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lunes, 20 de febrero de 2012

La desfloración de Afrodita. Por Alba Coshinaji.



Ya está el abuelo Cronos presto a abandonar el luminoso Olimpo para partir al tenebroso Tártaro. Rea, la abuela, protege el sueño del gran Titán y padre de Zeus, mi padre.

Hace unos días vino a buscarnos a nuestro lugar de exilio Hera, mi frígida madrastra. Allí estábamos hasta ese momento, placenteramente encamadas, mi madre Dione y yo, mostrándome ésta los secretos que utilizan las diosas para someter por medio del placer a dioses y a hombres. Utilizando su máscara de severidad, Hera se dirigió a nosotras observándonos a través de unos ojos que centelleaban como relámpagos de un seco verano allá en la tierra de los mortales, precisamente donde moraba Heracles, mi hermano favorito y mejor amante.

"Dione, Afrodita", nos dijo Hera, "tenéis que acompañarme al palacio de los dioses, Cronos pronto partirá para el inframundo y Zeus, vuestro esposo y padre, prefiere perder el tiempo follando con las pútridas mortales. Él debía, según las leyes que rigen sobre los dioses, iniciarte en el mundo de la divinidad", continuó la Diosa, de rostro pálido y embellecido con plumas doradas y tornasoladas de pavo real, "pero como parece no querer cumplir con su obligación real, algún otro debe hacerlo y ese solo puede ser tu abuelo Cronos". Hera me miraba mientras tanto con esa mirada penetrante que solo la erial diosa posee.

Nada más llegar a la divina morada de los dioses, Hera y mi madre me llevaron junto a mis hermanos Apolo, Heracles, Hermes y Ares, pero antes de dejarnos a solas nos advirtieron a todos severamente: "utilizad vuestras pollas y jugad para disfrutar como sólo los dioses sabemos hacer, ¿de acuerdo? Pero tú, niña", dijo Dione, "tu raja coralina ni tocarla, ¿me oyes? ¿Me oís? Esa deberás reservarla para tu proceso de iniciación, donde se te coronará con los atributos y funciones de Diosa."

Supongo que mis madres fueron a ver a Cronos y a Rea al aposento real. Mientras tanto, como niños pequeños que éramos entonces, nosotros empezamos a jugar a ser dioses adultos: al ver mis blancas tetas todos mis hermanos se habían empalmado y ahora empezaban a rodearme. En ningún momento tuve miedo; muy al contrario, sí me hizo gracia ver cómo parecían perder la compostura mientras se masturbaban a placer, aunque en ningún momento se atrevieron a contrariar la severidad de Hera: mi coño permanecería impoluto aunque babeante de deseo.

Como yo también quería disfrutar del divino juego, solicité a mis hermanos que dejaran de masturbarse: yo lo haría por ellos. Así, con mi mano izquierda cogí fuertemente la polla de Ares y con la derecha la de mi dulce y tímido Hermes. La boca la dejé para Heracles, y con movimientos sincopados subí y bajé sobre el glande de la polla del semidios. De cuando en cuando mi lengua se deslizó con suavidad sobre su diminuta minga, y mis dientes apretaron el resto del duro y erecto mástil. Mis manos tampoco dejaron de moverse, a muy buen ritmo, sobre los duros falos de mis hermanos. Yo, para ser sincera, mientras tanto ni me inmuté. Soy una Diosa y no puedo demostrar debilidad. Mis Hermanos, como dioses que son, podían permitirse mostrar berridos, lloros, risas y demás estridencias, dignos de animales inferiores. Pero, sin tardar demasiado, mi hermano Heracles evacuó en un terrible orgasmo dentro de mi boca, cerrada ésta sobre el pellejo de su órgano de placer. Un poco de su lefa se me fue hacia el otro lado, y tosí escupiendo toda la leche que su miembro había desprendido. Sin querer los puse a todos perdidos, y no se les ocurrió otra, a unos y a otros, que lamer inmediatamente, de nuevo como animales, el semen de su hermano. Yo, como ya había terminado con mi predilecto, me limité a hacer lo propio con el resto. Todas las veces, ese espectáculo que tanto me agradaba, terminó del mismo modo: cada vez que quedaban pringados, los que no habían evacuado se unían a ese blanco festín y, como yo no podía ser menos, me sumaba a ellos besándolos también en la boca, para devolverles algo del divino alimento que me habían prestado. "¿Cuándo lo repetimos?", me preguntaron tras acabar. Yo me hice la interesante, y sin perder la compostura miré hacia otro lado. Tras un breve silencio, les dije: "Pronto, Hermanos amados, pero ahora tengo que ver a nuestro anciano abuelo."


Efectivamente, Hera y mi madre Dione se acercaron en ese momento y sonrieron mientras nos dirigían unas dulces y bellas palabras: "Queridos niños, nos alegramos mucho de que hayáis sabido jugar a ser Dioses, porque eso es lo que sois. Vemos que la raja coralina de vuestra hermana no ha sido mancillada. Perfecto. Pronto, muy pronto, podréis disfrutar al completo con vuestros juguetes. Pero ahora, niña, "dijo Hera, cambiando su rostro a la severidad que le caracterizaba", acompáñanos. Deberás ver a tu abuelo Cronos y despedirte de él según manda la tradición, y ya que no se encuentra tu lujurioso padre entre nosotras, será el abuelo quien te corone con los atributos divinos antes de que parta junto a los hermanos titanes.

