Traducir página y relato

viernes, 4 de mayo de 2012

Un clásico. Por Arancha Alba.


Ya estaba muy harta. Salí corriendo de la oficina, tan rápido que me dejé la chaqueta, pero lo que menos me apetecía en ese momento era volver. La estaba echando de menos, pero no iba a meterme allí otra vez aunque el frío no fuera agradable y la nubes advertían lluvia y algo más.

Vale que la crisis no estaba poniendo las cosas fáciles, pero que se aproveche la situación o se use como excusa para todo... Ya era demasiado: que si te agobian, que si recorte por aquí, por allí, que si hay que producir, que si la eficiencia… ese día fue el colmo. Y quise escapar.

Además el trabajo era solo una “muestra”, una parte. Socialmente hablando la cosa está tensa. Discutes en casa, en el bar, en el autobús, en la calle, la gente enferma, el paro... ¡Todo el mundo, a lo suyo! Pero con amargura y saña. Nada parecía salir bien, nada. Nada.

Llegué a la parada por inercia. Cuando levanté la vista del suelo me di cuenta que allí había más gente que en la guerra y que iba a ser difícil entrar en el autobús. Ya se sabe que en cuanto caen dos gotitas parece que la gente sale de debajo de las piedras y todos queremos coger algún transporte que te lleve seco a casa. Aunque en ese momento no llovía, la cosa se ponía cada vez más fea. Sopesé la situación, y con el lamentable estado de ánimo que tenía lo menos conveniente era aguantar los empujones, los olores y los humores de tanta gente desconocida apiñada. No… No.

Así que salí de aquella desigual cola y arrastré los pies por las calles, con la cabeza fija en el suelo, sin rumbo fijo y con los ojos húmedos por la incipiente llorera que produce la tensión acumulada que estalla.

Los pasos se fueron haciendo más rápidos, tanto como los pensamientos. La tensión se convirtió en rabia y la necesidad de estar sola me llevó a aquella zona residencial tan tranquila. De pronto se puso a llover a mares, como si no hubiera llovido en la vida. El problema era que aquel barrio era muy tranquilo y no había ningún sitio donde guarecerse: ni paradas, ni salientes, y mucho menos balcones, ya que los chalets de lujo nunca dan a las aceras, claro está.

Qué otra cosa podría ser peor, sin chaqueta, sin lugar donde esconderse… estaba tan frustrada que me quedé al borde de aquella acera sintiendo cómo la lluvia empapaba mi cara, mi pelo y mi ropa. Y una vez más huí, y para colmo de males, empapándome, sintiendo cómo la ropa se pegaba a mi piel y me calaba poco a poco hasta dentro.

Lo que no recuerdo bien es cómo llegué a aquella puerta. Solo recuerdo que la empujé y que se abrió. Ahora lo pienso y podía haber habido un perro malhumorado tras ella y dejarme como un cristo. Pero entré en su jardín, recorrí el camino empedrado hasta la puerta y llamé.

Casi al momento se abrió. La abrió él mismo. Su cara tenía una expresión entre la sorpresa, la pena y la incredulidad. Desde luego mi estampa debía ser lamentable, empapada hasta los huesos, el pelo chorreando literalmente, los ojos hinchados de llorar… ¡Menudo panorama! No sé ni cómo abrió.


La verdad es que nos habíamos visto poco. En realidad es amigo de un amigo y alguna vez habíamos coincidido en alguna salida. Era, y es, un tío interesante, con una edad interesante y una cuenta corriente… interesante… tanto como su conversación. Una educación de caballero y un aire de familia con abolengo… y hasta donde sabía, un soltero de oro.

Nos caímos bien desde el principio y había feeling, mucho feeling. Habíamos caído en el juego de las miraditas: yo te miro cuando no me miras, hasta que me pillas y retiro la mirada… y luego te pillo mirándome y retiras la mirada tú…


Si mis pies me habían llevado hasta su casa, fue porque me había invitado a una fiesta allí... y ellos querían volver. Y allí estaba mirándole sin saber qué decir. Sólo pudo dejarme pasar e intentar averiguar qué había pasado.

El chalecito era un lujazo. Los suelos de madera, en un principio, parecían crujir bajo mis pies, pero me di cuenta al tercer paso de que estaban perfectos, el problema eran mis zapatos que estaban tan empapados que sonaban “chof” al andar. Con vergüenza me los quité mientras él me conducía a un salón aledaño donde una acogedora chimenea ardía.

