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lunes, 25 de junio de 2012

La perla negra. Por M. J. Sánchez (1ª Parte)



1


Su madre las guardaba en una bolsita de terciopelo rojo. Las acarició lentamente, mientras intentaba por todos los medios no echarse a llorar. Dentro, las bolitas satinadas se deslizaban con suavidad, sin ofrecer resistencia apenas. Su madre se lo había explicado: las perlas, cuanto más áspera es la superficie, más calidad tienen.

Estas no estaban mal del todo pues no tenían la superficie tersa de las de plástico del todo a cien. Unas Majóricas que su abuelo le había regalado cuando aprobó las oposiciones de magisterio. Se las había dado para que le dieran suerte. Las sacó de la bolsa y dejó que la sarta se deslizase por la palma de su mano. Tenían un tacto delicioso, cálido, y un brillo nacarado como si las hubiera encendido un arcano fuego marino.

Suspiró.

Al menos no había llorado en toda la mañana. Había estado tan ocupada con la maleta, el viaje en autobús y todo el ajetreo que no había tenido tiempo de pensar en su reciente ruptura. Sin embargo, las perlas le recordaron el día que Carlos la llevó a cenar a un sitio bueno y ella, equivocadamente, se las pidió prestadas a su madre. Se había reído de ella y había comentado: “Ay, mi maestrita”.

Maestrita. Cuantas veces la había llamado así. Odiaba el diminutivo que rebajaba su dignidad hasta convertirla en qué… Una marea de lágrimas le inundó los ojos y difuminó el contorno cremoso de las perlas, hasta fundirlas en una masa láctea. Sí, la maestrita decente, la que le había costado la misma vida acostarse con él y luego le había decepcionado con su sosería…

Y es que había ido a la cama como a un tribunal. Cuando se lo contó a su madre entre sollozos, ésta la abrazó con fuerza y le dijo que no se preocupase. Le hizo las preguntas pertinentes sobre si había tomado “precauciones” y luego, de manera vacilante, entró en el tema de si “le había pedido algo raro”. Ella negó entre hipidos. Simplemente, era una sosa en la cama. Ese había sido el veredicto del tribunal.

En fin, cosas de la vida. Al final había aparecido una chica mejor que ella, más guapa, más alta, más lanzada y la había eclipsado sin remedio. Intentó hablar con él, recordarle los años que habían pasado juntos desde que terminaron los estudios, él ingeniería, y ella… bueno, magisterio.

La maestrita.

Suspiró de nuevo, una aspiración temblorosa de aire seguida de una espiración entrecortada. Estaba enamorada y le habían roto el corazón. Eso no volvería a suceder. Era medio frígida, le costaba un montón correrse y la mitad del tiempo que pasaba en la cama con Carlos no sabía qué hacer. Los besos estaban bien, incluso muy bien, pero jamás conseguía relajarse lo suficiente para sentirse a gusto. No volvería a acostarse con nadie jamás. Lo mismo debería probar con mujeres, a lo mejor era lesbiana.

Guardó la sarta de perlas en la bolsita. Había pensado ponerse las perlas para el examen, para que le dieran suerte y, sobre todo, para sentir cerca a su madre, como una presencia benigna que propiciara las preguntas que le harían aprobar, pero ya no podía ni mirarlas sin oír la risita desdeñosa de Carlos.

Ay, mi maestrita.

Se miró al espejo. Estatura normal. Pelo, normal. Cara, “salaílla”, decía su prima. Qué cabrona. Como ella era guapísima, creía que podía despreciar a las que no habían nacido con sus rasgos… Obedeciendo a un extraño impulso, se sacó el jersey por la cabeza. Aun llevaba una camiseta de tirantes, pues era finales de marzo y aunque la primavera venía adelantada, hacía algo de fresco para ir a cuerpo. Debajo, un práctico sujetador blanco. Se pasó las manos por las copas. El pecho, tú ves, eso sí lo tenía bonito. Era lo único que había celebrado el ingenierito, como lo llamaba cuando le pillaba valiente. Se desabrochó el corchete de la espalda y lo dejó caer al suelo. Luego, se pasó las palmas de las manos por las pesadas y redondas tetas, cremosas y finas bajo los dedos, con los pequeños botones marrones que flotaban en aquella marea de deliciosa carne fresca. Las acarició despacio mientras se observaba con expresión soñadora, hasta que los botoncitos se endurecieron y cambiaron de color tomando un intenso color morado. Se mojó los dedos y los frotó despacio. Ahora brillaban ligeramente a la luz apagada de la tarde, como si los hubieran pulido hasta darles brillo. Sonrió aprobadora. Qué bonitas eran.

