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lunes, 4 de junio de 2012

Serial Killers. Por Víctor Miguel Gallardo Barragán.


Yo no sabía por qué estaba allí, por qué había querido estar allí. Reunión de antiguos alumnos, un eufemismo placentero para definir una lucha de varias horas entre el alcohol y los egos. Habían pasado diez años desde que nuestra promoción se graduó; éramos los mismos de entonces, pero de forma sutil también éramos diferentes. Quien más y quien menos había engordado o encanecido, no me refiero a eso: los cambios no estaban tanto en la superficie como en el interior de cada uno. Los caracteres, algunos, se habían agriado por el peso de una década de precariedad laboral y sueños deshechos en las espaldas. Los matrimonios habían hecho acto de presencia, y también la maternidad, aunque esta siempre por debajo de lo esperable dada la crisis económica que maniataba las esperanzas de ser padres de los más cautos. La treintena pesaba para unos y otros, para los que ya eran padres y para los que no podían permitírselo, e incluso para los que no se preocupaban por ello, y para todos la edad empezaba a ser una losa. Los casados miraban de reojo a los solteros, envidiándolos, y estos hacían lo propio con los poseedores de anillos de oro o platino, todos sujetos a las reglas de un juego estúpido que asemeja al cuento de la vaca y los prados más verdes de más allá del vallado.

Yo no, yo era feliz en mi inconsciencia, en mi devenir diario que asemejaba más al de un estudiante de dieciocho que al de un asalariado de treinta y tres. La litrona en el parque, el cine-club universitario, las escapadas a calas indómitas con amigos, todo parecía anclado en el pasado excepto yo mismo en mi continente, cada vez más calvo, cada vez más gordo, cada vez más satisfecho conmigo mismo y más cínico para con los demás. Pero seguía preguntándome por qué estaba allí, por qué había querido estar allí justo esa noche, rodeado de las tristes y ajadas sombras del pasado que eran mis antiguos compañeros de facultad, lo que quedaba de ellos.

Hasta que la vi entrar a ella en el pub. Fue entonces cuando recordé, sin asomo alguno de duda, que mis pasos habían sido guiados, desde el mismo momento en que recibí la invitación en mi correo electrónico y hasta que traspasé el umbral del bar con una falsa sonrisa de reconocimiento de oreja a oreja, por sus ojos, sus labios y su pelo, que me llamaban desde la distancia de aquellos diez años con la fuerza inhumana del amor no correspondido, del deseo insatisfecho.

¿Qué la guiaba a ella hasta allí?, me pregunté mientras, esta vez sí, sonreía de forma sincera y le estampaba en sus mejillas los dos besos de rigor.

Bea estaba guapa. Siempre había sido una chica guapa, guapa sin aspavientos, de esas ante las que no te giras en la calle. De las otras, de las que, en noches de borrachera con amigos, reciben tus ebrios mensajes de texto farfullando obviedades, pidiendo torpemente un poco de atención. “Me estoy acordando mucho de ti esta noche”, recuerdo que le escribí con mi móvil en una ocasión, cuando en el culmen del trinomio botellón-bar de chupitos-discoteca me descubrí pensando en ella y no en otra. “A ver si quedamos para tomar un café”, otro mensaje recurrente que ocultaba las verdaderas intenciones, las de tomar todos los cafés del mundo cada mañana del resto de nuestras vidas, juntos y arremolinados en torno a una mesa de cocina con tostadas recién hechas.

Bea estaba guapa y yo, al recordar todo esto, suspiré. “¡Amores de juventud!”, me dije, observando condescendiente a mi yo del pasado. Después de una década, Bea estaba guapa y yo más calvo, más gordo y mucho más seguro de mí mismo. Me gustaba el cambio.

De repente todos desaparecieron para mí. Aquello ya no era una reunión de compañeros de clase, sino una cita con Bea, una cita en la que el resto de la gente formaba parte de la morralla que en toda red de pescador aparece. No cabía la posibilidad siquiera de considerarlos como público, eran más bien el atrezo tosco, en algunos casos incluso desagradable, que algún chistoso dios había querido para nuestro reencuentro. Bea también pareció notarlo, y desde un primer momento, y tras haber saludado cortésmente a la piara de treinteañeros, buscó mis ojos con una súplica inaudible.