La Sala Real estaba bellamente iluminada, y sus paredes reflejaban divinidad en todas las direcciones. Había un olor tenue y dulzón indicando que la muerte se acercaría pronto y acogería en su seno al abuelo Cronos. Entré en la habitación mientras las esposas de Zeus se mantenían en el exterior. La bella abuela Rea me llamó enseguida con su mirada. No tuvo que abrir su boca para que yo supiera inmediatamente lo que quería decirme y lo que debería hacer a continuación: "Nieta mía, mi niña, hora es que pierdas el himen que cierra tu raja coralina. Tu coño deberá abrirse al mundo para repartir el placer por doquier a dioses y a mortales. Como manda la tradición, por estas fechas estelares debe producirse tu divina coronación, pero el despistado de tu padre anda follando con las mortales, y quizá también con algunos varones, pues él no hace distingo entre agujeros, ni si son estos anteriores o posteriores. El caso es que él se lo pierde. Quizá pueda encontrarse hastiado de joder con dioses y diosas. Sea lo que sea, mi amada niña, es por ello que le toca ese honor a tu moribundo abuelo. Ya está pronto a partir", dijo Rea, "no sé si será capaz de cumplir con su divino cometido."

Cronos entreabrió sus profundos ojos que parecían mirar más al otro mundo que a éste, y con su mente, pues sus cuerdas vocales ya no le funcionaban, me dijo: "Niña, mi niña, cuánto tiempo hace que marchasteis hacia el exilio Dione y tú. Ven y abraza a tu abuelo, que mucho te quiere, antes de que parta." A esto, Rea le dijo a Cronos que no podíamos demorarnos más, puesto que pasaría la hora sagrada y mi coronación ya no sería posible por eones de tiempo. Y eso era muy serio, pues impediría que hubiese sexo en el futuro entre hombres y dioses, dioses y dioses u hombres y hombres. El abuelo dio un grito sonoro que seguro llegó hasta los confines de las otras esferas. Nunca supuse que un dios moribundo podría dejar escapar semejante grito de guerra, pero yo, joven Afrodita, no tuve miedo, pues sabía que la obligación para conmigo de parte del abuelo estaba cargada de profundo y sincero amor divino. Entonces el abuelo Cronos me contó que siempre le habían acompañado dos bellos demonios, uno macho y otro hembra, y que en sus sueños el macho le daba por el culo y la hembra le ofrecía su roja y grasienta gruta vaginal, hasta que a base de tiempo, por algo él se llama Cronos, su gigantesco pene erecto explosionaba con furor soltando toda su carga de leche divina, haciendo germinar así la vida por todo el Universo. El abuelo también me dijo que ahora esa energía estaba prácticamente agotada, y por esa razón debería regresar al Tártaro a hacer compañía a sus hermanos. Zeus, mi Padre, sería el Rey de los Dioses, pero no quería que fuese el poseedor de esos divinos demonios que daban la vida por doquier. Él no lo merecía… Pero mientras atendía a su historia, trabajo me costó que la gigantesca y flácida polla del dios se elevara a modo de un mástil de barco real: usé las manos para friccionar el nervudo y venoso órgano reproductor. Besé con suavidad y amor el glande y su pequeña raja. Pasé la lengua con húmedos giros elípticos por toda su extensión y puedo asegurar que no era pequeña. La abuela Rea permaneció en la estancia vigilando que todo el proceso saliese siguiendo el ritual establecido. Con fuerza pellizqué repetidamente los inmensos cojones de Cronos. De repente, como un muerto que se levantara repentinamente de la tumba, la monstruosa y gigantesca polla del dios se erigió como un miembro que uniese a las estrellas del cosmos. Los quejidos del abuelo eran estremecedores. Yo sabía que en el proceso se destruirían y se crearían nuevas galaxias y estrellas; muchos mundos darían a luz a nuevas criaturas; otros muchos las devorarían.

No sin algo de esfuerzo, siguiendo las instrucciones mentales de la abuela, escalé el tremendo pene hasta sentarme a horcajadas sobre él. Mi raja coralina, al contacto con el inmenso glande, se abrió hasta transformarse en el divino coño que en realidad era. Ni la polla encogió ni mi coño creció, pero como solamente los dioses sabemos hacer, se produjo la penetración al tiempo que mi redondo agujero del culo y mis nalgas tocaban los huevos del abuelo con un suave movimiento de vaivén que llegó a producir oscilaciones sobre toda la Creación. Entonces pude ver cómo los demonios del abuelo Cronos pasaban hasta mí, y supe que a partir de ese momento estaría en una permanente jodienda por los dos lados: el bello demonio moreno me penetraría el coño por toda la eternidad, mientras la rubia diablesa metería su puño en mi culo también para siempre, restregando cada vez que lo hiciera su etéreo cuerpo contra el mío blanco. En ese momento el abuelo evacuó su semen y todo mi Ser absorbió su furia creadora. Su erecto mástil perdió rápidamente rigidez hasta volver a su tamaño original, que aún así no era pequeño.

