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viernes, 11 de mayo de 2012

Palabras de viaje. Por Antonio González.



"A veces ocurren acontecimientos en nuestras vidas que suponen un hito en nuestra historia, un fenómeno crucial que cambia nuestra existencia. Pero, en muy pocas ocasiones, una experiencia transforma nuestra perspectiva, nuestra visión del mundo, en una profundidad sin límites, como si se trastocaran los enlaces íntimos que mantienen unidas las cadenas de nuestro genoma.

Fue aquel viaje el detonante que produjo en mi interior una radical metamorfosis, cambiando axiomas y paradigmas, soliviantando las argumentaciones lógicas, de razonamientos de sentido, para adoptar una nueva estética, exigiéndome un ímprobo esfuerzo creativo que acabó alumbrando un nuevo sentido estético. Bien visto, más que un cambio, aquello parecía una liberación, el rescate de la cordura y el aprendizaje de la locura, tal vez lo más racional que albergue este tortuoso mundo. Como consecuencia, entré en una suerte de estado permanente de exilio, callado y escondido, como lo son todos los exilios interiores. Porque no fue un viaje al uso, como tantos. Nada podía ser igual después de visitar tu cuerpo.

A partir de entonces fue acrecentándose un hambre atroz conforme iba probando cada una de tus caricias, avanzando en un periplo que me llevaba a los rincones más ocultos de tu epidermis, donde mana el caudal inagotable de un placer inspirador, siguiendo la fuerza telúrica del solar de tu cuerpo. Con el tiempo fui aprendiendo de memoria cada uno de los infinitos itinerarios posibles, porque en ti es imposible permanecer, no hay tiempo para la quietud, pues sólo se puede acceder a las íntimas moléculas a través del continuo vagar. Y aquel tránsito continuado no sólo me llevó a un apego absoluto a tu presencia sino al autoconocimiento de mí mismo, como un viaje de ida y vuelta. Pero el recuerdo del primer rito iniciático sigue siendo la llave que abre el territorio contemplado, aquel que se ansía habitar.

En el trasiego de las caricias, profundas y cálidas, percibía el temblor opaco de tu carne al escudriñar el contorno de tus pechos de perversa esferidad, revelando las suaves ramificaciones de la piel, de aquella arquitectura de bóvedas que alimentan el deseo. Y ahí me detenía perplejo ante aquellos pezones exuberantes que lamía con deleite, esperando saciar mi apetito lácteo, como si fuesen lenguas sujetas a la mía en un lazo espumoso, mientras palpaba el profundo valle que, entre ambos, era capaz de albergar mi sexo expandido. Fue entonces, y sólo entonces, que vi el murmullo de tu intensa mirada, alentada por el aleteo de los suspiros. Asistir a la hermosa orografía de tu rostro era realizar un viaje dentro de un viaje. Saltar de la profunda negritud de tus ojos, rozando mis labios los trémulos párpados, era el inicio de un trayecto seguro hacia tu boca por las aristas romas de tu nariz. Allí, donde se escapa el húmedo aliento de la erupción del volcán de tus labios, se originan las repentinas corrientes internas de nuestros cuerpos, las que recorren el espinazo de las espaldas sudadas, mientras mis dedos se atan a tus cabellos, donde tus manos hunden sus garfios en mi piel.

El tiempo parecía aletargarse al compás de caricias suaves y de besos agudos moldeados por labios incisivos. Así descubrí la sedosa piel de tu cuello, flanqueado por los látigos negros de tu cabellera, que iba abriéndose a mis besos, mientras se apresuraba mi corazón, que parecía expandirse. De repente me hallé ante el oasis de un diminuto y redondo lunar escondido en la base de tu nuca que tropezó en la locura de mi lengua. Un lugar que calmaba el río torrencial de la adrenalina, pero que fue el principio de una hermosa locura. Porque fue una locura adentrarme en aquel paisaje de contornos delicados, de sabor a tierra mojada, de dulces olores, recorriendo las eléctricas contorsiones de tu espina dorsal, atravesar la curvatura de tu cintura y trasladarme, en una odisea que parecía interminable, de vuelta a la cúspide de tus pechos en plena erupción. Desde allí se abrían las apacibles llanuras de tu vientre, balanceándose en el jadeo de la brisa de tu respiración. ¿Cómo iba a saber que en aquel espacio abierto, de aguas mullidas, se encontraba el secreto de tu fuego? Fue llegar a la depresión circular de tu ombligo, pequeño e inquieto, y deslizar mis labios en una cálida caricia y adormecer mi lengua en los minúsculos bordes y percibir como arrasaba un incendio desde su hondura traspasando tu piel y arrasándome, como una hecatombe que me despedazaba, bajo tus garras como manos. Aquella llama ardiente, de un placer casi insoportable, me hizo abandonar aquellos parajes, buscando una salida por aquellas caderas abiertas en flor.

Entre la piel ardiente de tus muslos, de carne tierna y acogedora, descubrí el secreto oculto de tu sexo ignoto, Aquel que se otea desde el monte de Venus, la última estribación que aguarda antes de arribar a los puertos de las impetuosas corrientes del placer desbordante. Allí, entre la frondosidad esponjosa, las caricias se atascaron largo tiempo, como envueltas en nubes de plumas que volaran sobre el pubis. Y tu cuerpo comenzó a retorcerse, al principio con sutileza, pero conforme iba abriéndose la amapola de tu sexo, llegaron espasmos y convulsiones plantando con deleite un placer intenso que me atravesaba sacudiéndome todos los huesos, por dentro. Y así, con mis dedos como llaves se fueron descorriendo las cortinas que velaban tu sexo, rojo y húmedo, de ardientes comisuras donde se expandía la columna de torrentes que regaban aquel regazo caliente para alzar, entre las tormentas, un soberbio clítoris, como un pistilo humeante de flores de fuego. Como los campos recién cultivados, que abrazan solícitos la lluvia, aquellos pétalos me recibieron. Y como el terremoto que sacude la tierra, surge el espasmo, el estertor violento, convulso, que mueve agitado la mano crispada. Es cuando los cuerpos estallan en un grito feroz, de implacable fuerza, al horadar tu cuerpo que recibe mi sexo hasta la extenuación infinita, bajo las convulsiones palpitantes de tu vientre, agitadas por un enjambre de millones de mariposas. Y en el placer del estruendo me siento extinguir, vaciándome desde lo más profundo de mi ser, para empaparte por dentro. Y siento como si muriese, en un sacrificio cálido, espeso, con la certeza de que tu cuerpo es el detonante de mi propio renacimiento, advirtiendo que aquel viaje no ofrecía retorno alguno...”

Se había quedado exhausto, agotado por el recuerdo, inmóvil frente a aquellas palabras volcadas en el papel, antaño blanco.

¿Qué escribes? —ella se acercó curiosa, sorprendiéndole por detrás, con el rostro sobre su hombro.

Nada... Una tontería que habla de ti...

Déjate de chorradas. Vamos a follar.

Siempre le gustó su simplicidad para estas cosas.

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