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lunes, 30 de abril de 2012

El maniquí. Por Beatriz García.


Cuando Alfredo murió, hacía tresmeses que habían vuelto de la luna de miel. Junto al pagaré de la corona deflores, la otra corona, menos suntuosa y más alegre, recuerdo de sus vacacionesen Hawái. La Costurera hubo de empeñarse para pagar el sepelio y mudarse a lacasa de su madre, y ahora eran dos viudas atrapadas en una jaula de papelpintado con un caniche hiperactivo. Conservaba las fotografías de su enlace, elvestido de boda y el negocio, una pequeña tienda de corte y confección quehabían abierto justo antes de casarse y que fue la penúltima morada de sumarido, o la última aún con vida, quien tuvo una muerte a lo Juvenal Urbino, encaramadoen una silla, tratando de alcanzar una pieza de raso, perdió el equilibrio ycayó llevándose el raso y una veintena de rollos de tela que lo sepultaron; muertepor exceso de vestido. Y eso que a Alfredo siempre le gustó ir desnudo por lacasa, pensaba tristemente La Costurera cada vez que, en mitad de la noche, seenfundaba su vestido de novia y bajaba al sótano de la tienda para sentarse aoír el silencio, quizás esperando que, de existir los espíritus, el de su maridotodavía permaneciera entre el raso y las gasas.

Pero una de tantas noches, notóuna respiración cálida en su cuello y un susurro grave lamiéndole el lóbulo dela oreja:

Menudo culo tienes, vida. Te lovoy a morder entero.

La Costurera palideció. Siguiócon la mirada un serpenteo bajo su falda sin atreverse a mover:

¿Alfredo? Alfredo, ¿estás ahí?

¡Quítateesas condenadas enaguas! Ese tafetán parece una cámara acorazada…

¡Estul! gimió La Costurera saltando por el almacén, mientras los dobladillos de la falda eranlevantados por invisibles dedos en garra y la flor de crespón situada en su coxiscaía al suelo de un tirón ¡Alfredo, por Dios!

Suéltateel pelo, déjame que te lo huela susurró la voz del difunto. La Costurera se detuvoaterrorizada, viendo saltar sus horquillas, los dedos inmaterialesacariciándole el cabello y un viento frío en la nuca, luego en la mejilla, ahoraen el labio, un trémulo mordisco y, al palparse la comisura, la sintió húmeda.
Chilló manoteando el aire, seencerró en el baño y echó el pestillo, acurrucándose junto a la puerta,abrazada a sus gasas y sus frufrús, obscenamente asustada, terriblemente excitada. Aún podía escuchar la respiración deAlfredo arañando el contrachapado con la desesperación de un perro hambriento.

¡Abre,nena, por Dios! Yo te quiero más quea nadie suplicóel espectro.Tú no sabes lo que he sufrido viéndote cada noche aquí sola.

Alfredo,mi amor, tú estás muerto ¡Es un sueño, una alucinación! Me estoy volviendo loca…

Comoyo, amor mío, del deseo de verte y no tenerte. Este deseo tan grande…

La Costurera se apoyó en lapuerta y se apretó contra la madera para oír las sombrías palabras; al otrolado, el difunto, imaginó, hacía lo mismo y era como un abrazarse entre mundos.

Abre la puerta. ¡Ábrela!

Solo si no te mueves. ¡Júralo!

Hubo unos segundos de silencio yfantasmagóricos rebuznos. Finalmente, Alfredo accedió. La Costurera abrió lapuerta. El almacén estaba en silencio, la flor de crespón y la mantilla en elsuelo, pisoteadas.

Alfredo,¿dónde estás?

Nadie contestó.

Sobresaltada, comenzó a hiparpensando que su marido se habría marchado.

¡Alfredo! ¡Alfredo!

De uno de los estantes más altos,cayó un rollo de raso y rodó hasta detenerse frente a un maniquí. La Costureracontempló la muñeca, era uno de esos modelos femeninos de plástico, calvo y conpechos. Se aproximó con más curiosidad que temor y golpeó la calva cabeza.

Déjatede tonterías y desnúdate, que no tengo malditos brazos para arrancarte la ropa.¡Quítate el corsé y restriega las tetas contra las mías!

Alfredo,esto es una guarrada. ¡Soy una mujer casada!

Yyo tu marido.

Nocreo que te vayan a dejar entrar en el Cielo con tanta perversión.

Daigual, me quedaré aquí contigo.