El suspiro que escapó de sus labios ahora fue distinto. Más suave y lleno de deleite.

Se bajó los pantalones cortos. Tenía la piel firme y el cuerpo elástico. Había hecho ballet cuando niña y el ejercicio le había moldeado las carnes hasta dejarlas bien prietas, aunque sus formas redondeadas no le habían permitido seguir una carrera en la que sólo podían participar los palos de escoba. Les dio una patada que los envió al otro lado de la habitación.

Las braguitas tenían unos elegantes filitos de encaje, la única coquetería que se permitía en la lencería. Las acarició con afecto. También eran blancas, como el sujetador, y tenían el mismo aspecto práctico. Se las bajó despacio por las piernas; las tenía demasiado cortas, era una pena. Y mucho culo. Los glúteos eran respingones, cosa que odiaba en especial, porque no quedaban bien con los pantalones de pinzas, pues siempre le marcaban arrugas. Frunció el ceño ligeramente mientras se los masajeaba despacio. Un par de kilos menos le irían bien.

El ligero calambre que le recorrió el vientre la distrajo de la contemplación ensimismada y calculadora de su cuerpo. Pasó dos dedos por la abertura de la vulva. Se lo había afeitado todo porque a Carlos le gustaba así. Ahora se veía tan descarnado, tan al aire… Con el coño desnudo tenía aspecto de guarrilla y por eso se había cuidado mucho de que sus hermanas no la vieran desnuda y su madre tampoco.

Cuando sacó los dedos, los tenía mojados. Se los quedó mirando sorprendida. ¿Flujo? Pero si aún no le tocaba la regla… El calambre se repitió, acompañado de una sensación extraña en la vagina, como si se fuera a hacer pipí… Volvió a meter el dedo en la abertura y rozó un trozo de carne muy sensible que hizo que se encorvase ligeramente. Sabía lo que era el clítoris, pero jamás se lo había tocado. Carlos sí que lo había hecho, pero con tanta fuerza que le había dolido. Ella había hecho lo imposible por no quejarse, pero le había costado un esfuerzo ímprobo. Ahora, estaba completamente mojado y su dedo se deslizó a lo largo arrojando una catarata de extrañas y nerviosas cosquillas por el vientre y los muslos.

Cerró las piernas y su dedo quedó atrapado dentro. Al sacarlo, la sensación se intensificó y le provocó un intenso escalofrío. Se tapó los pezones con las manos. Los tenía tan sensibles que casi dolían, así que los frotó con suavidad para calmarlos y aquellos extraños estremecimientos se prolongaron.

Le costaba respirar, pero no podía dejar de hacerlo. Abrió las piernas como pudo y paseó los dedos por la abertura profunda que dejaban los dos labios de la vulva. El flujo, con un olor ácido a especias, inundó la habitación y le provocó un jadeo. Hundió los dedos en la carne caliente de la vagina y sintió un cosquilleo intenso bajo el ombligo, una pesadez enorme en los pechos…

Las piernas apenas la sostenían, así que se dejó caer sobre la cama encogida en posición fetal, con los dedos profundamente hundidos en el coño, mientras se frotaba rítmicamente los pechos, amasándolos enteros.

Y entonces pasó algo increíble. Se corrió con una fuerza desaforada, angustiosa, como si la hubiera atravesado un rayo. Jadeó y gritó con fuerza, tumbada de espaldas, con los ojos cerrados, una mano pellizcando los pechos y la otra, sumergida entre sus piernas abiertas frente a la ventana abierta, por donde la discreta brisa de la tarde se coló para refrescar los flujos candentes del primer orgasmo de Clara.


2


Estaba avergonzada, no se podía decir de otra manera. ¿Qué bicho le había picado la noche anterior?

Caminaba con paso decidido por la calle. El frigorífico del piso estaba vacío y tenía que llenarlo, antes de sacar los temas y ponerse a estudiar en serio. Sin embargo, le costaba concentrarse en la lista mental de la compra que había elaborado. La inquietante sensación de la noche anterior la había anonadado.