Pasados unos segundos, la abuela Rea me confirmó lo que yo ya sabía: Cronos había partido al Tártaro para acompañar a sus hermanos titanes. Sin más, aún sin haber descabalgado de la polla del abuelo, besé con todo mi amor el cadáver del dios. Después retiré su ya blando órgano reproductor y me dirigí a la salida observando un gesto de aprobación por parte de mi anciana y bella abuela. Abriendo las puertas de par en par, mostré a todos mi cuerpo desnudo sin ningún tipo de pudor, incluso a Zeus, mi padre, que en ese momento había llegado de joder en la Tierra, vete a saber con quién. Mi coño soltaba todavía mi flujo y el esperma de Cronos, y dejaba un abundante reguero sobre el suelo del sagrado Olimpo. Hasta el último de los allí presentes se arrodilló ante mí, incluso Zeus, mi padre, como Rea, mi abuela y esposa del dios fallecido. Hasta el último de ellos me miraba con lascivia e impudor. Yo sonreí y alcé la voz: "¿A QUÉ ESPERAMOS?" Avancé hacia los dioses y ellos avanzaron hacia mí, juntándonos finalmente en un furioso torbellino creador-destructor.

La Orgía en realidad nadie sabe cuándo comenzó, pero gracias al dios Cronos aún no ha terminado. Yo, Afrodita, y mis insaciables demonios, vagamos desde entonces a través del cosmos ofreciendo amor, sensualidad y placer. Cronos, además, había hecho posible que la humanidad mortal tuviese acceso a mis encantos, y por ello soy la única diosa que no pido nada a cambio mientras ofrezco a mortales e inmortales mi cuerpo. Y según todo esto tiene lugar, la vida va floreciendo en mi seno repartiéndose por todo el Universo. Ese es el motivo, les digo a mis hermanos y le recalco aún más a mi favorito Heracles, por el cual los demonios de Cronos no me dejan un solo momento en paz: una paz que no quiero, pues la lascivia y el erotismo es precisamente lo que nos mantiene vivos a todos.

Y ahora ya no me queda más que deciros a todos, mortales e inmortales, que ésta es la auténtica historia de la desfloración de Afrodita. Fue el amor del abuelo quien suplió la insensatez de mi padre. Quizá es por dicha causa que el tiempo siga transcurriendo por siempre en toda la creación.

Que lo folléis bien.

Palabras de Afrodita, la Diosa del Amor.

jueves, 9 de febrero de 2012

Noches etílicas. Por Clara Wolf.



Con pasos lentos, Ann se adentró en la bodega. Las viejas barricas de roble que eran sus silenciosos habitantes le dieron la bienvenida con un suave crujido ante el cambio de presión que su simple presencia provocaba en la húmeda atmósfera de la estancia. 

Avanzó por el estrecho pasillo, sus dedos se deslizaban por la madera de cada una de ellas, saludándolas en una caricia que las sinuosas vetas conocían muy bien. Era la caricia del deseo, de la expectación, de una anticipación que el tiempo no había logrado mermar ni un ápice. 

Su mano se detuvo en una de ellas, la elección estaba hecha. La barrica se estremeció en un miedo ancestral. Aquel tacto quemaba. Como siempre. Acercó la petaca al grifo y comenzó a llenarla con un gesto rutinario y ausente, repetido hasta la saciedad durante muchos años. El sonido del alcohol chocando contra las paredes de acero del recipiente era casi ensordecedor, aumentado cien, mil veces por el eco que el techo abovedado escupía contra sus tímpanos. Daba igual. Sus oídos se habían acostumbrado a esa reverberación, al igual que su cuerpo que simplemente se adaptaba y reverberaba al unísono. 

La barrica terminó de sangrar su contenido con un “plop” sordo y Ann la acarició una vez más, en agradecimiento y despedida. Segundos después cerraba la puerta tras ella, subiendo las escaleras que conducían al piso superior. La bodega volvió a su silenciosa oscuridad, y las barricas continuaron con su lento latir en un tranquilo compás de espera. 

Un intenso olor, mezcla de rosas y leña, dibujó una extraña sonrisa en sus labios, dilatando las aletas de su nariz incluso antes de abrir la puerta del dormitorio. La chimenea estaba encendida, y la bañera de cobre exhalaba un aliento humeante, la superficie del agua salpicada con el rojo furioso de los pétalos de las últimas rosas de la temporada. 

Gabriel estaba allí, apoyando un codo en la repisa sobre la chimenea, dos botellas de vidrio turbio colgando entre sus dedos, ya abiertas, y aquella media sonrisa llena de picardía danzando en sus labios, por debajo de la barba de tres días que siempre parecía estar allí, sin crecer ni desaparecer. Había aprovechado su visita a la bodega para desempolvar y colocarse de nuevo su vieja falda escocesa. Nunca llegó a acostumbrarse a la represión de los pantalones. Ann sonrió y se acercó a él, capturando sus labios un instante entre los suyos mientras dejaba la petaca sobre la repisa. 

—Pensé en traer hidromiel, pero creo que esta noche necesitaremos algo más fuerte. 