Guns´n´Roses sonando a destiempo en los bafles del local. Pasamos a una vieja balada de Roxette, y yo me acerco a ella, deposito mi copa cerca de la suya, y me intereso por su vida. Ella habla y habla, acercando mucho sus labios a mi cara. ¡Bendita música de los noventa, con sus altibajos portentosos! ¡Enhorabuena, deejay de baratillo, por atronarnos a conciencia! ¡Gracias, concejalía de Medio Ambiente, por no interferir en mi noche de gloria! Ella hablaba de la relación con su chico mientras sonaban Scorpions. De su trabajo mal pagado en una editorial mientras yo seguía el ritmo de Kula Shaker con los pies. Nos encaminamos a la segunda copa (ginebra yo, ron ella) al tiempo que aparecían los primeros acordes de los inefables U2. Cuando Blur, Oasis y Supergrass entraron a escena ya estábamos tan cerca el uno del otro que lo difícil era no tocarnos. Y, en las distancias cortas, ella seguía estando guapa, tan guapa como sólo una mujer de treinta y tantos puede estar.

La tercera copa llegó a nuestras manos, y ya no había marcha atrás. Yo dije algo inconveniente, algo que hizo referencia a mi enamoramiento de entonces y al deseo de ahora, y, sin dejarla reaccionar, di la vuelta y me fui hacia el aseo. Allí me tomé todo el tiempo del mundo mientras, fuera, sonaban más éxitos mustios de VH1. No las tenía todas conmigo, esa es la verdad, cuando abrí la puerta para enfrentarme a la oscuridad del local, encomendándome, yo, que no soy religioso, a todos los santos del almanaque; pero ahí estaba ella, apoyada en el quicio de la puerta del baño de señoras y con su ron a medio beber en la mano, mirando nerviosa alternativamente hacia la barra y hacia mí, como si quisiera cerciorarse de que nadie la observaba esperar. Yo me acerqué y ella abrió la puerta del aseo. Dio dos pasos a su interior y se volvió para sostenerme la mirada. No quedaba otra cosa más que recoger el guante, traspasar el umbral y cerrar la puerta tras de mí.

Entonces, hace diez años, yo jugué su juego. Ahora ella haría lo propio con el mío.

Bea dejó el cubata sobre el lavabo y, de espaldas a él, apoyó sus manos en el granito del que estaba hecho con los brazos muy pegados a su espalda. Avancé hasta ella y puse dos dedos en su cintura. Acerqué mi cabeza a la suya y, con la mano libre, aparté el pelo castaño de su cara.

—Sólo te tocaré cuando me lo pidas —le dije, acariciando con mis labios casi su oreja mientras que, contradiciendo mis palabras, mis dos dedos en su cintura se deslizaban unos centímetros hacia su espalda.

Ella no pestañeó, y yo tuve la certeza de que estaba segura de no llegar jamás a ese extremo. Volví a inclinarme hacia ella.

—Estamos en los lavabos de un garito para gente de nuestra edad, no seríamos los primeros en enrollarse aquí. Estoy seguro de que estas baldosas y estos azulejos han sido testigos de bastantes cuernos. Pero yo no quiero enrrollarme contigo. Ya no tenemos veinte años, ni estamos enamorados. Yo quiero follarte.

Mordí suavemente el lóbulo de su oreja, y ella puso instintivamente una mano en mi pecho. Yo di un paso hacia atrás, apartándome.