Creía haberse corrido antes, pero estaba claro que jamás había sido así. Había sentido cierto placer cuando se había acostado con Carlos, por supuesto, pero el escozor y la incomodidad le habían impedido pasarlo bien.

Bueno, y quizás había algo más.

Por primera vez también, se permitió pensar en que a lo mejor Carlos era un tipo prepotente y engreído, tan egoísta, que a la hora de ir a la cama era como si se acostara consigo mismo… La imagen le provocó una carcajada espontánea. Luego, frunció el ceño. Ella también había estado sola la noche anterior. Pero había sido algo sincero. El orgasmo le había dejado una agradable sensación en todo el cuerpo, como un recordatorio, y no había habido víctimas inocentes de su placer.

Estaba deseando repetir esa noche de nuevo. Suspiró profundamente, renovada por dentro. Quizás se debía a la primavera, o a haber cambiado de ciudad. Una de sus amigas se había marchado de viaje de estudios a París, durante la primavera y el verano, y le había ofrecido el piso por si quería encerrarse a estudiar. Le pareció entonces una gran idea, pues su casa era una especie de hotel enloquecido. Su madre, al principio, había torcido el morro, pero luego se había resignado al comprender que le vendría bien un cambio de aires.

Cuando regresó, cargada de bolsas, se paró un momento ante al escaparate de una joyería que había frente a su edificio. Era una zona elegante de la ciudad y la calle tenía un montón de tiendas a las que ella jamás podría entrar. Se quedó mirando el cristal pues había cosas preciosas. Un objeto le llamó la atención: un collar de perlas australianas preciosas, sólo que en vez de estar sólidamente unido, las perlas estaban sueltas y, al lado, un cartelito informaba de que se montaban hilos del largo que el cliente deseara. Fantaseó unos instantes con uno muy largo que le llegara hasta el ombligo, para ponérselo también dando dos vueltas, y pensó que opinaría su madre de ellas.

“Qué lástima, hija, que sean tan caras”, diría. Sonrió. Su madre adoraba las perlas, igual que ella. Se prometió a sí misma comprarle unas con el primer sueldo que ganara y se preguntó como de largo podría ser el collar.

Cántaro cayó, pobre lechera. Primero tendría que aprobar las malditas oposiciones. Con un resoplido, volvió a cargar las bolsas y entró al vestíbulo del edificio. Abrió de manera mecánica el buzón, no porque esperase nada, sino para sacar la publicidad. Había varios folletos de hipermercados y una carta de la compañía eléctrica. Cuando fue a cerrar la puertecilla metálica, se detuvo, y metió la mano por última vez. Había algo, un paquetito.

En la parte más visible, alguien había escrito con una caligrafía anticuada: “A la nueva inquilina del 3ºC”. Supuso que sería alguna cosa relativa a la comunidad, la metió en el bolsillo y entró en el ascensor. Al llegar a su piso, las puertas se abrieron automáticamente con un retemblido. Fuera, en el rellano, había un señor maduro, de unos cincuenta y tantos bien llevados que le sonrió amablemente.

—¿La ayudo, señorita?

Le dio un poco de corte, pero le sonrió y respondió que sí. Las bolsas pesaban una barbaridad. El hombre colocó algunas en la puerta de su casa y luego se despidió con una sonrisa educada.

Mientras buscaba las llaves se preguntó cómo había sabido donde tenía que poner las bolsas… No se lo había preguntado. Supuso que su amiga habría informado a los vecinos de su visita. Ella lo habría hecho, desde luego. Total, de no hacerlo así, al día siguiente lo habrían cotilleado todo, así es este país.

Dejó lo que había comprado en la cocina y luego sacó el paquetito para abrirlo. Era un sobre cuadrado de papel bueno, grueso, de color crema. Le dio varias vueltas y cayó en el “nueva”. ¿Y si era para ella? La curiosidad la venció y abrió el sobre con manos algo nerviosas. Dentro, había una bolsita de terciopelo azul muy pequeña. Soltó el lacito que la cerraba y una gruesa y solitaria perla rodó por la palma de su mano.

Era bellísima. De forma irregular, con un brillo sutil y a la vez profundo, irisado. ¿Qué era esto? Volvió a mirar la nota: “A la nueva inquilina del 3ºC”.

Conectó el ordenador y abrió el chat. Qué bien, su amiga estaba en línea. Se saludaron y la chica le preguntó cómo le iba en la casa. Volvió a agradecerle que se la hubiera prestado y ella le recordó que regara las plantas.