A La Costurera se le iluminó lamirada: “Conmigo, siempre juntos, mi amor”. Desabrochó el botón de su falda y se inclinó con presteza para deshacerel infinito cordón cruzado a su espalda. Cayeron los tules a sus pies y losapartó con el tacón del zapato, haciendo estallar el corsé por la ebullición desu pecho a punto de eclosionar de la emoción de saberse ya siempre con él, portoda la eternidad, aunque fuera bajo la apariencia de un maniquí de mujer. Alfin y al cabo, pensó, todos los hombresacaban calvos y con pechos tarde o temprano, solo es cuestión de tiempo.Trató de soltar los corchetes de susostén, pero se resistían, y los jadeos infrahumanos, como desde la profundidadde un pozo, enervaban sus ánimos. En un rapto de desesperación, se arrancó elsujetador, y agarrando la cabeza de plástico quiso introducir el pezón entre suslabios, pero estaban sellados.

¡Abre la boca! leexhortó, la maraña de cabello revuelto cayendo sobre sus hombros desnudos.

¡Nopuedo!

Buscó enloquecida por la mesa de costura hasta dar con lastijeras, agujereó sin miramientos la boca del maniquí e introdujo con cuidadosu pezón.

¿Asíestá bien?

Sí,amor, sí. ¡Date placer!

Tomó la mujer al maniquí entre sus brazos y estirándolo enel suelo, se sentó sobre la inanimada cabeza. Pero como Alfredo solo gruñía yella no sentía nada, empezó a cabalgar sobre esta, utilizando la nariz a modode consolador.

Ay, Alfredo, tienes una nariz tan pequeña… Apenas siento.

¡Malditocanon! ¡Mastúrbate, vamos!

Sinunca te ha gustado…

¡Nena,no tengo pene! Así que córrete y, por Dios, procura mancharme.

La Costurera dudó. Sus manos tantearon el pelo ralo de suvagina. Se fijó en que los rizos oscuros cubrían los labios del maniquí como unincipiente bigote que le recordó al de su marido; ahora era más fácil, sóloacariciar el vello e introducir los dedos en la húmeda cavidad, mientras quecon la otra mano se cacheteaba el trasero, como solía hacer él, pellizcando lacarne firme. Alfredo se desgañitaba en obscenas lisonjas, relataba con todasuerte de detalle la primera vez que la penetró en aquella excursión a lamontaña. “Te tocaba las tetas bajo el polar rosa, ¿te acuerdas? Tenía loshuevos llenos de tierra de lo que te movías”. Y ella sonreía acariciando elaséptico rostro del maniquí.

Mírame le suplicó. Mírame cómo disfruto yestirando sus brazos para alcanzar de nuevo las tijeras, horadó los ojos de lamuñeca e introdujo el dedo mojado a través de la nacida oquedad imaginando quese lo insertaba en el ano. Todos los hombres desean alguna vez que lossodomicen, se dijo. Y era éste un sadismo en la mirada, horadar los ojos de unmaniquí, sodomizarlo a través de la metáfora.

¿Sabesque había un tipo espiándonos en aquella primera excusión, masturbándose comoun animal tras unos matorrales? No te lo dije para que no te asustaras continuóAlfredo, y La Costurera imaginó la sonrisa satisfecha en sus labios, bajo unosbigotes que eran de ella, como el placer y como el secreto de que aquellaprimera vez también se había sentido observada, excitada por el balanceofrenético de los matorrales tras los que se ocultaba el voyeur. “No supistenunca que modulaba mis movimientos a los temblores de las ramas, un sexo a tres”,pensó, mientras el flujo caliente chorreaba por el blanco cuello del maniquí yen las arrugas de la boca se formaba pequeños canales estancos que Alfredo nopodría degustar, porque de la misma forma que no tenía pene tampoco teníalengua, y ella quiso explicarle cada sensación como al ciego al que se lesdescribe un cuadro, y acercándose al impertérrito rostro chupó con fruición suspropias secreciones y se le antojaron saladas y deliciosas. Volvió amasturbarse. Entonces Alfredo ya no hablaba, respiraba ruidosamente, o era supropia respiración cálida sobre el muñeco desnudo la que moteaba de gotas deagua la frente pegajosa de tanto acariciar la calva cabeza con los dedos. Gritóal llegar al clímax y le pareció que el plástico se derretía bajo sus muslos,sus rodillas ejercían tal presión que las mejillas de la muñeca se habían vueltocóncavas y daba la impresión de que le estuviese robando el alma, como si amedida que eyaculara ella, Alfredo fuera entrando dentro. Devorándose, lodevoraba. Desde el fondo de su garganta, emergió un torrente de semen, como ácido, y hubo deabrir la boca, de dejarlo ir para no ahogarse en el líquido blancuzco que sabíaa sopa de sobre y a pollo, tal vez porque aquel era el sabor de la muerte. Yuna vez lo hubo arrojado, se dejó caer con pesadez junto al maniquí.

Nunca más volvió a tener sexo con fantasmas, pues descubrióque para enhebrar una aguja con una misma bastaba.
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