Traducir página y relato

lunes, 28 de mayo de 2012

Profundidades. Por Clara Solano.



Me desperté húmeda, como si me hubiera acostado encima del cubata que no derramé ayer antes de echarme a dormir. Luces, sombras, claroscuros, rincones y trampas de la imaginación me llevaron anoche a descargar toda mi libido sobre las amoratadas puntas de los penes de varios de mis amigos.

Había dormido todo este sábado para poder salir despejada por la noche y poder aguantar hasta la madrugada. Otra vez había quedado con Moni. Me dijo que me iba a dar una sorpresa… y así fue. En estos instantes aun siento los espasmos del último orgasmo que recuerdo.

Mi primera idea fue pensar que la gente de aquella fiesta no era más que una banda de niñatos aburridos, cansados de haber probado todo y deseosos de nuevas experiencias… pero mi idea cambió en cuanto apagaron la música. Nos tumbamos todos en una serie de colchonetas para hacer yoga. A los pocos instantes empezó a sonar una música muy lenta, suave, tipo new age. Alguien nos daba instrucciones: “inspirad-expirad-inspirad-expirad”. En cada inspiración el ritmo se iba acelerando. Yo me sentía cada vez más mareada.

Poco a poco iba notando que se me rompían mis fronteras, me separaba de mí misma. Oí que alguien decía que nos quitáramos la ropa… no tuve ningún reparo, al revés, incluso fue una bendición… me sentía libre, sin ataduras artificiales pegadas a mi cuerpo. El director de la fiesta aceleró aún más el ritmo de la respiración hasta que de repente nos obligó a parar.

En este instante no me pertenecía. Me levanté, vi que otros también estaban de pie moviéndose, acariciándose, saltando sobre sí mismos. No podía controlarme. Inicié mi ritual masturbatorio íntimo pero esta vez delante de todos. Me agaché, abrí las piernas y empecé a acariciar mi clítoris solo con la palma de la mano. Cuando sentí las primeras gotas cálidas sobre mi mano, como siempre, me introduje el dedo pequeño entre los labios de mi vulva, haciéndolo girar hacia uno y otro lado, aleatoriamente… como a mi más me gusta.

No me percaté en ese momento de que alguien me estaba acariciando el ano circularmente. Me relajé y me abrí aún más. Sentí los dedos de mi amigo dentro de mi espalda. Sin darme cuenta de nuevo, otro amigo estaba manipulando su pene delante de mi cara… me abalancé como una posesa hacia él. Le lamí hasta que el chico me dijo basta.

Para ese momento los dedos se habían convertido en pene… dos penes. Me relajé todavía más y me abrí lo máximo que pude. Brinqué, salté intentando hacer explotar los testículos de mis amigos. Me sentía libre… volaba, viajaba por aquellas nubes que siempre veía en otoño al atardecer en mi barrio. Gritaba, gemía al haber entrado en contacto con mi ser espiritual, con mi yo verdadero. Me sentía poseída por mí misma.

Creo que todos sentimos nuestras más íntimas profundidades… todos viajamos al centro de nuestro ser, donde no hay límites; donde el reflejo de nuestras vidas pasadas queda incrustado como pequeñas esquirlas de cristal. Aún sigo sintiendo todos los penes, todos los testículos, las manos… de aquellos seres volátiles, descarnados, sin pellejos superfluos. Perdonadme… voy a vestirme.

viernes, 25 de mayo de 2012

A cuatro manos. Por Ana Morán Infiesta.




Finjo atarearme en el ordenador mientras espero a que la profesora me remita las correcciones de mi último microrrelato o, en su defecto, un correo plagado de exabruptos. Eso si no decide echarme un rapapolvo delante de toda la clase. No, soy injusta, Raquel no es así; le duele humillar a la gente, por eso limita sus correcciones al ámbito privado.

Además, no me puede negar que me he ceñido al tema propuesto: «metatextual». Qué le voy a hacer si mi musa es ese pozo de lujuria que se oculta bajo sus ropas severas, si cuando aporreo el teclado acaricio su cuerpo y en la pantalla veo sus labios esperando mi beso. Así, claro, sale lo que sale...


Epopeya

Versos lascivos brotan de tus labios mientras saboreo tus pezones erectos. A medida que mi lengua desciende por tu torso se unen, pícaros, formando coplas procaces, hasta que a medio camino, como buena narradora omnisciente, me obligas a detenerme; innovas con la narrativa y haces una acotación teatral, depositando en mis manos un rotulador. Yo lo miro como si fuese un experimento dadaísta hasta que tú me espabilas, en una lección magistral de uso los vulgarismos, cuando me gritas «¡Métemelo de una puta vez!» Obedezco y alabas mi pericia, intercalando onomatopeyas obscenas entre tus gemidos de placer. Con tu clímax, me haces recordar que la exageración también es un recurso literario. Cuando recuperas el resuello, me susurras nuevas tareas: «Autobiografía pornográfica, a cuatro manos.»


Un suicidio en poco más de cien palabras. Porque, como todos, al hacer la matricula firmé un compromiso en el que aceptaba dejar las hormonas fuera del aula. Al parecer, otros años esto ya era una bacanal romana a medio curso para devenir, en los últimos compases, en un culebrón de sobremesa con intentos de estrangulamiento incluidos. Por eso, acabaron por meter la clausulita de castidad de las narices: nada de líos entre alumnos y, por supuesto, nada de insinuaciones lascivas a la profesora.

Cuando me llega la respuesta de Raquel, el corazón me da un vuelco. Pese a mis negras expectativas, no es un rapapolvo, tampoco una corrección. Es otro relato.


Princesa

Nunca quiso ser la princesa del cuento, ni ser cortejada por un gallardo caballero, matador de dragones. Lo que Bianca deseaba era que alguien colocase a sus pies el Fruto Prohibido.

Hoy, el foso de su castillo rebosa de príncipes azules, mientras ella contempla hastiada un zapatero lleno de escamas.


Es críptico el muy jodido, pero que me ahorquen si no me está provocando. Busco su mirada. Aún está con correcciones y sus dedos juguetean con un bolígrafo. Al saberse observada, detiene el volteo y, con exquisita discreción, lame el trasero del rotulador con la punta de su lengua. Luego, tiene la osadía de guiñarme un ojo. Siento que el calor se adueña de mi ser, debo parecer más sofocada que una menopáusica en una sauna. Tengo que contenerme, por mucho que lo desee no puedo lanzarla sobre la mesa en plena clase y empezar a arrancarle la ropa a mordiscos. Estos muermos nos joderían la función antes de haberla empezado. Tampoco es buen momento para empezar a meterme mano. Seguro que la lameculos de la Maripuri, mi vecina de mesa, se daría cuenta de lo que estoy haciendo y le daría el soplo a Raquel, al director del centro, y hasta lo publicaría en el periódico local si se le pone a tiro. No. Tengo que contenerme. Y no se me ocurre mejor forma de tener las manos entretenidas que pergeñar una respuesta al micro de Raquel.


Madrastra

Blancanieves dejó al Príncipe Azul discutiendo con Siete Enanitos y regresó al castillo. Allí demostró a su madrastra que había partes de su cuerpo más sabrosas que corazón alguno.

Y, colorín colorado, el Espejo Mágico se ha sonrojado.


Es un poco bruto, pero nunca puedo resistirme ante una perversión de un cuento popular. Por desgracia, antes de que Raquel pueda leer el micro, retoma su lección.