—Me resulta sorprendente la cantidad de alcohol que ese cuerpecito tuyo es capaz de soportar  —su voz sonaba grave y ligeramente divertida mientras sus dedos se cerraban alrededor de su cintura, arrugando la seda del vestido que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel. 

—Y a mí me resulta sorprendente que aún te sorprenda después de tantos años  —su mano comenzó a escurrirse a lo largo del brazo desnudo de Gabriel, dibujando con la yema de los dedos el contorno de unos músculos que el paso del tiempo no había logrado difuminar. Con un mordisco a su labio inferior y una mirada casi infantil de travieso triunfo sus dedos se cerraron entorno al cuello de una de las botellas, llevándosela a los labios y cerrando los ojos mientras el fuerte sabor del cereal fermentado se deslizaba garganta abajo, en tragos interminables que acabaron con la mitad de su contenido. 

Ann no podía recordar la última vez que el sexo entre ellos no había estado bañado en alcohol. Tras aquella primera vez, en la que la generosidad de Geoff con el whisky había terminado con ambos colándose en una habitación privada y rodando desnudos por el suelo, la bebida había estado siempre presente, como el tercer elemento de un trío mutua y tácitamente aceptado. 

Gabriel la observaba en silencio, con el deseo y la comprensión de media vida en sus ojos, que aún continuaban deslizándose, casi sin querer, hacia la enorme cicatriz autoinflingida que se ocultaba tras el vestido, entre las curvas de sus pechos, descarada y palpitante, recordándole sin piedad que ella siempre estaba a un paso del abismo, con un pie atrapado en una oscuridad a la que él no tenía acceso y de la que sólo podía sacarla a empujones con las embestidas de sus caderas. 

Hizo el amago de llevarse la botella a la boca para iniciar el ritual, pero ella le detuvo, clavándole una mirada ya vidriosa. Volvió a inclinar la botella en sus labios y los cerró contra los de Gabriel, el licor escurriéndose por las comisuras de su boca mientras lo derramaba dentro de la de él. Gabriel consiguió tragar una parte, acallando con dificultad la tos que trataba de protegerle de ahogarse; la lengua de Ann ya había invadido su boca, explorándola, extendiendo el sabor agridulce de la mezcla del alcohol con su saliva. Pero él no estaba dispuesto a aceptar esa invasión sin más. Cerró el brazo alrededor de su cintura y la apretó contra él, su incipiente erección latiendo contra su vientre. Separó su rostro del de ella unos centímetros, lo suficiente para permitirle acercar el cuello de la botella a su boca y derramar, lentamente, un poco más de alcohol sobre sus labios entreabiertos, entre los que ya asomaba su lengua tratando desesperadamente de recoger hasta la última gota que él dejaba caer. Gabriel lamió esa lengua ávida, succionándola con un gruñido, dejando a tientas la botella sobre la repisa, deslizando la mano muslo arriba por debajo del vestido para alcanzar la humedad entre sus piernas, donde sus dedos empezaron a explorar los pliegues de su sexo con la habilidad que sólo da la experiencia. 

Ann gimió contra sus labios, sus sentidos ya inmersos en una nube etílica que la arrancaba de la realidad, guiándola a través de periodos de ausencia en los que parecía no ser consciente de nada a su alrededor. Esa dulce inconsciencia mantenía a raya a la oscuridad, llevándola a un lugar salvaje pero seguro. 

Una dolorosa presión en su interior le hizo abrir los ojos. Tardó unos segundos en darse cuenta de que su cara estaba contra la pared, y que el dolor provenía de las furiosas embestidas con las que Gabriel acometía sus caderas. Su vestido estaba tirado en el suelo, y sentía el cuerpo pegajoso. Entre gemidos, y con los ojos medio cerrados, trató de recordar… la imagen de una boca sedienta bebiendo los charcos de una lluvia de alcohol sobre su piel fue lo único que su nublada mente pudo conjurar antes de que las oleadas de un orgasmo incontrolable la hicieran morderse los labios hasta sangrar, temblando con violencia. A su espalda pudo escuchar un gruñido ahogado (¿y quizás con un tinte de angustia contenida?) seguido por un “¡joder!” mientras sentía la calidez de Gabriel derramándose en su interior. 

Tratando de recuperar el aliento, Gabriel se inclinó hacia delante, apoyando el pecho contra su espalda desnuda, susurrando palabras tiernas y maldiciones mientras recorría la piel de su hombro a besos. Ann cerró los ojos con una sonrisa a medio camino entre el dolor y el placer, sus sentidos bruscamente agudizados por la certidumbre. Con la misma certidumbre, Gabriel le acarició el cabello, y suspiró. 

Esa noche volvieron a hacer el amor en la bañera, como siempre, mientras el agua, ya tibia, lavaba el alcohol de su piel. Volvieron a correrse en un orgasmo lento, como siempre, alejados ya de la urgencia por ahuyentar la oscuridad. Se besaron largamente frente a la chimenea, mientras se secaban al calor del fuego, Gabriel abrazándola desde atrás, con las manos vagando ausentes sobre la cicatriz y las curvas de sus pechos, y Ann refugiándose perezosa en sus brazos, como siempre. Charlaron mientras se terminaban todo el alcohol de la habitación. Como siempre. 