Luego, con cierto titubeo, le explicó que había encontrado un paquetito con una perla en el buzón.

“—¿Una perla, dices?

—Sí.

—Pues no se me ocurre… Bueno, en la planta vive un joyero, el dueño de la joyería que hay frente al edificio. Es un hombre muy amable. Le regué las plantas de su casa cuando estuvo en el extranjero en una feria y me regaló un anillito muy mono. Lo mismo alguien se ha confundido de buzón y era para él.”

Clara no tecleó el mensaje del paquetito. Durante unos minutos se sintió turbada, casi paralizada e incapaz de escribir nada.

Ella no había hecho nada que justificara un regalo de agradecimiento. De pronto, la sensación de una brisa fresca sobre su coño ardiente y mojado la hizo ruborizarse y el corazón le dio un salto en el pecho. Salió corriendo hacia el dormitorio y abrió la ventana. Justo enfrente estaban las cristaleras de una terraza.

Le temblaron las rodillas, mientras el corazón comenzaba una galopada feroz en su pecho. Medio mareada, regresó al salón donde estaba el ordenador y se sentó en la silla. Su amiga había tecleado:

“—Bueno, guapa, no me puedo parar más. Cuídame bien las plantas y también al vejete joyero. Es encantador y más de una vez me ha salvado de un apuro. Si se te atasca el calentador, llámalo a él, siempre me lo arregla. Un besazo.”

Clara no veía apenas las letras. Tenía la perla en la mano, que se había entibiado al contacto con su piel. Una perla preciosa, perfecta.

Le dieron ganas de hacer las maletas en ese mismo momento. El viaje la había vuelto loca, o la pena. Lo mejor que podía hacer era regresar a su casa, con su madre y sus hermanas, a rodearse del cariño familiar para sanar el corazón roto.

Pero eso sería engañarse a sí misma.

No era tan tonta, ni tan joven, para comprender que la responsabilidad de la ruptura no era sólo suya. Se había echado todas las culpas desde el primer momento, por no ser más guapa, ni más alta, ni más… Bueno, le faltaba experiencia. Pero tampoco estaba segura de que acostarse con un montón de tíos fuera a cambiar mucho las cosas. Había algo que iba mal, no sabía qué, algo que la noche pasada había cambiado.

Abrió la mano y miró la perla. Era bellísima.

Tomó la decisión en un momento. No regresaría a casa. Sería una cobardía. Esa perla no era una amenaza por parte del “vejete encantador”, más bien parecía un desafío. Y parecía que el sexo a distancia no se le daba tan mal.

Se había sentido como una convidada de piedra en la cama de Carlos; pero en la suya se sentía poderosa, valiosa, sensual, como esa perla.

Armada con esa decisión, cogió el bolso y salió de nuevo a la calle.


3


“No puedo creer que vaya a hacer esto”, pensó.

Se había vestido para la actuación y acechaba por las cortinas del dormitorio el momento en que se encendieran las luces del salón que daba a la terraza del apartamento vecino.

Le temblaba todo y casi no podía respirar. Había decidido mil veces echarse atrás y mil veces había vuelto a mirar por la ranura entre las cortinas. Hasta se había tomado dos copas de vino.

Había ido de compras. Jamás le había preocupado la lencería, así que no sabía la cantidad de modelos, tipos, colores, estilos, que había. Se había vuelto medio loca hasta encontrar algo atrevido que no la hiciera sentirse incómoda. Luego se había lavado el pelo, algo laborioso pues lo llevaba largo y se lo había alisado, de modo que a la espalda le colgaba una larga cortina negra de aspecto sedoso.

La ropa había sido algo más complicado. No podía ser cara, así que había tenido que rebuscar entre la ropa de calidad para encontrar algo razonable. Al final se había venido con lo que vestía ahora: una camisa entallada y una falda estrecha, ambas negras. Combinaban a la perfección con lo que llevaba debajo, que era lo que importaba.

La luz se encendió de pronto y el corazón le dio un salto en el pecho. Las cortinas que daban a la terraza se abrieron y por las puertas cristaleras salió el hombre que la había ayudado a cargar las bolsas al salir del ascensor. Lo observó minuciosamente, sin perder detalle. Era alto, con el pelo entrecano, ancho de espaldas; tenía un poco de barriguita, pero casi no se le notaba. Estaba examinando sus plantas; las inspeccionaba y les quitaba alguna hoja seca. De pronto, sin aviso, alzó la mirada y la clavó en Clara.