Como de costumbre, me abstraigo de sus explicaciones. Ahora mismo, poco me importan los efectos que el exceso de adverbios acabados en mente tiene sobre la mente del lector. Su lenguaje corporal es mucho más interesante. Más aún hoy. Si tenía alguna duda sobre la razón de la ausencia de respuesta a mi correo, su actitud la evapora. Durante toda la disertación, emite señales que solo yo sé interpretar y que ponen a prueba mi autocontrol, sobre todo ese modo de acariciar el rotulador más que sostenerlo… No puedo dejar de imaginar que, en lugar del rotulador, son mis pechos lo que esos dedos acarician, que mis pezones erectos son ese tapón rojo pasión que ella está ahora recorriendo con la yema del pulgar. Estoy a cien. Si no llevase un sujetador con relleno, creo que ahora mismo mis pezones estarían pugnado por agujerear la tela de la camiseta. No sé cómo estoy logrando contener las ganas de arrojarla sobre su mesa y empezar aquí la representación de mi humilde Epopeya. Pero lo hago. Me siento heroica, y pienso cobrarme mi premio cuando salgamos de aquí.

Creo que ni Herakles pasó por una prueba tan dura como la que hoy he superado. Ya suena la trompeta (sí, los organizadores del curso son así de originales) que anuncia el fin de la clase. Y el de mi dulce agonía... No es solo que ya no tenga que contenerme, es que Raquel ha tenido tiempo de teclear una apresurada respuesta.

Ya de adulta, Alicia dejó de perseguir conejitos blancos; solo la estela de un venado llevaba al verdadero País de las Maravillas.

Parece que mi periplo heroico no ha terminado, pero hermoso es el premio que lograré al salir victoriosa de semejante lid. Le hago un gesto discreto de comprensión. Después, me apresuro a cumplir con las tareas encomendadas.

Hoy es mi día de suerte. Tenía duda sobre qué variedad del fruto prohibido comprar y en la tienda tienen una pequeña remesa de García Sol. Su exterior es una alegoría pasional, su interior rebosa erótico jugo. Al pagar, me ruborizo cuando el frutero me pregunta si hace mucho calor en la calle. Pertrechada con mi fruta prohibida, me adentro en una parte menos concurrida del barrio. Nadie confiesa acercarse por la zona, pero todo el mundo la conoce, sobre todo cierta calle decorada con azulejos con motivos de caza: escopeteros y animalillos cornudos. Ni idea de si son venados o bambis, la verdad. Solo sé que es la estela que he de seguir para llegar al único País de las Maravillas que tenemos por estos lares.

Pese a su nombre, la fachada del local más parece haber sido sacada de una película post-apolíptica. Pintura desconchada, un toldo que ya ni se acuerda de cuándo fue rojo, un cartel de neón con luces fundidas que parece vender « l Pa s d la Mar vi as». Espero que lo de dentro esté algo mejor.

Acciono la manilla y, en cuanto doy un primer paso en el interior de ese antro de perdición, un aroma tan sensual como exótico me embriaga. La música suena suave, envolvente, y la luz tamizada crea una sensación mágica. Más que en el País de las Maravillas, tengo la impresión de estar en un escenario a lo Mil y una noches. Por unos segundos, me olvido de Raquel y siento deseos de perderme entre la multitud de explorar ese universo sensual que se esconde bajo la decrépita fachada de un club de alterne de barrio. Pero, antes de que dé un paso, me intercepta el Hada Madrina o, más bien, su hermana, la reina del sadomaso. Tiene alitas y una varita con estrellita incluida, pero las alas están pegadas a los tirantes de un sujetador que no tiene dónde poner otro remache metálico, y la varita decora el mango de una fusta. Una falda-cinturón de cuero y unas botas hasta la rodilla rematan su atuendo.

—¿Eres Alicia? —me ruge.

Por unos segundos me siento confusa y con ganas de salir corriendo. Pero, al final, asiento. «Alicia» no es mi nombre, pero supongo que Raquel se toma muy en serio esto del guiño a los cuentos populares.

—Bianca me dijo que te acompañase hasta su castillo. Sígueme —ladra, autoritaria.

Obediente, la sigo mientras empiezo a preguntarme si Raquel tendrá por costumbre hacer estas pantomimas. El Hada Sadomaso no parecía muy sorprendida por el teatrillo del que le ha tocado formar parte. Finalmente, me deposita a la puerta del castillo, la habitación 69 de ese mundo perverso. Ahora entiendo por qué Raquel siempre sonríe de un modo tan peculiar cuando nos dice que, a veces, es bueno tirar de tópicos.

Mi enérgica guía me da un sobre antes de despedirse. Lo abro para encontrarme una nota muy escueta, y casi tan mandona como el Hada de los Látigos.

Deja la fruta sobre la cama y desnúdate. Luego, escribe. Si te tocas, estás suspensa.

Raquel está en la cama, desnuda, su espalda se apoya contra el cabecero de forja. En la mano izquierda sostiene una versión hiperbólica del rotulador y sus piernas están abiertas en una posición nada sutil. Coge una manzana de la bolsa que he dejado sus pies.

Como buena alumna, me afano en cumplir el resto de instrucciones, agradeciendo librarme de la ropa sudada.

Mi mesa está justo enfrente del lecho; primera línea de lujuria. ¡Bendito sea al tacto frío de la silla bajo mis nalgas! Creo que ha bajado mi temperatura corporal un par de grados. No sé cómo no ha salido humo y todo. En fin, mejor me concentro en Raquel y en el teclado. Sobre todo en el teclado, no quiero suspender este examen en particular. Y no es que la maestra me lo esté poniendo fácil. Raquel devora la manzana a pequeños mordiscos, dejando que la punta de su lengua se escape en ocasiones de su boca y lama con lascivia las zonas mordidas, como si me estuviese diciendo: «Estas podrían ser tus tetas». Su otra mano no se está quieta, ni mucho menos, se ha metido el falso rotulador en lo que los cursis llamarían su «pozo de placeres» y ahora lo mueve con tanto frenesí que temo que la pobre acabe con ampollas por culpa de la fricción.

El movimiento del juguetito es ya tan frénetico que Raquel ya apenas puede tentarme con la manzana, sus labios están demasiado ocupados frunciéndose para contener unos gemidos que no me tentarían más si fuesen audibles.

Me paso la mano por el cuello, cubierto de sudor, por unos segundos, siento el impulso de dejarla bajar por mi torso, de acariciar mis senos y estrujar unos pezones ya dolorosamente erectos. Concluida la escalada, atravesaría el desierto de mi vientre para adentrarme entre la maleza en busca de terrenos pantanosos... Y aliviar de este modo el calor que me invade... Inundar una silla que ya está sensiblemente húmeda... ¡No! ¡No puedo hacer eso! Debo escribir. Aporreo el teclado casi al azar. Vomito sobre él mis fantasías, en un baile de erratas que no sería capaz de solucionar ni el Corrector de Hamelin.

Por fortuna, los dioses se apiadan de mí en el momento adecuado. Raquel exhala un complacido suspiro de placer en el mismo instante en que mis dos manos abandonan el teclado. ¡Ha estado cerca!

A una orden suya, le paso el ordenador. Entre febril y atemorizada, la veo leer el delirio que he perpetrado. Finalmente, deja el portátil a un lado y, tras mirarme con un gesto severo que me hace temer lo peor, me susurra.

—Autobiografía pornográfica a cuatro manos.

Creo que es la primera vez que alguien cita un escrito mio. Casi me pone tan a cien como la propia Raquel.

Siguiendo mis dictados, me siento a horcajadas sobre ella y le robo la manzana. Mientras reto a mi profesora con la mirada, doy un buen mordisco al fruto prohibido. Ahora la pelota está en su tejado. Que me demuestre si es o no buena lectora. Lo es. Fiel al primer párrafo, Raquel sumerge el todavía húmedo rotulador entre los pliegues de mi sexo. Me muerdo el labio interior para contener un gemido de dolor. Eso no estaba en el guión, pero el juguetito es más ancho de lo que esperaba, y Raquel lo está sumergiendo en latitudes inexploradas. Espero que no se encuentre allí al Demonio de las Profundidades o algo así. De momento, se está limitando a descubrir al monstruito perverso que duerme en mi interior. Mi cuerpo se está electrizando de un modo que jamás había creído posible —y no es que antes fuese una mojigata— mientras el aparatito se mueve en mi interior a un ritmo endiablado. Su anchura me provoca pinchados de placentero dolor que aún se hacen más intensos a medida que su osadía exploradora la hace avanzar hacia territorios más profundos.