—Pero, ¿de dónde sales? ¿Cómo te has puesto así? Los paraguas existen. ¿Cómo no me has llamado antes? —me sometió a un lógico tercer grado frente a la chimenea.

—Bueno… es una larga historia… Gracias por dejarme pasar, ya no sabía… esto… la verdad es que no sé ni cómo he llegado aquí, pero… la puerta estaba abierta y yo… perdóname… no sé… no es un buen día hoy… —sencillamente no sabía qué decir.

—Vale. Tranquila. Traeré algo para secarte. ¡Estás empapada! Caliéntate un rato en la chimenea. Has tenido suerte, hoy la he encendido —su tono de voz había cambiado. Ahora ya no había sorpresa, ahí estaba ese tono de seguridad varonil que tanto me gustaba de él, y de alguna manera me tranquilizó. Mientras salía del salón, empecé a disfrutar del calor de la chimenea.

El fuego calentaba con fuerza. Cuando ya no podía más cambiaba de lado y podía sentir el frío de mi ropa empapada pegada con saña a mi piel. Se diría que acaba de salir de un concurso de camisetas mojadas ¡pero con toda la ropa, toda! ¡Y sin chaqueta! Me avergoncé. ¿Qué estaría viendo este buen hombre a través de mi ropa? Tendría que tener los pezones como vitorinos por el frío. De espaldas a la chimenea vi el sillón que estaba ocupando antes de que yo llegara, con su vaso a medio terminar en una mesita a su derecha, y pensé en cómo me vería desde allí… y dejé volar la imaginación…

A los pocos segundos volvió con una manta en la mano y me asusté al salir de repente de aquel cálido pensamiento.

—No te asustes, te traía una manta, pero veo que tal y como estás… —sus labios parecieron templar por un momento al acercarse— mejor entras al baño, te secas y me dejas tu ropa para que se seque. Ven… —dudó por un momento—. Si no te importa claro.

—¿Eh? No, no. Claro, será mejor, sí...

Podría sentir, aun sin mirarle, que me estaba clavando los ojos. Estaba tan avergonzada por todo que no me atrevía a subir la mirada del suelo. Cogí la manta y le seguí hasta el baño, y al llegar al pasillo cayó el primer trueno y la lluvia se intensificó tanto que parecía una catarata tras las inmensas cristaleras de la casa.

—Espero que no tengas miedo a los truenos… —dijo con tono pícaro. Yo solo acerté a sonreír nerviosamente. Encendió la luz y me dijo—: Este es el baño, aquí encontrarás todas la toallas que quieras, y si te quieres duchar hay de todo. Estaré en el salón.

Sola en el baño me sentí mucho más tranquila una vez que eché el cerrojo. Era una estupidez porque él siempre me hacía sentir tranquila… segura… pero suspiré de alivio al verme sola.

Me quité la ropa y preferí darme una ducha de cuerpo rápida. Pensé que sería más eficiente para quitarme el frío que se me había metido hasta los huesos y así ya podría darle un agua a mi ropa interior que si era verdad que la iba a coger para secarla... bueno, la llevaba todo el día puesta...

Me costó lo indecible quitarme la ropa mojada, en algún momento creí que la blusa se me iba a romper al intentar separármela de la piel, y lo de los pantalones… bajármelos tan pegaditos como los tenía fue todo un ejercicio que pareció ser hasta sensual por lo despacito que se desplazaba la ropa sobre mi piel.

La ducha caliente me libró de algo más que el frio, me libró de complejos y me restableció la circulación. Según me untaba despacio por todo el cuerpo de un crema de un delicioso olor que descubrí por allí, empecé a pensar en mi anfitrión… olía como siempre a alguna cara colonia fresca para hombre. Vestía clásico, pantalón, camisa y pañuelo, todo impecable y todo a medida. Para ser ya madurito la verdad es que tenía una bonita figura y la camisa blanca le resaltaba sus hermosos ojos claros. A esas alturas la suave toalla que quitaba el exceso de agua y secaba mi cuerpo pareció convertirse en una mano que me recorría; ansiaba que fuera la suya, y el ritmo fue haciéndose más lento según subía hacia el interior de mis piernas. Sentía en ese momento como todos esos cruces de miradas y todo ese feeling se convertía en algo real… y físico… y se fue la luz.

