sus ansias de libertad—. ¿Y si soltara esto? —dice, jugueteando con los cierres de la prenda—. Se me ocurren muchos juegos divertidos… Aunque podría seguir así. Viéndole crecer. ¿Podrá el cuero resistir toda la presión a la que está sometido? Podría jugar a ver si puedes liberarte tú solo. Creciendo y creciendo…

Sus labios se pasean sobre el cuero, prometiendo cosas que no van a cumplir pero que creo y anticipo. Y las leyes de la física se rompen de nuevo: algo tan grande no puede crecer más, y aunque parezca mentira sigue creciendo.

—¡Mamá! ¡Tengo pis! —La aguda voz de Irene nos devuelve a la realidad.

María se quita el antifaz rompiendo así el hechizo, y se apresura a buscar una bata para cubrir su disfraz mientras abre la puerta y desaparece por ella.

—¡Ya voy, cariño! —La oigo gritar por el pasillo.

Y me quedo allí. Solo. Atado, amordazado y aún torturado por mi propio cuerpo. «¡La próxima vez, se queda con mis padres!».



Lunes por la mañana. María prepara el almuerzo a su marido, Ramón, y le despide con un beso en la mejilla y una sonrisa cómplice. Luego vuelve a la cocina y prepara el desayuno para Irene, su pequeña de tres años. Nadie sabe que bajo esa camisa impecablemente planchada, Ramón oculta las cicatrices de una noche de pasión. Y es que María está orgullosa de ser una perfecta ama de casa.

En todos los sentidos.

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