Quiero gemir, gritar como una perra en celo. Deseo decirle que no pare, que vaya más allá, que me lo meta hasta que me salga por la boca. Pero no puedo. A la cabrona de mi musa le pareció buena idea susurrarme que yo debería permanecer muda en este punto de la función. Así la escena tendría más morbo. ¡Jodida cabrona fumadora de ficus! Por lo menos me dio margen para improvisar. Solo me hizo escribir: "Nada de hablar o emitir ruiditos complacidos". Suerte que aún tengo la manzana en la mano. Empiezo a engullirla compulsivamente, tratando de seguir el ritmo del osado cilindro explorador; un río de jugo se convierte en cascadas a la altura de mis pezones. Fiel al cuarto párrafo, Raquel las intercepta y las explora hasta llegar a sus fuentes. Su lengua se pasea, provocadora, a lo largo mis labios.

Ante esa caricia ya no puedo aguantar más, y me derramo, evitando así que el rotulador se incendie en mi interior.

Raquel me mira con su mejor gesto inescrutable.

—¿Autobiografía pornográfica a cuatro manos? —pregunto con timidez.

—Toda una jodida serie —me contesta, segundos antes de meterme la lengua en la oreja.

lunes, 21 de mayo de 2012

Historias de Naima: Naima y Ángel. Por Daniel Pérez Navarro.



La primera boca que besa la de Naima huele a alcohol y a tarta de queso. La invade sin preguntar, sin que ella lo espere. Sin embargo, ella le deja hacer. No es un beso agradable. Él es brusco, empuja con la lengua como si quisiera alcanzar el intestino y le araña con los dientes. El hombre se aparta de la boca de Naima y le introduce dos dedos humedecidos con saliva en la vagina, y lo hace del mismo modo, sin atención, sin modales. Apenas unos segundos después, él le da la vuelta, y así, de espaldas, la empuja para que incline el tronco sobre una mesa. Entonces retira los dedos y le introduce el pene. Él es rápido y violento, y enseguida empieza a moverse. Los empellones tienen el sabor de las frases amargas. Y Naima le deja hacer, y gime, aunque no sabe por qué ni por quién.

Naima descansa en un sillón. Mira a una chica morena de pelo corto que gime de una manera mecánica, da igual quién la posea, cómo lo haga y cómo tenga el pene. Hay uno que solo quiere hablar. Se acerca a Naima y le hace mil preguntas: ¿Cuántas pollas has tenido en tu cuerpo al mismo tiempo? ¿Te lo has tragado? ¿A qué sabe? ¿Por detrás te gusta tanto como por delante? ¿Te lo montas con tías? ¿Te gusta que te sujeten con cuerdas? ¿Has cobrado alguna vez, aunque solo sea por saber qué se siente al hacerlo por dinero? Naima no responde y él se marcha llamándola cerda, una y otra vez. Eres una cerda, como esa que chilla, seguro que tampoco te importaría que te la estuvieran metiendo toda la noche.

Los que tienen principios y reglas morales y dedos con los que señalar también tienen la polla dentro de Naima y las que llaman putas a las que no siguen sus normas y principios tienen la lengua en los pechos de Naima y los que son celosos y las que son celosas esa noche lo toman todo como un juego que durará hasta el amanecer y los que dicen oh-querida-no sabes lo elegante que estás y las que dicen oh-querido-me gusta tu saber estar se propinan azotes y se lamen el culo y la única que duerme dentro de sí es Naima, y las pollas se deslizan una tras otra dentro de ella y diferentes manos la palpan como si su piel fuera un trofeo y a Naima le da igual porque hace rato que se acurruca dentro de sí y ha retrocedido en el tiempo y se ha convertido en aquella adolescente que se llevaba una mano a la ingle con timidez y soñaba con los dedos de mil chicos recorriéndola incansablemente mientras una luna blanca y más que blanca la miraba y se reía.

Una vez una chica vino a mi tienda y me dijo que lo haría conmigo por veinte euros, y yo le respondí que no. Veinte me parecía mucho. Le dije que por un plato de patatas con huevos. ¿Y sabes lo que respondió la chavala? Qué bien me conoces. Eso me soltó: qué bien me conoces. El hombre que cuenta esa historia deja de hablar y gime. Luego Naima se aparta de su entrepierna. La pelirroja tiene hinchado el interior de los labios. Dile al siguiente que no se acerque a mi boca, dice ella.

Uno de ellos sale del piso y se acerca a un pub cercano, lo único que hay abierto a esas horas. Entra a pedir hielo. Es para una fiesta, se nos ha terminado, dice. Mientras uno de los camareros llena una bolsa de plástico con cubitos, el otro escucha su chascarrillo: cómo le ha metido la polla dos veces a una tal Naima y cómo va a intentarlo una tercera vez, en cuanto beba algo y recupere fuerzas. ¿Cómo es?, pregunta el camarero. ¿Quién? Esa Naima. No sé, una zorra. ¿Es pelirroja? Yo qué sé, ¿tú crees que me fijo en el pelo?, si quieres te describo el coño. El camarero se quita el delantal y sale del mostrador. ¿Puedo acompañarle?, pregunta. El otro le mira muy serio durante un par de segundos, pero enseguida rompe a reír y se dobla y tose. Claro que puedes, esa tiene para todos. Entran en el piso y el camarero busca en las habitaciones hasta dar con Naima. Encima de ella hay un hombre muy obeso. Su carne hace un extraño ruido de acordeón al golpear el culo de la pelirroja. El camarero sujeta al hombre gordo por el cuello y tira de él hacia atrás, hasta sentarlo, y a continuación le da una patada en el tórax que le corta la respiración. Luego coge a Naima en brazos y echa a andar. La pelirroja tiene los ojos cerrados, como si durmiera, y se deja conducir. Alguien se le acerca y le pregunta qué hace, pero recibe una patada en la ingle y se dobla y se calla. Y Ángel sale con Naima de aquel piso.

(de "Historias de Naima" de Vera Zieland, seudónimo de Daniel Pérez Navarro)

viernes, 18 de mayo de 2012

Marejada. Por Soraya Romero.




Consumida, entregada al mar, a tu cuerpo dibujado en el ocaso, al salitre de tus besos y a la humedad de tus palabras parezco seguir empapada de ti, y tu atmósfera retiene todo el agua de mis ojos.

Me acaricio, me acaricias, deambulamos por mi piel y la sombra de tus manos dibuja mis caderas devoradas con avidez por tu boca, como Cronos engullía a sus hijos, deseando prolongar el tiempo a dentelladas para acabar conmigo antes de que mi lengua de serpiente te ate a mí, antes de que este veneno te haga mío para siempre.

Mis pechos se tornan firmes, sabor marino, color coral, jugosos, tuyos, mientras tus labios recorren mi torso desnudo para perderse más abajo de mi ombligo, para degustar el fruto de mi vientre, el principio del comienzo, allí donde las olas rompen con fuerza hasta desgarrar mi alma con sus espumosas zarpas blancas.

Me deseo porque descansas en mi cuerpo y nadas en mi sudor, porque me siento tan dentro de mí como si realmente fueras tú, enajenada, azotada por el calor de los recuerdos, extasiada hasta la locura... Es entonces cuando las olas alcanzan la orilla y penetran en el abismo escondido entre mis piernas, embistiéndome, sacudiéndome hasta hacerme estallar en un orgasmo que invoca tu nombre, que arrebata mis sueños. Vuelve Neptuno. Regresa Poseidón.

lunes, 14 de mayo de 2012

He llegado a Valencia. Por Audrey y Terry.