Casi le dio un infarto. Luego recordó que las cortinas estaban echadas y él no podía verla. A esa distancia no podía decir de qué color tenía los ojos y eso le incomodó. Iba a desnudarse y masturbarse para un hombre del que no sabía ni cómo eran sus ojos, ni su nombre, aunque eso era más fácil de averiguar.

Un completo desconocido. Aquella sensación de poder regresó de nuevo y le devolvió la valentía. Esperó. Él se giró y volvió a desaparecer tras los cristales. Posiblemente la estaría vigilando como ella a él y la idea la excitó.

Sólo tenía esa noche, pues al día siguiente, sabría quien era y ya no sería igual.

Esperó hasta que el regresó con lo que parecía una bebida en la mano. Se paseaba inquieto por la terraza y miraba de vez en cuando hacia su ventana. Clara sonrió. Ya lo tenía.

Salió de la habitación. Cogió su bolso y volvió a entrar. Esta vez encendió la luz, arrojó el bolso descuidadamente sobre la cama y abrió las cortinas. Había desabotonado la camisa un poco más de lo habitual, para que quedase al aire el canalillo que, ahora, con la lencería nueva, parecía más bien el Cañón del Colorado. Sonrió sin poderlo evitar y se desperezó con los ojos cerrados. Cuando los abrió de nuevo, el vecino había desaparecido, había apagado la luz del salón y corrido las cortinas. Se habría escondido tras ellas. A la luz del crepúsculo no se veía mucho, pero le pareció apreciar el brillo del reflejo de un cristal. Lo mismo hasta tenía binoculares. El pensamiento la asustó durante un instante, pero luego la animó. Había cuidado hasta el último detalle.

Le temblaron las manos un momento cuando las acercó al escote de la blusa para desabotonarla. Dudó un segundo. Sin embargo, con una media sonrisa y mucho cuidado de no mirar hacia el balcón del vecino, comenzó la tarea.

El sujetador había costado una pasta, pero la verdad era que lo valía. No sólo por la profusión de lacitos y puntillas que enmarcaban sus preciosos pechos y los elevaban hasta convertirlos en dos globos perfectos, sino por los detalles en azul intenso que contrastaban con el blanco nacarado de la piel y la resaltaban. Se entretuvo unos minutos arreglándose el pelo ante la ventana con los brazos levantados, para que no se perdiera ningún detalle.

Luego se dio la vuelta y se bajó la cremallera de la falda por detrás. Era la primera vez en su vida que se había puesto un tanga, negro y azul, a juego con el sujetador. La delgada tirilla que le cruzaba la vulva la estaba volviendo loca con el roce desde hacía un rato y a estas alturas estaba completamente empapada. Se había puesto encima un liguero que no abrochaba muy bien. Esperaba que no se atascara. Echó las manos hacia atrás y se masajeó perezosamente los glúteos. Estaban duros por el ejercicio y respondieron a la presión juguetones, rodando despacio bajo la carne. Al moverlos, la tirilla del tanga se le hundió un poco más y creyó que se iba a correr en ese momento. Pero la sensación pasó y añadió tirantez a su vientre.

Todavía tenía para un rato, había que esperar un poco.

Suspiró. Estaba muy, muy caliente. Sentía el fuego esparcirse debajo de su piel, incendiando los poros uno a uno. Comenzó a transpirar y las perlitas de sudor añadieron brillo a la piel. Se sentía única, una estrella en un escenario.

Una estrella que comenzaba una actuación.

Apagó la luz del techo del dormitorio y encendió las que había a los lados de la cama de matrimonio. No andaba muy cómoda con los tacones altos, pero eran necesarios. Al andar, meció lentamente el culo, se suponía que los tacones eran para eso.

¿Cómo estaría él? Se le escapó una mirada hacia la ventana. ¿Tendría el pene grande y grueso? ¿Se estaría masturbando mientras la miraba? La idea hizo que un rubor ardiente ascendiera por su escote y le coloreara discretamente las mejillas.

No sabía que fuera tan guarra, la verdad. ¿Qué estaba haciendo? La idea del caballero canoso al otro lado de las cortinas con la mano en torno a un pene grande, rojo como la grana, frotándoselo arriba y abajo con urgencia, la descolocó un momento. Comprendió que aquello no era sólo un juego solitario, no era ya sólo su juego. Había alguien más en aquella cama, de nuevo, alguien ajeno como lo había sido Carlos.