Agotada, Ann entrelazó sus dedos con los de él, apretándolos, y cerró los ojos. Gabriel se llevó su mano a los labios, besándola, y cerró los ojos. 

Al minuto siguiente, el corazón de Ann dejó de latir, y ella de respirar. Gabriel recogió ese último aliento de entre sus labios para exhalarlo junto al suyo. 

En la bodega, las viejas barricas de roble crujieron su duelo. 


En algún lugar, dos pares de ojos observaban la muerte de su creación, mirando las pantallas de sus respectivos ordenadores con la terrible certeza del que sabe que ya no hay vuelta atrás. 

“Teníamos que hacerlo” tecleó él. 

“Lo sé” tecleó ella. 

“Esto no podía continuar, lo sabes. Mi mujer nunca lo entendería. Nunca más podría hablar contigo. Sabes que a pesar de la distancia eres mi mejor amiga”

“Lo sé” 

“Vamos, al fin y al cabo esto no es más que un juego. Ellos eran nuestros personajes, creaciones de nuestra mente, y allí seguirán vivos mientras los recordemos” 

“Lo sé” 

“Tengo que marcharme, me esperan para cenar. ¿Hablamos mañana?” 

“Claro” 

“Cuídate” 

“Tú también”

Él cambió su estado a “desconectado”. Al otro lado, a miles de kilómetros de distancia y con un océano de por medio, ella lloraba en silencio. Llenó de nuevo la copa que había sobre su mesa con los escasos restos de ron que aún quedaban en la botella tras esa larga noche. Cerró los ojos, y se lo bebió de un trago. Apagó la luz, y se dejó abrazar por la oscuridad.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Humedad. Por Mercedes BFC.



Es tarde, muy tarde. Hace ya horas que estoy durmiendo cuando siento tu llegada. Oigo tu respiración y cómo te mueves mientras te quitas la ropa. No quiero moverme, solo escucho. Siento cómo el colchón se hunde bajo tu peso y cómo las sabanas se mueven según entras en la cama.

No quiero abrir los ojos. Quiero saborear el momento.

Tu cuerpo se acerca suavemente al mío y noto tu aliento en mi cuello. No me muevo, no abro los ojos, y creo que incluso aguanto la respiración mientras espero.

Apartas tiernamente el pelo de mi cara y depositas un beso en mi mejilla. Por un momento, temo que no haya más, pero no es así, porque inmediatamente siento cómo tu mano se posa en mi cintura y subes lentamente por mi costado, por debajo de mi brazo, hasta llegar a mi pecho, y comienzas a jugar con mi pezón.

No quiero abrir los ojos. Sonrío. No me muevo.

Deslizas tus dedos, en una caricia tenue que hace que toda mi piel se ponga de gallina, hasta mi ombligo, y te detienes por un momento. Sabes que me gusta sentir tu mano sobre mi estómago. Y luego vuelves a ascender, haciendo que mi cuerpo gire para pasar de estar de costado a estar boca arriba, y comienzas a besar mi cara y mis ojos con suaves besos, mientras tu mano encuentra mi otro pecho y comienza a acariciarlo.

No abro los ojos cuando siento tus labios sobre los míos. Y tampoco los abro cuanto tu lengua se introduce entre ellos.

Me gustan tus besos. Me gusta besarte. Y subo mis manos a tu cabeza para enredar mis dedos entre tu pelo y corresponderte. Tu lengua explora mi boca y todo mi cuerpo despierta a tus caricias.

Tu mano desciende de nuevo y se introduce entre mis piernas, y yo las abro ligeramente, facilitando tu camino. Acaricias mi clítoris con tus dedos, fuertes y algo ásperos. No puedo evitar gemir levemente mientras sigues besándome, moviéndolos cada vez con más rapidez, y muevo mi cadera siguiendo el ritmo que estás marcando.

No abro los ojos cuando tu boca desciende por mi mandíbula para llegar a mi cuello y muerdes con increíble delicadeza mientras me penetras con tus dedos. Vuelvo a gemir, y siento cómo tus labios sonríen contra mi piel.

Sigo acariciando tu cuello, y comienzo a recorrer tu cuerpo, tu pecho, tu abdomen… estoy cada vez más excitada y quiero tocarte y corresponder al placer que tú me estás haciendo sentir. Quiero sentir tu erección en mi mano, pero te mueves, y tus dedos abandonan mi interior mientras sitúas tu cuerpo sobre mí, entre mis piernas, y tu pene acaba justo sobre mi clítoris. No creo que puedas imaginar cómo me excita sentir palpitar tu sexo contra el mío.

No quiero abrir los ojos. Lo que quiero es besarte, recorrer tu cara con mis labios, morder tu mandíbula y lamer tus orejas. Acariciar todo tu cuerpo y descender por tu pecho con mis labios hasta llegar a tu polla, introducirla en mi boca y escuchar tus gemidos de placer mientras juego con ella.

Pero en este momento tú llevas la iniciativa. Solo puedo seguir tu ritmo y hacer aquello que tú me dejes hacer.

Vuelves a besarme profundamente mientras que yo acaricio tu cabeza, tu cuello, tu espalda y sigo descendiendo hacia tus glúteos. Quiero sentirte en mi interior, quiero sentirte sobre mí, y no quiero que este beso termine.