He llegado a Valencia; nadie en la calle, el calor destierra a la gente a sus casas y os encuentro esperándome en el lugar acordado. Mi corazón late agitado por el encuentro, pero sobre todo por el motivo de mi visita. Saludo a tu marido con un efusivo abrazo, como si nos conociéramos desde hace mucho tiempo, y nosotros nos damos un pequeño beso en los labios que se me antoja la chispa que ha de encender mi mecha. Vamos en busca del coche y le dices a tu marido que conduzca, que nosotros viajaremos detrás...

Subimos al coche y la excitación me invade y aviva aún más el calor que corre por mis venas. Lo dispones todo perfectamente para que tu marido pueda seguir nuestros movimientos a través del retrovisor, desde el otro lado del espejo. Yo tan sólo puedo atisbar su mirada en el pequeño cristal, una mirada viva que no quiere dejar pasar un detalle. Tu mano comienza a deslizarse como una serpiente entre mis piernas y descubres que tu presencia a mi lado ya ha surtido efecto. Paso un brazo por detrás de tu cuello y comienzas a frotar mi polla con delicadeza, con detenimiento, esperando que se ponga más dura...

La atenta mirada de tu marido no se aparta de tu rostro, observa cómo se van dibujando en él trazos de placer y lascivia. Comienzo a besar tu cuello, acariciándolo con mis labios y agarras con más fuerza mi pantalón. No se ha hablado de cómo ha ido el viaje ni de cosas superfluas; ya habrá tiempo para eso, es momento de dar rienda suelta al frenesí... Llegamos a casa y en el ascensor te abrazas a mi y empiezas a besarme, te das la vuelta y colocas tu culo en mi polla... te coges a tu marido y subes y bajas mientras gimes... el reducido espacio en el que nos encontramos ambienta el momento: tu marido contra una de las paredes viendo cómo acaricias mi polla con tu culo a escasos centímetros... No aguanto más y te agarro por las caderas y te aprieto contra mí; busco con la mano izquierda tu sexo y lo descubro empapado; el bulto de mis pantalones se acomoda entre tus nalgas y tu coño necesita lo que se le ha estado prometiendo con las manos...

Salimos del ascensor y tu marido abre la puerta mientras mis manos se pierden entre tus piernas; se cierra la puerta y el rellano queda en silencio, un silencio que augura lo que va a suceder en el interior de la vivienda... Todo está preparado; tu marido ocupa su lugar y nosotros el nuestro; de pronto tus palabras rompen el silencio: “Hazme lo que quieras... él sólo puede mirar”. Me arranco los pantalones y sin quitarte la ropa interior comienzo a saborear las mieles que han quedado en ella. Aparto el delgado cordón del tanga y paso mi lengua desde el clítoris hasta el culo, deleitándome en el pequeño y oscuro objeto de deseo que se muestra ante mí. Estás a cuatro patas y sin soltar tus muslos acerco mi boca a tu oído y te digo que quiero follarte la boca, no me la vas a chupar, yo te la meteré y la sacaré para que tu marido pueda verlo bien. Te coloco la polla, amoratada por la excitación, sobre los labios y los abres dulcemente dejándola entrar. Comienzan los gemidos y el sudor, acaricio tu pelo mientras siento tu lengua en mi glande; la tienes toda en tu boca y yo estoy a punto de correrme en ella.

Puedes saborear las primeras gotas pero la saco y te doy la vuelta, mirando a tu marido, para que pueda ver tu cara mientras te follo. Te empiezo a joder desde atrás aprovechando mis largos brazos para tocar tu clítoris y la saliva empieza a gotear de tu boca. Acerco dos dedos a tu lengua y te la meto hasta que sientes cómo mis calientes huevos quedan aprisionados contra ti. Humedeces mis dedos y los llevo a tu culo para estimularlo. Le digo a tu marido: “Voy a follármela por el culo”, él no dice nada. Te pregunto: ¿Quieres?”, “Siiiii... aaaahh”. Saco mi polla, mojada por tu coñito, y escupo en tu culo. Lo reparto bien con mi capullo y presiono para que entre, pero no la meto... no voy a dejar que te corras tan fácilmente. Me echo para atrás y quedo tumbado, pero te arrastro conmigo y te subo encima de mí con las piernas bien abiertas, para que tu marido pueda observar lo que voy a hacer. Estás encima de mí, de espaldas, y te pido que seas tú quien se la meta en el culo; obedeces y entra sin oposición, con cada centímetro que penetra elevas el tono de tu gemido. La postura es ideal para que sobes mis huevos y mi culo mientras te follo el tuyo; yo te abro el coño y te meto tres dedos que inmediatamente lamo con desesperación para llevarlos a tu boca después. Sigo masturbándote hasta que te corres y los movimientos de tus músculos hacen que me corra en tu culo.

Sientes el calor de mi leche en tu culo y los espasmos son cada vez más violentos. Saco mi polla y entre tus nalgas se han mezclado nuestros orgasmos; estamos sudados y yo chupo con avidez tu cuello; el sabor salado de tu cuerpo me excita aún más y vuelvo a metértela por el culo, a lo que tu marido hace un amago de intervenir pero se queda sentado. Es tu noche y la mía. La saco y bebo de tu coño el embriagador líquido que brota de él y te follo, esta vez cara a cara... Los besos se vuelven salvajes, casi nos chupamos las bocas y froto mi cara contra tus tetas sin dejar de follarte como un animal en celo, con nuestras manos entrelazadas y los brazos en cruz; vuelves a correrte y yo eyaculo en tu rasurado monte de Venus. Pasas un dedo por mi leche y la saboreas, después te saboreo yo a ti. Las sábanas están pegadas a nuestros cuerpos y le pides a tu marido que prepare un baño... pero esa... es otra historia.

viernes, 11 de mayo de 2012

Palabras de viaje. Por Antonio González.



"A veces ocurren acontecimientos en nuestras vidas que suponen un hito en nuestra historia, un fenómeno crucial que cambia nuestra existencia. Pero, en muy pocas ocasiones, una experiencia transforma nuestra perspectiva, nuestra visión del mundo, en una profundidad sin límites, como si se trastocaran los enlaces íntimos que mantienen unidas las cadenas de nuestro genoma.

Fue aquel viaje el detonante que produjo en mi interior una radical metamorfosis, cambiando axiomas y paradigmas, soliviantando las argumentaciones lógicas, de razonamientos de sentido, para adoptar una nueva estética, exigiéndome un ímprobo esfuerzo creativo que acabó alumbrando un nuevo sentido estético. Bien visto, más que un cambio, aquello parecía una liberación, el rescate de la cordura y el aprendizaje de la locura, tal vez lo más racional que albergue este tortuoso mundo. Como consecuencia, entré en una suerte de estado permanente de exilio, callado y escondido, como lo son todos los exilios interiores. Porque no fue un viaje al uso, como tantos. Nada podía ser igual después de visitar tu cuerpo.

A partir de entonces fue acrecentándose un hambre atroz conforme iba probando cada una de tus caricias, avanzando en un periplo que me llevaba a los rincones más ocultos de tu epidermis, donde mana el caudal inagotable de un placer inspirador, siguiendo la fuerza telúrica del solar de tu cuerpo. Con el tiempo fui aprendiendo de memoria cada uno de los infinitos itinerarios posibles, porque en ti es imposible permanecer, no hay tiempo para la quietud, pues sólo se puede acceder a las íntimas moléculas a través del continuo vagar. Y aquel tránsito continuado no sólo me llevó a un apego absoluto a tu presencia sino al autoconocimiento de mí mismo, como un viaje de ida y vuelta. Pero el recuerdo del primer rito iniciático sigue siendo la llave que abre el territorio contemplado, aquel que se ansía habitar.