Con una diferencia. En esta nueva situación, ella tenía el mando, ella decidía lo que había que hacer. Y eso lo convertía todo en algo distinto, más turbador, más excitante. Quería probar aquello que había visto siempre a escondidas, que había leído a escondidas, aquello que no se había atrevido a soñar a la luz del día.

Se giró hacia la ventana y abrió los cierres que sujetaban la media. Apoyó la pierna en un escabel que había a los pies de la cama y la desenrolló hasta sacarla. Se encajó de nuevo el zapato de tacón y repitió lo mismo con la otra pierna. Cuando terminó, desenganchó el cierre del liguero.

Luego, con una sonrisa tímida, las colgó en el alféizar. En ningún momento intentó hacer contacto visual con las cortinas echadas del salón del apartamento vecino. Como si las tendiera a secar; falta les hacía.

Aunque no estaban tan mojadas como el tanga. Se volvió de espaldas y ofreció de nuevo los glúteos a la mirada del joyero. La prenda se cerraba en la parte de atrás con un pequeño enganche que soltó con ambas manos, pues le temblaban y no se sintió capaz de hacerlo con una. Con el culo libre, se dio media vuelta y tiró del triangulito que cubría su sexo desnudo, dejando que la tira de tela recorriera con lentitud los labios de la vulva.

Cuando la sacó, estaba completamente empapada; la probó con la punta de la lengua y el sabor de su coño le gustó. Deslizó la lengua entre los labios y pasó la tira lentamente a su alrededor. Sabía muy bien. Ahora se arrepentía de aquella vez que Carlos quiso comérselo y ella, avergonzada, se lo impidió. No entendía por qué quería hacer una cosa así. Lo había visto en las películas y le había repugnado. Ahora, chupó la tirilla y la degustó con una sonrisa. Qué tonta había sido.

Sentía los pechos pesados, con los pezones tan duros que casi le dolían. Tiró las braguitas mojadas al suelo y caminó desnuda de cintura para abajo, pero con el sujetador aun puesto, hasta acercarse a una de las mesitas de noche de dónde sacó la perla.

Se volvió hacia la ventana y primero se la metió en la boca, donde entró en contacto la superficie fría e indiferente con los jugos ardientes de su sexo. Cuando alcanzó la temperatura adecuada, sacó la lengua con la perla encima y la cogió de allí, para que el joyero viera que era su regalo.

Luego, la deslizó despacio por el trazo oscuro, lleno de sombras, del canalillo, hasta que quedó bien aceitada por la piel y el ligero sudor que lo cubría. Se bajó luego los tirantes, sacó los pezones, los frotó alternadamente con la perla. Los estremecimientos y los escalofríos ahora ya se sucedían de forma continuada. Gimió, al principio con el quejido suave de un gatito; luego fue ganando cadencia y ritmo conforme una espiral tensa como un alambre retorcido le quemaba las entrañas.

Ya no podía sostenerse en pie. Retrocedió despacio hasta dejarse caer de espaldas en la cama y luego alzó las piernas y pegó los tacones a los glúteos. El frescor de la noche le acarició el coño de manera perezosa, pero lejos de apaciguarlo, avivó el fuego que la quemaba. La vulva roja, abierta, húmeda, ardió a la vista del hombre que la consumía al otro lado de la ventana.

Una mano, la que llevaba la perla, abandonó los pechos y descendió hasta el clítoris, enhiesto y firme. Lo frotó delicadamente con la perla. A los lados, a lo largo, en la diminuta punta roja.

Clara rugió al correrse, un rugido casi animal, que la vació por dentro hasta dejarla limpia. Creyó oír otro rugido como eco del suyo, pero, agotada, pensó que lo mismo era un espejismo de su imaginación.


4


Cuando a la mañana siguiente no vio nada en el buzón, pensó que igual él no había estado en el salón y ella había montado todo un espectáculo para el cielo de la ciudad y unas tristes cortinas.

Sin embargo no había sido en balde. Se sentía liberada por completo. Carlos había desaparecido de su mente y en su lugar había dejado una hembra desmadrada, salvaje, con un ansia inagotable de sexo.