—No me has entendido, Bea. Llevo queriendo besarte desde la primera vez que te vi. Las clases ya habían empezado unas semanas antes, pero tú te habías matriculado a última hora, y encima llegaste a aquella troncal cuando ya había empezado la clase. Yo todavía no existía para ti, pero fue verte traspasar la puerta y pedir permiso para entrar con voz nerviosa y yo di un respingo en la silla. ¿Sabes por qué? —Bea ignoró que era una pregunta retórica y movió dubitativamente la cabeza— . Yo por entonces tenía novia, y quería ser fiel sobre todas las cosas. Ya llevábamos dos semanas de clase, y yo ya conocía al resto de compañeras, y estaba seguro de que no sentiría la más mínima atracción por ninguna de ellas, ni por las guapas ni por las menos guapas. Pero fue verte y supe que tú sí me podrías meter, si hubieras querido, en un embrollo. Y entonces, mientras caminabas hacia el final de la clase, que es donde te sentaste, yo no podía dejar de desear que fueras tonta. O que fueras una antipática. Pero no, no tuve tanta suerte, porque no eras ni lo uno ni lo otro. Y me enamoré de ti.

Bea se separó unos centímetros del lavabo, pero yo me abalancé contra ella, empujándola de nuevo contra él y hundiendo mi rodilla entre sus piernas. La levanté un poco con fuerza, incrustándola contra su sexo. Ella se estremeció.

—Entonces me hubiera bastado con un beso, con pasear cogido de tu mano, pero ahora quiero follarte. Y quiero que me lo pidas -señalé con la cabeza a la cisterna— . ¿Ves esa cañería? Me gustaría atarte las dos manos con mi cinturón, y pasarlo por ella. Y así, con las manos en alto, arrancarte la ropa, dejarte totalmente desnuda —volví a hacer presión con la pierna mientras que con una mano le acariciaba el cuello— y después sacármela y masturbarme unos minutos ante ti.

Bea echó la cabeza hacia un lado, evitando mi mirada y totalmente ruborizada. Yo la agarré del pelo y la obligué a volver a mirarme.

—Eso no sería todo. Te tocaría, vaya que si te tocaría. Tú seguirías atada, y yo te daría la vuelta contra la pared, separaría tus muslos y te la metería desde atrás, con una mano agarrando con fuerza tu culo y la otra pellizcándote los pezones. Te dolería un poco, pero te juro que merecería la pena, vaya que sí.

Metí una mano bajo su camiseta y la subí hasta encontrar el exiguo sujetador de algodón. Tiré de él hacia mí y descubrí un pequeño pecho y un pezón erecto. Lo sujeté con fuerza mientras volvía a morderle, esta vez con más fuerza, su oreja.

—Solo tienes que pedírmelo y te follaré. Te dejaré elegir dónde correrme, aunque yo creo que sé lo que elegiría —le susurré mientras mi mano dejaba el pecho y, sujetando la suya, la obligaba a agarrar por encima del pantalón mi pene henchido— . Creo que lo que más me gustaría sería, después de follarte unos minutos, subirme al inodoro y correrme sobre ti. Sobre tu pelo, tu cara, tus pechos, sobre toda tú, desnuda y atada a la cañería de la cisterna.

Bea sollozó, y yo aparté su mano y le desabroché el pantalón vaquero. Metí hábilmente una mano dentro de sus bragas, y mis dedos llegaron con facilidad a su sexo. Estaba empapado. Metí el índice y el corazón con suavidad en el interior de su coño, y Bea se abrazó a mí mientras se movía arriba y abajo, forzando la penetración.

—Fóllame, joder, fóllame.

No la até a ninguna cañería, ni la desnudé completamente. Era un aseo público, y aunque parecía limpio no podía estarlo por completo, ¿por quién me habéis tomado? Hace diez años me habría bastado con un beso suyo, o con pasear de su mano, pero ahora, en el baño de aquel pub, y mientras nuestros compañeros se pedían la penúltima copa a tan solo unos metros de allí, yo me contenté con ponerla de espaldas a mí y follármela con ganas, con las ganas acumuladas en una década y algo más. Y, tras acabar, y cuando por fin me atreví a regalarle un beso, el primero y último, pude comprobar que, efectivamente, Bea estaba guapa. Sobre todo ahora, después de correrse mientras yo la penetraba por detrás.

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