En el trasiego de las caricias, profundas y cálidas, percibía el temblor opaco de tu carne al escudriñar el contorno de tus pechos de perversa esferidad, revelando las suaves ramificaciones de la piel, de aquella arquitectura de bóvedas que alimentan el deseo. Y ahí me detenía perplejo ante aquellos pezones exuberantes que lamía con deleite, esperando saciar mi apetito lácteo, como si fuesen lenguas sujetas a la mía en un lazo espumoso, mientras palpaba el profundo valle que, entre ambos, era capaz de albergar mi sexo expandido. Fue entonces, y sólo entonces, que vi el murmullo de tu intensa mirada, alentada por el aleteo de los suspiros. Asistir a la hermosa orografía de tu rostro era realizar un viaje dentro de un viaje. Saltar de la profunda negritud de tus ojos, rozando mis labios los trémulos párpados, era el inicio de un trayecto seguro hacia tu boca por las aristas romas de tu nariz. Allí, donde se escapa el húmedo aliento de la erupción del volcán de tus labios, se originan las repentinas corrientes internas de nuestros cuerpos, las que recorren el espinazo de las espaldas sudadas, mientras mis dedos se atan a tus cabellos, donde tus manos hunden sus garfios en mi piel.

El tiempo parecía aletargarse al compás de caricias suaves y de besos agudos moldeados por labios incisivos. Así descubrí la sedosa piel de tu cuello, flanqueado por los látigos negros de tu cabellera, que iba abriéndose a mis besos, mientras se apresuraba mi corazón, que parecía expandirse. De repente me hallé ante el oasis de un diminuto y redondo lunar escondido en la base de tu nuca que tropezó en la locura de mi lengua. Un lugar que calmaba el río torrencial de la adrenalina, pero que fue el principio de una hermosa locura. Porque fue una locura adentrarme en aquel paisaje de contornos delicados, de sabor a tierra mojada, de dulces olores, recorriendo las eléctricas contorsiones de tu espina dorsal, atravesar la curvatura de tu cintura y trasladarme, en una odisea que parecía interminable, de vuelta a la cúspide de tus pechos en plena erupción. Desde allí se abrían las apacibles llanuras de tu vientre, balanceándose en el jadeo de la brisa de tu respiración. ¿Cómo iba a saber que en aquel espacio abierto, de aguas mullidas, se encontraba el secreto de tu fuego? Fue llegar a la depresión circular de tu ombligo, pequeño e inquieto, y deslizar mis labios en una cálida caricia y adormecer mi lengua en los minúsculos bordes y percibir como arrasaba un incendio desde su hondura traspasando tu piel y arrasándome, como una hecatombe que me despedazaba, bajo tus garras como manos. Aquella llama ardiente, de un placer casi insoportable, me hizo abandonar aquellos parajes, buscando una salida por aquellas caderas abiertas en flor.

Entre la piel ardiente de tus muslos, de carne tierna y acogedora, descubrí el secreto oculto de tu sexo ignoto, Aquel que se otea desde el monte de Venus, la última estribación que aguarda antes de arribar a los puertos de las impetuosas corrientes del placer desbordante. Allí, entre la frondosidad esponjosa, las caricias se atascaron largo tiempo, como envueltas en nubes de plumas que volaran sobre el pubis. Y tu cuerpo comenzó a retorcerse, al principio con sutileza, pero conforme iba abriéndose la amapola de tu sexo, llegaron espasmos y convulsiones plantando con deleite un placer intenso que me atravesaba sacudiéndome todos los huesos, por dentro. Y así, con mis dedos como llaves se fueron descorriendo las cortinas que velaban tu sexo, rojo y húmedo, de ardientes comisuras donde se expandía la columna de torrentes que regaban aquel regazo caliente para alzar, entre las tormentas, un soberbio clítoris, como un pistilo humeante de flores de fuego. Como los campos recién cultivados, que abrazan solícitos la lluvia, aquellos pétalos me recibieron. Y como el terremoto que sacude la tierra, surge el espasmo, el estertor violento, convulso, que mueve agitado la mano crispada. Es cuando los cuerpos estallan en un grito feroz, de implacable fuerza, al horadar tu cuerpo que recibe mi sexo hasta la extenuación infinita, bajo las convulsiones palpitantes de tu vientre, agitadas por un enjambre de millones de mariposas. Y en el placer del estruendo me siento extinguir, vaciándome desde lo más profundo de mi ser, para empaparte por dentro. Y siento como si muriese, en un sacrificio cálido, espeso, con la certeza de que tu cuerpo es el detonante de mi propio renacimiento, advirtiendo que aquel viaje no ofrecía retorno alguno...”

Se había quedado exhausto, agotado por el recuerdo, inmóvil frente a aquellas palabras volcadas en el papel, antaño blanco.

¿Qué escribes? —ella se acercó curiosa, sorprendiéndole por detrás, con el rostro sobre su hombro.

Nada... Una tontería que habla de ti...

Déjate de chorradas. Vamos a follar.

Siempre le gustó su simplicidad para estas cosas.

lunes, 7 de mayo de 2012

Nacimiento. Por Ángel Luis Sucasas Fernández.



El tiempo comenzó a correr. Dos minutos. En el umbral de la vida y de la muerte.

Miguel cubrió la cabeza de Ana con la bolsa de plástico, pulsó el contador del cronómetro y penetró por detrás a su esposa.

Treinta segundos.

La pelvis de Miguel chocaba y chocaba contra las nalgas de su mujer. Cada vez más deprisa. Cada vez más brutal. No había aceites que mitigaran el dolor. Ni saliva. Solo sequedad, dureza y dolor. Un dolor blanco que pronto se haría rojo.

Un minuto.

La bolsa pegada a las mejillas, a los labios, a la garganta, invadiendo el paladar deseoso de gustar el aire que le era negado. Y el pistón subiendo y bajando. Y la carne rozándose y abriéndose. Y la sangre fluyendo.

Un minuto y medio.

El éxtasis muy cerca ya, casi al alcance, mostrando su belleza cercana pero sin dejarse alcanzar aún. Miguel, una máquina perfecta, el sueño del Gran Arquitecto, entregado sin resistencias a los dictados de su condición. Ana, la virgen del dolor, ultrajada, humillada, bordeando la muerte; tal y como quería sentirse.

Dos minutos.

El éxtasis no llegaba aún. Ni tampoco la alarma.

Dos minutos diez.

Jadeos y silencio. Jadeos y silencio.

Dos minutos veinte.

Un largo gemido que crecía, crecía y crecía. Miguel tocó el éxtasis. Y su semilla derramada se mezcló con la sangre.

Pero algo había ocurrido ya. Algo malo. Ana no se movía. Un líquido más carmín que blanco fluía de su interior, único signo de vida en un cuerpo desmadejado; marioneta sin hilos.

Miguel quitó la bolsa, le tomó el pulso, no lo encontró. Miró el cronómetro sobre la mesilla de noche.

Y sí, aunque él pulsó el contador que lo haría andar hasta la voz de alarma en los dos minutos, la aguja no se había movido. Ni un solo segundo.



Eso fue hace dos meses.

Ahora, Ana está de vuelta en casa, al fin, tras casi rendirse a la muerte durante dos largas semanas en el limbo. Miguel vuelve a trabajar ya, al otro lado de ese cubículo de cristal medio escondido por las venecianas que marca la distancia entre la cabeza y los meros miembros.

Miguel atiende el teléfono, consulta el mercado de valores, toma decisiones por el precio de muchos hombres y consume café tras café. Pero su agresivo retorno es solo un tigre de papel, por mucho que ruja y enseñe las garras. Pues el tigre tiembla como una hoja entre latido y latido, temiendo que no sea el teléfono sobre su despacho el que suene, sino aquel que lleva en el bolsillo de su pechera, aquel que zumba ya, haciéndole cerrar los ojos pesadamente y musitar una plegaria.

Es un mensaje multimedia. Un vídeo. Muestra unas piernas abiertas y un sexo de mujer y un dedo entrando y saliendo de él, embebiendo su húmeda tibieza.

Miguel conoce lo que ve. Ana. Ana y los misterios de la carne. Ana y las tinieblas que los devorarán a ambos.