Visitó por primera vez en su vida un sex shop. Compró un montón de cosas, amparada por el anonimato de una ciudad desconocida. Lejos de distraerla, el cuerpo satisfecho demandaba actividad durante el día, motivo por el cual le cundió el estudio de los temas de las oposiciones. Cuando habló con su madre por teléfono se mostró animada y ella le comentó lo bien que le había venido cambiar de aires. Clara sonrió al oírla decir aquello.

Mientras, vigilaba atentamente cada tarde el balcón del vecino, pero éste se mantuvo escrupulosamente cerrado y oscuro, así que esas noches, decepcionada, se dedicó a ver películas eróticas. Pensó en salir y buscar a alguien con quien follar, aunque no le apeteció. Le gustaba la mujer que había en su dormitorio, pero no creía que nadie pudiese apreciarla de verdad. Ni siquiera el joyero había estado a la altura. Su silencio lo había dejado claro. Sin embargo, no dejaba de mirar atentamente el correo todos los días. La esperanza se resistía a morir.

Un día encontró tres hermosas perlas en su buzón, sin indicación alguna. Ese día se llevó un susto al tocar el paquetito al fondo del buzón, pues ya no lo esperaba. Eran más o menos del tamaño de la otra, pero éstas tenían un matiz rosado y una superficie pura, casi sin mácula. Buscó en internet y lo que encontró la dejó aturdida. No eran unas perlas cualquiera, debía haberlas ido a buscar fuera de la ciudad.

Esa noche el balcón volvió a tomar vida.

Clara había preparado todo con gran cuidado. Quería superarse a sí misma. Se había comprado un precioso deshabillé de color blanco, con una gasa espumosa y alegre. Además, llevaba una preciosa gargantilla de terciopelo negro de la que pendía un camafeo. Se peinó con un moño alto para dejar el cuello al descubierto y se puso unas preciosas braguitas negras de encaje con una cremallera para dar acceso al coño.

Esa noche fue una noche de pechos. Se quitó lentamente el camisón espumoso, después de haber jugado con él a conciencia, se frotó los pechos con aceite perfumado, rodó las perlas por ellos, hasta que estas se contagiaron del brillo de la piel y añadieron sus propios ecos nacarados. Dejó caer dos gotitas de miel sobre los pezones, los frotó delicadamente y luego se chupó los dedos, golosa.

Para terminar, afirmó un pie en el alféizar de la ventana y se masturbó con un consolador por primera vez en su vida. Abrió despacio la cremallera de las braguitas, metió primero un dedo, luego dos. Frotó con esmero el interior, hasta que chisporroteó de pura excitación. Luego, jugueteó con la punta del consolador rozando el clítoris con la goma cálida, hasta que lo introdujo, vibrando, una y otra vez en su interior. Disfrutó mucho.

Todo para su joyero.

Al día siguiente, fueron cinco las perlas.


5


Los días pasaron veloces, entre el estudio y las noches tórridas frente a la ventana. El verano se acercaba, implacable, y con él, los temidos exámenes.

Las cosas habían ido cambiando poco a poco. Se habían encontrado algunas veces en el descansillo, o en el ascensor. Ambos habían disfrutado igualmente del secreto compartido. Se saludaban con un punto de ceremoniosidad, él le cedía el paso en las puertas o le llevaba las bolsas.

Aunque ya no era joven, mantenía un aspecto saludable y ágil. Clara lo observó con detenimiento en esos breves encuentros. Le gustó especialmente la voz. Tenía un tono grave que había incorporado a sus ensueños eróticos: cuando se corría, lo oía pedir más con aquella voz viril, enronquecida, más y más. Solía llevar ropa cómoda, vaqueros usados y camisetas cuando estaba en casa, camisa y traje de chaqueta cuando iba a trabajar. Le sentaban bien esos trajes tan serios. Lejos de envejecerlo, hacían un agradable conjunto con su cuerpo fuerte y bien proporcionado.

Un día, al coger unas bolsas del suelo, sus manos se rozaron y ambos intercambiaron una mirada escandalizada. Clara se ruborizó y le hizo gracia comprobar que él también.

Era como un coqueteo adolescente, pero ella no tardó en comprender que las cosas no podrían seguir así. Pronto llegaría el día de los exámenes y cuando los hubiera terminado, tendría que regresar a su casa. Volvería después si aprobaba el primero, pero ya no podía justificar el querer estar sola para estudiar en una ciudad ajena. Su madre y sus hermanas la echaban de menos, incluso amenazaban con venirse a acompañarla las semanas anteriores al gran evento.