No quiero abrir los ojos cuando mueves tu cadera y comienzas a penetrarme.

No quiero.

Pero no puedo evitarlo.

Y abro los ojos a la realidad de tu ausencia.

A la realidad de mi soledad.

Y mientras percibo la humedad de mi deseo no satisfecho entre mis piernas otra humedad, totalmente distinta, se apropia de mis ojos.

martes, 7 de febrero de 2012

Sofía y yo. Por M. J. Sánchez.



Entraste por la puerta del bar como si al traspasarla trajeras contigo otro mundo arrastrando de las orejas al son de tu taconeo nervioso.

La gente se volvió durante un segundo, miró, mostró algún gesto de sorpresa, una ceja alzada, la comisura de un labio torcida en un gesto desdeñoso, y luego todos han vuelto a sus conversaciones y sus vidas.
Eres alta, la melena corta y revuelta, negra y brillante, los ojos maquillados, la nariz recta, patricia, y los labios de un intenso rojo mate. No pude apartar la mirada de tus pechos, enormes, comprimidos por un sujetador anticuado que les da un vago aspecto puntiagudo. La cintura la tienes tan ridículamente estrecha que parece casi irreal, y luego se me va el alma hacia esas caderas voluptuosas y el culo… un culo de carnes apretadas, compactas, que se balancean en un hipnótico vaivén bajo la falda negra, ceñida.

Pero fue al mirar tus ojos cuando te reconocí. Te he visto en todas las películas que me gustan, esas cintas antiguas y manoseadas que crepitan y a veces se quedan paradas, hasta que le doy un buen golpe al trasto averiado que las pasa ante mí una y otra vez. Tus ojos son verdes, grandes, de expresión triste.
Has tirado de los dos lados de la rebeca ceñida que enmarca tus pechos y la has cerrado estirándola como si quisieras protegerlos de mi mirada que se ha clavado en ellos con puntería perfecta.

Al sentarte sobre el taburete la falda se ha pegado a tus muslos, donde se ha delineado durante un segundo fugaz el corchete diminuto de un liguero. Llevas liguero, sí, como no. No tendré tanta suerte de que no lleves bragas, eso me catapultaría a un orgasmo desastroso justo aquí donde me encuentro, acodado a la barra de este bar de barrio.
Te deseo, Sophia, con “p”.

Me has mirado de arriba abajo, con esa expresión desdeñosa tuya, y has comentado entre dientes algo en italiano que ha sonado a “medio hombre”. Sé que no debería permitírtelo, pero no puedo evitarlo. Me gusta que me desafíes; a veces, hasta que me odies.
He apurado el escocés como si fuera Mastroianni, he pagado, y, luego, te he seguido por las escaleras estrechas de nuestro pisillo de mierda de barrio de las afueras. He observado temeroso las subidas y las bajadas de tus nalgas inmensas al ritmo de los tacones de aguja cuando subes las escaleras.

Te temo tanto como te deseo.
De hecho, no he podido aguantar. Te he aplastado contra la pared descascarillada del rellano cochambroso y he metido la mano bajo tu falda para comprobar si llevas bragas.

Y no, no las llevas.
Te has estirado hacia atrás como una gata con cuerpo de mujer, tus pechos han sobado mi camisa como si me hubieras acariciado, cosa que no has hecho. He notado el gemido ronco de tu respiración al hundir la nariz entre tus pechos olorosos a sudor, a la comida que acabas de guisar. Me lleno la boca de carne fresca, te sobo el coño peludo con manos hambrientas, hasta que me das un empujón contra la pared de enfrente y me espetas un “Porco schifoso” con voz quebrada, con sonido a lágrimas.

Subo detrás de ti arrastrando los pasos, resignado. Estoy empalmado, lo sé. La bruja del piso de al lado no se perderá detalle del bulto de mis pantalones cuando pase delante. Me he echado mano al paquete y le he dado un buen tirón, para estar más cómodo y, de paso, darle a la vieja algo que pensar. Qué vida de mierda, la de espiar las entrepiernas ajenas.
Pero no te vas a salir con la tuya, no. Has querido darme con la puerta en las narices de un golpe, pero he conseguido zafarme por el hueco y ahora me golpeas el pecho con las dos manos, rabiosa, como me gusta verte. El bulto de mis pantalones amenaza con reventarlos.

He cerrado de un portazo. Que le den a la vieja de la mirilla. Ahora tendrá que imaginarlo, pero cuando he hundido los dientes en la curva de tu cuello y tú has soltado ese gemido desgarrado de perra en celo, dudo que tenga que imaginar mucho.
Sé que estás mojada, mojada para mí, para que te remangue la falda, te abra las nalgas con las manos, mientras me desabrochas, con los ojos cerrados y el ceño fruncido, la bragueta.

Te he ensartado contra la pared, he metido mi polla hasta el fondo de tus carnes duras de hembra bragada. Esto ha de ser el cielo, dios, el cielo, y yo debo estar muerto; tu vagina me comprime siguiendo un ritmo que ya conozco, sé que aunque no quieres, no me quieres, vas a correrte y me vas a poner los pantalones perdidos con ese zumo blanco con el que tan generosamente sirves todos tus orgasmos.
Y no te he visto aun los pechos, aunque luego habrá tiempo, cuando me sigas odiando pero, aún insatisfecha, me pidas más.