Pero, ¿qué puede hacer él? Nada. Nada desde que esa radiografía dijo una verdad que quebró el alma de Ana en pedazos. Su seno no era el jardín salvaje, frutos esperando ser tomados, sino un yermo desierto, donde nada crecería hoy. Ni mañana.

Así que los placeres de alcoba cambiaron. Ya no bastaba con juguetear con las normas, con hacer más flexible el doble ente en que se unían para aliviar el dolor, el vacío de negro hielo que había dejado en sus vidas aquella radiografía. Ahora eso no bastaba. Ahora Ana pedía más.

Bondage, parafilias, humming, fisting... Raras voces de un vocabulario prohibido.

Pero solo ellos dos. No más que ellos dos. Unidos en el dolor, el deseo y el amor de las bestias.

El móvil zumba otra vez. Miguel se pierde la pregunta de un subordinado, le pide que la repita sin entenderla aún. Zumbidos y zumbidos. Retira a ese muchacho de Harvard deseoso de humillarse ante el rey y vuelve, ya en soledad, a mirar su móvil.

Esta vez es un mensaje. Pocas palabras. Solo dos.

Noche especial.

Y Miguel no reprime el escalofrío.



Al llegar a casa, velas como única luz. Extraños candelabros de fuste salomónico. La gran lámpara de araña del vestíbulo brillando con mil visos bajo el trémulo resplandor.

Y una voz.

–Ven. ¡Ven!

Miguel vuela al dormitorio.

Y no cree lo que ve.

Colores en la pared, en el suelo y en el cielo raso. Y formas extrañas dibujadas con tiza, formas que hablan del diablo y de las brujas.

También las hay en el cuerpo desnudo de Ana, que ya no luce su piel de alabastro más que en rostro, manos y pies, pues un complejo dibujo, que recuerda a los múltiples anillos de una serpiente enroscada, cubre en coloridas escamas sus formas del deseo.

–Ven. ¡Ven! –es todo lo que dice Ana–. ¡Ven!

Miguel va. Se deja desnudar, besar, excitar, besa también, da placer, lo recibe, penetra, goza del calor...

Pero algo pasa. Algo distinto a toda anterior ocasión. Una fuerza invisible. Una garra de hierro que une los dos cuerpos como si fueran uno más allá de la metáfora. Los une literalmente.

Torso con torso, venas con venas, huesos con huesos. Miguel, horrorizado, intenta evadirse, pero Ana lo fuerza a seguir a su lado; aunque bien inútiles son ambos esfuerzos, pues sus cuerpos ya comparten glándulas, vísceras y carne.

–Lo hago por nosotros, amor –susurra Ana–. Por él. Por nuestro pequeño.

El grito de Miguel se pierde cuando su garganta se transforma en otra cosa, roja y palpitante.

Y el último rasgo de lo que fue antes pareja, un ojo femenino y victorioso, sumido en el éxtasis, desaparece en la nueva y vacilante anatomía.

Ensangrentada, vuelta del revés, batiburrillo de órganos y fluidos perdiendo su anterior propósito, palpita sin orden ni concierto. Pero pronto las células interpretan la nueva melodía y se contraen, desechando lo viejo y conformando lo nuevo. Donde había dos, uno. Y así se va sucediendo.

Al final, un nuevo cuerpo sobre el despojo y la escoria. Un cuerpo de un muchacho, casi de un niño, joven aún para el bozo pero viejo ya para temer a la oscuridad.

Tiene dos hermosos ojos, uno de madre y otro de padre, y su disonante color es en verdad voz de excelsa armonía.

Sus labios perfectos, aún por mancillar con el deseo y la palabra, moldean su primer mensaje.

–Madre. Padre. Os siento en mí. Dos es uno. Uno es dos.

Y así es.

Una nueva puerta abierta al goce; a los placeres; a la vida y a la muerte.

Una nueva puerta que cruzarán los tres.

Sagrada familia.

Sublime nacimiento.

viernes, 4 de mayo de 2012

Un clásico. Por Arancha Alba.


Ya estaba muy harta. Salí corriendo de la oficina, tan rápido que me dejé la chaqueta, pero lo que menos me apetecía en ese momento era volver. La estaba echando de menos, pero no iba a meterme allí otra vez aunque el frío no fuera agradable y la nubes advertían lluvia y algo más.

Vale que la crisis no estaba poniendo las cosas fáciles, pero que se aproveche la situación o se use como excusa para todo... Ya era demasiado: que si te agobian, que si recorte por aquí, por allí, que si hay que producir, que si la eficiencia… ese día fue el colmo. Y quise escapar.

Además el trabajo era solo una “muestra”, una parte. Socialmente hablando la cosa está tensa. Discutes en casa, en el bar, en el autobús, en la calle, la gente enferma, el paro... ¡Todo el mundo, a lo suyo! Pero con amargura y saña. Nada parecía salir bien, nada. Nada.

Llegué a la parada por inercia. Cuando levanté la vista del suelo me di cuenta que allí había más gente que en la guerra y que iba a ser difícil entrar en el autobús. Ya se sabe que en cuanto caen dos gotitas parece que la gente sale de debajo de las piedras y todos queremos coger algún transporte que te lleve seco a casa. Aunque en ese momento no llovía, la cosa se ponía cada vez más fea. Sopesé la situación, y con el lamentable estado de ánimo que tenía lo menos conveniente era aguantar los empujones, los olores y los humores de tanta gente desconocida apiñada. No… No.

Así que salí de aquella desigual cola y arrastré los pies por las calles, con la cabeza fija en el suelo, sin rumbo fijo y con los ojos húmedos por la incipiente llorera que produce la tensión acumulada que estalla.

Los pasos se fueron haciendo más rápidos, tanto como los pensamientos. La tensión se convirtió en rabia y la necesidad de estar sola me llevó a aquella zona residencial tan tranquila. De pronto se puso a llover a mares, como si no hubiera llovido en la vida. El problema era que aquel barrio era muy tranquilo y no había ningún sitio donde guarecerse: ni paradas, ni salientes, y mucho menos balcones, ya que los chalets de lujo nunca dan a las aceras, claro está.

Qué otra cosa podría ser peor, sin chaqueta, sin lugar donde esconderse… estaba tan frustrada que me quedé al borde de aquella acera sintiendo cómo la lluvia empapaba mi cara, mi pelo y mi ropa. Y una vez más huí, y para colmo de males, empapándome, sintiendo cómo la ropa se pegaba a mi piel y me calaba poco a poco hasta dentro.

Lo que no recuerdo bien es cómo llegué a aquella puerta. Solo recuerdo que la empujé y que se abrió. Ahora lo pienso y podía haber habido un perro malhumorado tras ella y dejarme como un cristo. Pero entré en su jardín, recorrí el camino empedrado hasta la puerta y llamé.

Casi al momento se abrió. La abrió él mismo. Su cara tenía una expresión entre la sorpresa, la pena y la incredulidad. Desde luego mi estampa debía ser lamentable, empapada hasta los huesos, el pelo chorreando literalmente, los ojos hinchados de llorar… ¡Menudo panorama! No sé ni cómo abrió.


La verdad es que nos habíamos visto poco. En realidad es amigo de un amigo y alguna vez habíamos coincidido en alguna salida. Era, y es, un tío interesante, con una edad interesante y una cuenta corriente… interesante… tanto como su conversación. Una educación de caballero y un aire de familia con abolengo… y hasta donde sabía, un soltero de oro.

Nos caímos bien desde el principio y había feeling, mucho feeling. Habíamos caído en el juego de las miraditas: yo te miro cuando no me miras, hasta que me pillas y retiro la mirada… y luego te pillo mirándome y retiras la mirada tú…


Si mis pies me habían llevado hasta su casa, fue porque me había invitado a una fiesta allí... y ellos querían volver. Y allí estaba mirándole sin saber qué decir. Sólo pudo dejarme pasar e intentar averiguar qué había pasado.