A Clara se le hizo un nudo en el estómago. No las quería allí bajo ningún concepto. Por otro lado, esto le hizo pensar en el futuro. ¿Qué iba a hacer en su casa? ¿Volver a languidecer deprimida y vacía? ¿Liarse con algún otro Carlos que la hiciera infeliz?

Si salía bien, la destinarían a algún pueblo lejano, casi con toda seguridad. Allí no podría encontrar otro joyero, ni masturbarse delante de las ventanas. Le dio un ataque de risa al pensar en lo que pensarían los padres de sus alumnos futuribles. Vaya con la maestrita.

Recordar la palabra favorita de Carlos para dirigirse a ella la deprimió más aún. ¿Qué le esperaba en la vida? ¿Un maestrito? ¿Podría comportarse en la cama de otra persona como lo hacía ante la ventana? ¿Podría compartir el placer con alguien, alguna vez?

La duda la carcomía. Quería una relación completa. Los espectáculos ante la ventana ya no la satisfacían del todo y estaba desarrollando una extraña obsesión por el pene del joyero. Lo espiaba con ojeadas de refilón cuando se encontraban al salir o entrar en el edificio.

Y no sólo era el pene. Le gustaban sus ojos de aspecto fatigado, con bolsas, pero con aquella expresión sabia y dulce que ponía al darle los buenos días. Y la sonrisita cómplice que pugnaba por ganar todo el espacio de su boca y empujaba con timidez una de las comisuras hacia arriba.

Quería poseer a un hombre. No sabía si al joyero o a algún otro. ¿Y si en realidad todo esto se lo provocaba él? ¿Y si cuando se acostara con otro aparecía de nuevo la seca maestrita vergonzosa y frígida?

Tenía un buen lío en la cabeza y sólo una manera de poderlo resolver. Pero le daba miedo. Sacó todas las perlas que tenía y las puso encima de la cama. Eran muy bonitas. Se dio cuenta de que tenían un tamaño parecido, aunque los tonos y las características de cada una eran diferentes. Unidas en un collar darían lugar a una variedad como la de un acorde musical: muchas notas juntas en armonía.

Tenía que tomar una decisión, pero siempre lo dejaba para más adelante, sin embargo el día fatídico se acercaba de manera implacable. Y con él, aumentaron los nervios, la ansiedad ante el examen. Y sucedió algo más por lo que dejó de acudir a la ventana y eludió encontrarse con el joyero en la escalera. Con Javier.

Porque tenía nombre. Y una colección de hijas monísimas, más o menos de su edad, que habían ido a verle unos días, en los que ella les observó comer en el salón y jugar a las cartas por las noches. Él había salido al caer el sol a la terraza y había mirado con nostalgia hacia su ventana. Clara le observaba desde detrás de las cortinas, sin valor para enfrentar aquellos ojos reflexivos, cansados.

Las chicas se marcharon y durante la semana siguiente ella se sumió en la tristeza y la incertidumbre. Lo veía pasear por la terraza, nervioso, a la hora habitual de sus encuentros. Pero ella no salía, ni le dio ninguna explicación. Jamás habían hablado, así que no tenía por qué dárselas. Sintió un inexplicable rencor, producto de la frustración y el jarro de agua fría que le habían administrado aquellas chicas encantadoras, tan parecidas a sus propias hermanas. O a ella misma.

Y sin embargo, la obsesión crecía en su interior. Quería clavarse dentro aquel pene, aquel hombre, pero le aterraba no poder olvidarlo cuando se marchara. Después su vida le parecería un desierto, aun más vacío de lo que le había parecido hasta ese momento.

10 comentarios:

  1. Yo también quiero más. No del joyero, que se lo dejo todo para Clara, pero quiero enterarme de cuándo, dónde y cómo. Todos los detalles.
    Un placer leerte de nuevo, MJ.

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  2. Totalmente de acuerdo con Teresa. Se buena MJ y no nos dejes en ascuas mucho tiempo. Por cierto, me ha encantado.

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    1. Gracias, Ana María, el próximo viernes el resto de la historia.

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  3. Totalmente de acuerdo con Teresa. Se buena MJ y no nos dejes en ascuas mucho tiempo. Por cierto, me ha encantado.

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  4. Deseando la segunda parte... ains, será el joyero?

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