Te deseo, Sophia, pero le he pegado un golpe al maldito trasto que se ha parado justo cuando estaba a punto ya. No te vayas aún, no te he visto los pechos, maldita sea.

lunes, 6 de febrero de 2012

Buenos días. Por Marta C. Dehesa.





Odio todos los despertadores que no huelen a sexo.

Estirar los brazos a la mañana que se carcajea intentando acallar el ring burlón que cercena la dulce utopía del estupor de los sueños. Otro ratito más. Para perderme en la ausencia de las bocas que se evitan por las mañanas, ese aliento que en días impares nos aleja en silencio y en los pares nos come en un solo beso.

Bajo el esbozo de las sábanas en la pantalla de mis párpados se pelean los sentidos con el recuerdo de otros escozores, se difuminan tus caras mientras estos ojos se posan en mis nalgas para sentir el ritmo de tu vientre y tu semen. No ven como pulgar e índice se deslizan entre mis labios menores y mi vulva, unidos, dormida. Acarician los cuartos a un aturdido Morfeo con un golpe de tijera, tus dedos -fríos filos- que se abren en aspa contra la carne caliente, inflamada y apenas lubricada. La mente confundida en su duermevela y el cuerpo inteligente que no la espera, decide, se entrega. Fluye para ti. Por mí en todos tus yoes. Dormida y abierta. Las siete de la mañana. En punto.

Un primer y único ring es suficiente, el de tu polla penetrándome lenta y firmemente, erosionando en su desliz las paredes de mi sexo, que pugnan por ceñirse a él, ellas te masturban con un cosquilleo de descargas que quieren vestirla de fuego, tierra y agua. La dejas reposar quieta, dura, mañanera, en paciente acecho, dentro, bien dentro. Yo capitaneo. Un golpe de timón para despertar, vaticina tempestad. Y en la calma, una voz que se inclina sobre mi cuello y me susurra al oído: buenos días.

jueves, 2 de febrero de 2012

Horas extra. Por Jesse Gray.




El ruido del teclado inundaba la oficina de un sonido tan triste como cenar solo en un restaurante lleno de parejas y familias. No me quedaba alternativa, mi jefe había amenazado con despedirme si no tenía el informe listo a primera hora de la mañana. Miré el reloj sin ánimo, erán más de las diez de la noche. De fondo se escuchaba el aspirador de la señora de la limpieza, que parecía acompañarme en mi desesperación.


Envíe el informe en un mail con la esperanza de que el tiempo extra contase para algo. Por un instante me quedé inmovil en la silla, sin saber dónde ir o qué hacer con mi recién adquirida libertad. Cuando reaccioné, me dirigía al servicio en un acto reflejo y casi autómata.


Creo que empujé demasiado fuerte la puerta, o quizás el estruendo era el habitual, amplificado en el silencio estático de moqueta sucía y ordenadores en suspensión. El chaval que estaba en los urinarios pegó un brinco del susto.


—Perdón, no quería asustarte —el uniforme de la empresa de limpieza le dio sentido a aquella aparición tan inquietante. —No pasa nada.


Me quedé dos urinarios más allá de él, visualizándole en mi cabeza. La piel morena y suave delataba sus orígenes asiáticos, seguramente de Filipinas o Malasia. De la cara apenas me dio tiempo a ver sus ojos rasgados y la pequeña nariz tímida, que apenas se atrevía a dibujar su perfil. La diferencia de altura era considerable, debía sacarle por lo menos diez centímetros. La constitución recia de un oficinista vago como yo tampoco destacaba mucho al lado de un cuerpo tan atlético. Me preguntaba si haría deporte o se mantendría así sin esfuerzo.


—Supongo que Pilar está enferma y por eso te han mandado a ti —el intento de conversar sonó patético y desesperado.

—No sé, a mí me ha mandado la agencia y no tengo ni idea —su español era bueno, aunque denotaba cierta inseguridad en sus palabras. Aproveché para mirarle fíjamente.

—Claro, me imagino que no la conocerás.


Apenas era un chaval de veintipocos. El corazón se me desbocó, latiendo incontrolado y bombeando sangre exaltada en el recuerdo de aquellos labios carnosos que se habían clavado en mi retina. El silencio del servicio se convirtió en lenguaje secreto. Ninguno meaba. Nadie podía molestar. No sabría calcular el tiempo que llevábamos callados, con nuestras pollas en la mano. Disimulé cuánto se había acelerado mi respiración, aunque las piernas empezaron a temblar traidoras de mi apariencia de calma. Giré lentamente la cabeza hasta ver su miembro acunado entre los dedos, como a la espera de una señal. Con un gesto le pedí que se acercase, la adrenalina me había dominado por completo dándome la seguridad de la que siempre carecía.