El chalecito era un lujazo. Los suelos de madera, en un principio, parecían crujir bajo mis pies, pero me di cuenta al tercer paso de que estaban perfectos, el problema eran mis zapatos que estaban tan empapados que sonaban “chof” al andar. Con vergüenza me los quité mientras él me conducía a un salón aledaño donde una acogedora chimenea ardía.

—Pero, ¿de dónde sales? ¿Cómo te has puesto así? Los paraguas existen. ¿Cómo no me has llamado antes? —me sometió a un lógico tercer grado frente a la chimenea.

—Bueno… es una larga historia… Gracias por dejarme pasar, ya no sabía… esto… la verdad es que no sé ni cómo he llegado aquí, pero… la puerta estaba abierta y yo… perdóname… no sé… no es un buen día hoy… —sencillamente no sabía qué decir.

—Vale. Tranquila. Traeré algo para secarte. ¡Estás empapada! Caliéntate un rato en la chimenea. Has tenido suerte, hoy la he encendido —su tono de voz había cambiado. Ahora ya no había sorpresa, ahí estaba ese tono de seguridad varonil que tanto me gustaba de él, y de alguna manera me tranquilizó. Mientras salía del salón, empecé a disfrutar del calor de la chimenea.

El fuego calentaba con fuerza. Cuando ya no podía más cambiaba de lado y podía sentir el frío de mi ropa empapada pegada con saña a mi piel. Se diría que acaba de salir de un concurso de camisetas mojadas ¡pero con toda la ropa, toda! ¡Y sin chaqueta! Me avergoncé. ¿Qué estaría viendo este buen hombre a través de mi ropa? Tendría que tener los pezones como vitorinos por el frío. De espaldas a la chimenea vi el sillón que estaba ocupando antes de que yo llegara, con su vaso a medio terminar en una mesita a su derecha, y pensé en cómo me vería desde allí… y dejé volar la imaginación…

A los pocos segundos volvió con una manta en la mano y me asusté al salir de repente de aquel cálido pensamiento.

—No te asustes, te traía una manta, pero veo que tal y como estás… —sus labios parecieron templar por un momento al acercarse— mejor entras al baño, te secas y me dejas tu ropa para que se seque. Ven… —dudó por un momento—. Si no te importa claro.

—¿Eh? No, no. Claro, será mejor, sí...

Podría sentir, aun sin mirarle, que me estaba clavando los ojos. Estaba tan avergonzada por todo que no me atrevía a subir la mirada del suelo. Cogí la manta y le seguí hasta el baño, y al llegar al pasillo cayó el primer trueno y la lluvia se intensificó tanto que parecía una catarata tras las inmensas cristaleras de la casa.

—Espero que no tengas miedo a los truenos… —dijo con tono pícaro. Yo solo acerté a sonreír nerviosamente. Encendió la luz y me dijo—: Este es el baño, aquí encontrarás todas la toallas que quieras, y si te quieres duchar hay de todo. Estaré en el salón.

Sola en el baño me sentí mucho más tranquila una vez que eché el cerrojo. Era una estupidez porque él siempre me hacía sentir tranquila… segura… pero suspiré de alivio al verme sola.

Me quité la ropa y preferí darme una ducha de cuerpo rápida. Pensé que sería más eficiente para quitarme el frío que se me había metido hasta los huesos y así ya podría darle un agua a mi ropa interior que si era verdad que la iba a coger para secarla... bueno, la llevaba todo el día puesta...

Me costó lo indecible quitarme la ropa mojada, en algún momento creí que la blusa se me iba a romper al intentar separármela de la piel, y lo de los pantalones… bajármelos tan pegaditos como los tenía fue todo un ejercicio que pareció ser hasta sensual por lo despacito que se desplazaba la ropa sobre mi piel.

La ducha caliente me libró de algo más que el frio, me libró de complejos y me restableció la circulación. Según me untaba despacio por todo el cuerpo de un crema de un delicioso olor que descubrí por allí, empecé a pensar en mi anfitrión… olía como siempre a alguna cara colonia fresca para hombre. Vestía clásico, pantalón, camisa y pañuelo, todo impecable y todo a medida. Para ser ya madurito la verdad es que tenía una bonita figura y la camisa blanca le resaltaba sus hermosos ojos claros. A esas alturas la suave toalla que quitaba el exceso de agua y secaba mi cuerpo pareció convertirse en una mano que me recorría; ansiaba que fuera la suya, y el ritmo fue haciéndose más lento según subía hacia el interior de mis piernas. Sentía en ese momento como todos esos cruces de miradas y todo ese feeling se convertía en algo real… y físico… y se fue la luz.

Se oyó el trueno más grande que he oído nunca. Me llevé un susto de muerte y la luz se fue. Estaba sola, ciega y desnuda en mitad de un baño que no conocía, en una casa que no conocía. A tientas encontré la manta, grande, esponjosa, caliente y acogedora, que no había probado hasta ese momento, y a su abrigo busqué, ahora, la seguridad en el exterior.

Efectivamente la luz se había ido, y parecía que en todas partes. El pasillo era algo oscuro, pero a través de las puertas abiertas no parecía llegar ninguna clase de luz, así que deduje que se había ido la luz de toda la zona. Me llamó la atención una puerta por la que salía más luz entre rayo y rayo. Era la que daba a un enorme salón de techos muy altos, todo lleno de librerías y cuadros de gente que parecía de rango y abolengo. O al menos eso parecían dejar ver los cada vez más numerosos rayos. En realidad aquella biblioteca debería ser un hall de paso, ya que hasta allí llevaban las escaleras. El techo era alto, porque a esa sala daban las barandillas de los pasillos distribuidores de las habitaciones del resto de los pisos. Desde aquellos pasillos se podía disfrutar de unas enormes cristaleras, pero al nivel de suelo había una pared que guardaba estanterías con montones de libros. Una tupida alfombra y una mesa de redondeadas esquinas y aspecto sólido completaba la decoración, junto a unas sillas de respaldo alto, que pegadas a la pared esperaban ser usadas pacientemente.

Protegida por la manta, y absorta de pura curiosidad, no me di cuenta que él estaba bajo el marco de la otra puerta. Solo miraba. Fijamente. Llevaba algo en una mano, como ropa, y la otra metida en el bolsillo. Dio un paso y dejo lo que llevaba en una de las sillas, y siguió avanzando, muy poco a poco sin dejar de mirar. A los pocos pasos estaba tan cerca que podía olerle, pero ya no podía dejar de mirarle. Di un paso atrás, y me encontré con la mesa que me flanqueaba el paso. Estaba encerrada.

Los relámpagos dejaban ver su rostro serio, atractivo y de mirada intensa. Aunque no le viera en la oscuridad entre relámpago y relámpago, sabía que seguía igual. Entre él y yo parecía existir un vacío lleno de la misma electricidad que soltaban los rayos en cada descarga. Tensión. Tensión sexual. Grande, tan grande no que hacían falta palabras. Rompí la fijeza de su mirada sobre la mía cuando me senté en la mesa abrí la manta y me tumbé sobre ambas, desnuda, esperando conseguir el calor de su cuerpo.

Un segundo. Tardó un segundo en cogerme por las caderas. Le miré a la cara y seguía mirando, serio, sin cambiar el semblante. Quise atarme a él rodeándole con mis piernas, y se zafó, abriéndome las piernas más aún. Noté que la mano que había soltado de mi cadera empezaba un suave y ligero recorrido por la parte interior de mis piernas. Llegó a la vulva, la inspeccionó, húmeda como estaba ya hacía rato, desde el baño, y sentí el placer de la tensión liberada y el de una mano experta haciéndose valer en mi clítoris. Gemí y ansié algo más, retorciendo entre mis manos la manta.