Se acercó con pasos lentos mientras terminaba de empalmarse. El glande era del mismo color que sus labios e incluso más apetitoso. Lancé una mano, hambrienta de su piel, hasta alcanzar una gota diminuta de semen que se escapaba juguetona de la cárcel de sus testículos. Con un dedo fui bajando hasta alzanzar la suavidad depilada de sus partes más íntimas, albergándolas en mi mano, dejando su calor penetrar a través de mi palma. Sus labios se apoderaron de mis instintos, imponiendo rendición ante ellos cual náufrago desorientado. A ciegas, sin ser capaz aún de separarme de su boca, reconocí su mano agarrándome la polla, que palpitaba como un globo a punto de explotar.

Los dedos más aventureros se perdían entre sus nalgas mientras mis labios seguían imantados a los suyos. El aire invadió mis pulmones bruscamente al separarnos, llenando el vacío inmediato que dejó su boca. Antes de poder exhalar de nuevo, noté cómo su lengua jugaba con mi glande justo antes de que mi polla se perdiese entre su morro. Entró suave, como si ya conociese el camino, y profunda como una caverna. Agarrándome del culo, me impuso el ritmo del juego mientras se masturbaba, haciéndome cosquillas con las vibraciones de sus gemidos.


Aparté su cabeza justo a tiempo de correrme en el urinario. Él se levantó del suelo y descargó en el mismo sitio. Nos besamos de nuevo con las pollas aún palpitando del orgasmo. Después, cada uno se marchó a limpiarse en un ritual silencioso que parecía programado. En cuanto salí del servicio abandoné la oficina y caminé hasta mi piso, a pesar de la distancia. Necesitaba quemar la energía extra que me había proporcionado el encuentro.


—Buen trabajo García, espero que no supusiese mucho inconveniente trabajar hasta tarde ayer —recibí la felicitación de mi jefe nada más entrar por la puerta a la mañana siguiente.

—No fue para tanto —dije, excitándome sólo de recordarlo.


Aquel día me quedé hasta tarde sin nada que hacer, hasta descubrir a la limpiadora de regreso.


—¿Trabajando tarde? —me preguntó Pilar.

—No, ya me iba —contesté ocultando mi decepción.


No volví a verle más, pero aquel limpiador sustituto consiguió que mereciesen la pena aquellas horas extra, al igual que me hizo descubrir en el servicio de la oficina el morbo que nunca antes le había encontrado.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Lisboa. Por Ecna Garhu.




Miradas. Hasta ahora todo se había reducido a eso. Miradas de esas que te desnudan por completo y hacen contigo lo que quieren. A veces pueden resultar hasta incómodas, y solo te queda poner media sonrisa idiota sin saber qué decir. Otras veces resultan irresistibles y te vuelves loca, buscándolas y esperando más.


Coincidimos en el café, cada uno en una mesa. Se dirigió a mí con una conversación cualquiera. Tan bonito este hombre, interesante y… mayor para mí, divagaba mientras hablábamos. Más respetuoso y educado imposible. Con sus palabras. Porque sus miradas decían siempre otra cosa, ese primer día y en todas las incontables ocasiones que nos encontramos en el mismo lugar.


Nunca mencionamos nuestras vidas. Simplemente estábamos ahí, en apariencia solo hablando, del tiempo, sí, de la noche, una noticia… era suficiente. Como estar en casa, sin esfuerzo alguno. Pero tras la apariencia había algo más. Algo que solo sabíamos nosotros, nuestras miradas y los silencios. Con eso me parecía que bastaba, pero me equivocaba.


Un día apareció acompañado, con amigos, un hermano y… su mujer. Sí, ahí estaba su esposa. Una mujer hermosa y altiva con la que mantuve una charla cinco segundos más allá del saludo. Hacía pocos días había sido fin de año y él me felicitó con un abrazo. Un poco paternalista, pero tan rico que pareció durar una eternidad. La eternidad que aparece cuando toda tu piel se eriza y reclama satisfacción. Después cada uno a su mesa, yo solamente acompañada por su mirada. Qué descaro de hombre, nunca mencionó que estaba casado. ¿Qué estoy haciendo?; y… ¿en qué estoy pensando? Quizás es el momento de dejar de venir… Bla, bla, bla, mi cabeza no se callaba. Pero mi cuerpo nunca quiso escuchar lo que mi mente decía y seguí volviendo una y otra vez, inundada de deseos insanos.


Y una tarde ocurrió. No sé qué marcó la diferencia, pero ocurrió. Me levanté, crucé el café y entré en el baño. Me detuve un momento frente al espejo y lo vi aparecer en él detrás de mí. Una expresión de éxtasis en sus ojos, pero su cara impasible. Se acercó, puso su mano en mi cuello, su boca en mi pelo. Ni una palabra; con todo el derecho y sin permiso me agarró del brazo y me condujo a uno de los baños. Me besó. Me besó. Le besé. Interminablemente. Como la sed de una vida entera, que bebe sin hartura. Nuestras manos sabían lo que tenían que hacer, sin perder el tiempo. Deshaciéndonos de todo. De la soledad. De las reglas. Del mundo. Solo lo necesario entre mis piernas…


De despedida mi frente en su cuello descansó un momento y, con un maullido en mi interior, nos separamos. Volvimos y vestimos nuestra alma. Se acabó el descanso. De vuelta a la realidad.


¿Cómo se puede renunciar a lo único que te hace sentir viva? Elijo vivir, y no necesito más que volver al café.
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