Dejo de jugar con mi clítoris y mis labios solo para bajarse la cremallera. Sonido que logré escuchar con regocijo entre los truenos y la fuerte lluvia, o me lo imagine, quizá, pero su pene sustituyó a su mano jugando plácidamente y despacio. La ansiedad llegó a niveles históricos cuando intenté abrazarle, de nuevo, atarme a él, sentirle más cerca, desabrocharle la camisa para sentir su piel sobre la mía, y me rechazó. Me quitó las manos de su brazos y las piernas de alrededor de su cadera. Le miré a la cara, tenía una expresión severa, que endurecía aun más la luz de la tormenta. Jadeando de ansiedad, mirando su cara, agarró aun más fuerte mis caderas y entró… entró fuerte, duro y de golpe. Al nivel de humedad que había a esas alturas entre mis piernas no me dolió, en absoluto, pero el envite me hizo soltar el aire de los pulmones con un sonoro gemido.

Los truenos, los relámpagos y el sonido de la lluvia ponían banda sonora a nuestro encuentro sexual, mientras mis manos tenían que conformarse con retorcer la manta, pues mi anfitrión, serio y dominante, se excitaba haciéndome desear su cuerpo, mientras me penetraba arrítmicamente, unas veces fuerte y rápido y otras desesperantemente lento. Gemía bajo su dominio, mezclando mi voz con la del azote de la lluvia sobre los cristales.

Cuando el clímax llegaba a su máximo empujé mi cadera sobre la suya rompiendo su ritmo, y quiso atarme aun más cogiéndome de un hombro para que me estuviera quieta pero ya era imposible. Su mano bajó por mi hombro, siguió bajando hasta mi duro y erecto pezón... y su fachada de hombre duro y expresión severa se vino abajo.

Primero vino una penetración honda y profunda, luego su peso, por fin, sobre mi cuerpo, y cuando su boca se puso a la altura de mi oído dijo en el susurro de un gemido:

—¡Me vuelves loco!

El orgasmo no se hizo esperar. Mientras me comía con la boca y me recorría con las manos me alargaba el clímax. Me abracé a él para vengarme por todo lo que me había hecho desear y esperar. De mi boca bajó al cuello, siguió por el pecho y llegó a mis aún más endurecidos pezones, que lamió y mordisqueó a su gusto y placer, con ansiedad y maestría. Por un momento sus gemidos y los míos se mezclaron y completaron la música de allá fuera… Había tormenta fuera… y dentro.

El seguía en su orgía por mi cuerpo flácido después del orgasmo. Resistía las potentes embestidas sin poner la menor resistencia. Lo que antes no podía darle por la ansiedad se lo estaba regalando en ese momento sin querer. Estrechaba mis manos ahora que no agarraban la manta. Mordía mi boca que ya no gemía. Agarraba mi pelo cuya cabeza no se resistía. Y gemía su excitación en mi oído, que tomaba nota de todo lo que escuchaba, mientras mi nariz disfrutaba tranquilamente de su olor.

Cuando se corrió, lo pude sentir dentro de mí. Explotó ansiosamente. Me abrazó tan fuerte que creí que me iba a romper. Me dijo de nuevo que lo volvía loco y me impuso un beso como el que pone una medalla. Y luego siguió por mi pecho. Y me dejé condecorar… todo el cuerpo.

Aún teníamos la respiración agitada cuando me dejó incorporarme. No había salido de dentro de mí, lo hizo despacio y me ayudó a taparme y a bajar de la mesa. Se acercó a una de las sillas y me dio algo:

—Es un pijama, te lo había traído para que te lo pusieras mientras se secaba tu ropa. ¿Está en el baño verdad?

—Sí. Está sobre los radiadores —aclaré.

—Mejor que la pongamos frente al fuego, si sigue el apagón no sé cuánto durará el calor de los radiadores. ¿Aún tienes frío?

—Bueno… un poco… —sabía que era una pregunta retórica. Su intención era llevarme cerca del fuego en el salón. Estaba bastante calentita entre sus brazos dentro de la manta.

Me dejó en el salón con el pijama en la mano y fue a buscar mi ropa. Cuando regresó me había puesto la parte superior de su pijama, que me inundaba de su olor, y me había tumbado en uno de los sofás grandes tapándome con la manta. Me quedé dormida por el agotamiento del día mientras miraba colgar mi ropa frente al fuego sobre la rejilla protectora que había retirado para usar de tendedero improvisado.

Al cabo de un tiempo indeterminado abrí un ojo medio dormida todavía y le vi en su sillón, mirándome dormir, con un vaso en la mano. Y caí de nuevo en el reino del sueño, soñando con él. Cuando desperté era de madrugada. Seguía en su sillón de orejas, mirando. Me incorporé a medias y le pregunté la hora. Era muy tarde y tenía que volver a casa.

—No te vayas, quédate conmigo esta noche. Mañana te llevaré al trabajo —propuso. Y al mirarle a la cara vi de nuevo esa mirada. Seria. Severa.

—Vale —acepté. Por nada del mundo el “Señor Clásico” podría dejar a su “Damisela” sola. La tenía que acompañar, cual caballero.

Pero aquella mirada no desapareció con el “vale”. Seguía allí. Sin bajar la guardia. Así que me levanté, me encaminé despacio hasta su sillón y me senté a horcajadas sobre él frente a frente. Empecé besándole despacio la boca; luego le abracé fuerte sobre mi pecho, revolviéndole el pelo, sintiéndole entre mis dedos. Después me embarqué en la cruzada de su camisa, botón a botón. Por cada botón que desabrochaba, le daba un beso húmedo como regalo. Cuando acabé con todos baje al cinturón… Un botón, un beso más, la cremallera… aquello ya andaba duro… y muy caliente. Esta vez quería mandar yo, pero una vez más tomó el control agarrando mis caderas y jugando con mi clítoris con su pene duro. Yo le besaba y el jugaba conmigo por abajo. Jadeábamos de ansiedad juntos, hasta que yo le dije "¡Ahora! ¡ahora!". Y me clavó. Esta vez yo marcaba el ritmo, rápido y profundo, cogida de las orejas de su sillón. Arriba y abajo. El seguía agarrado a mi cadera, intentando lamer y morder mis pezones, que subían y bajaban frente a su cara.

Frenéticos. No paré, no paré un minuto por mucho que me abrazó, me agarró y me quiso frenar. Por fin tenía su calor y el roce de su piel contra mi cuerpo. Era una orgía de sensaciones que ya la tormenta, que había cesado, no me impedía disfrutar, ni robarme el sonido de sus gemidos, ni el de los míos. Estábamos solos y todo era para nosotros.

Al llegar el orgasmo el ritmo se volvió más agresivo y desesperado, la respiración más fuerte y el gemido desenfrenado, y cuando ambos terminamos yo seguía moviendo mis caderas como movida por la inercia.

Hasta que no pude más y una vez más le abracé sobre mi pecho como cogiéndome a una tabla en mitad del naufragio.

Se libró de mi abrazo, se levantó conmigo y me llevó escalera arriba, cruzando aquella biblioteca que hacía unas horas nos vio gozar el uno del otro, entre libros y cuadros de caras circunspectas que también miraban en su ceguera. Llegamos a su dormitorio, donde dormimos descansando como nunca, hasta que sonó el despertador. No me dijo buenos días siguiera. Me miró a los ojos y me soltó:

—Cuando pienses en un hombre, quiero que me veas solo a mí —y me besó.

—Buenos días —balbuceé sin saber qué decir.

Mi ropa ya estaba seca, y después de un nutrido desayuno me dejó en la puerta del trabajo. Quedamos para la tarde. Y aquí estoy. Removiendo mi café número mil del día, en el bar de enfrente dónde quedamos. Le veo entrar con su traje impecable a medida y con una rosa roja en la mano, desentonando con la cochambrez de este bar de barrio…

Cuando me ve, se acerca, me besa, me da la rosa y me dice: "Vámonos de aquí". Yo sonrío, me bebo de una vez mi mareado café mientras él paga la cuenta. Lo que se dice todo un clásico.
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