Se oyó el trueno más grande que he oído nunca. Me llevé un susto de muerte y la luz se fue. Estaba sola, ciega y desnuda en mitad de un baño que no conocía, en una casa que no conocía. A tientas encontré la manta, grande, esponjosa, caliente y acogedora, que no había probado hasta ese momento, y a su abrigo busqué, ahora, la seguridad en el exterior.

Efectivamente la luz se había ido, y parecía que en todas partes. El pasillo era algo oscuro, pero a través de las puertas abiertas no parecía llegar ninguna clase de luz, así que deduje que se había ido la luz de toda la zona. Me llamó la atención una puerta por la que salía más luz entre rayo y rayo. Era la que daba a un enorme salón de techos muy altos, todo lleno de librerías y cuadros de gente que parecía de rango y abolengo. O al menos eso parecían dejar ver los cada vez más numerosos rayos. En realidad aquella biblioteca debería ser un hall de paso, ya que hasta allí llevaban las escaleras. El techo era alto, porque a esa sala daban las barandillas de los pasillos distribuidores de las habitaciones del resto de los pisos. Desde aquellos pasillos se podía disfrutar de unas enormes cristaleras, pero al nivel de suelo había una pared que guardaba estanterías con montones de libros. Una tupida alfombra y una mesa de redondeadas esquinas y aspecto sólido completaba la decoración, junto a unas sillas de respaldo alto, que pegadas a la pared esperaban ser usadas pacientemente.

Protegida por la manta, y absorta de pura curiosidad, no me di cuenta que él estaba bajo el marco de la otra puerta. Solo miraba. Fijamente. Llevaba algo en una mano, como ropa, y la otra metida en el bolsillo. Dio un paso y dejo lo que llevaba en una de las sillas, y siguió avanzando, muy poco a poco sin dejar de mirar. A los pocos pasos estaba tan cerca que podía olerle, pero ya no podía dejar de mirarle. Di un paso atrás, y me encontré con la mesa que me flanqueaba el paso. Estaba encerrada.

Los relámpagos dejaban ver su rostro serio, atractivo y de mirada intensa. Aunque no le viera en la oscuridad entre relámpago y relámpago, sabía que seguía igual. Entre él y yo parecía existir un vacío lleno de la misma electricidad que soltaban los rayos en cada descarga. Tensión. Tensión sexual. Grande, tan grande no que hacían falta palabras. Rompí la fijeza de su mirada sobre la mía cuando me senté en la mesa abrí la manta y me tumbé sobre ambas, desnuda, esperando conseguir el calor de su cuerpo.

Un segundo. Tardó un segundo en cogerme por las caderas. Le miré a la cara y seguía mirando, serio, sin cambiar el semblante. Quise atarme a él rodeándole con mis piernas, y se zafó, abriéndome las piernas más aún. Noté que la mano que había soltado de mi cadera empezaba un suave y ligero recorrido por la parte interior de mis piernas. Llegó a la vulva, la inspeccionó, húmeda como estaba ya hacía rato, desde el baño, y sentí el placer de la tensión liberada y el de una mano experta haciéndose valer en mi clítoris. Gemí y ansié algo más, retorciendo entre mis manos la manta.

Dejo de jugar con mi clítoris y mis labios solo para bajarse la cremallera. Sonido que logré escuchar con regocijo entre los truenos y la fuerte lluvia, o me lo imagine, quizá, pero su pene sustituyó a su mano jugando plácidamente y despacio. La ansiedad llegó a niveles históricos cuando intenté abrazarle, de nuevo, atarme a él, sentirle más cerca, desabrocharle la camisa para sentir su piel sobre la mía, y me rechazó. Me quitó las manos de su brazos y las piernas de alrededor de su cadera. Le miré a la cara, tenía una expresión severa, que endurecía aun más la luz de la tormenta. Jadeando de ansiedad, mirando su cara, agarró aun más fuerte mis caderas y entró… entró fuerte, duro y de golpe. Al nivel de humedad que había a esas alturas entre mis piernas no me dolió, en absoluto, pero el envite me hizo soltar el aire de los pulmones con un sonoro gemido.

Los truenos, los relámpagos y el sonido de la lluvia ponían banda sonora a nuestro encuentro sexual, mientras mis manos tenían que conformarse con retorcer la manta, pues mi anfitrión, serio y dominante, se excitaba haciéndome desear su cuerpo, mientras me penetraba arrítmicamente, unas veces fuerte y rápido y otras desesperantemente lento. Gemía bajo su dominio, mezclando mi voz con la del azote de la lluvia sobre los cristales.

Cuando el clímax llegaba a su máximo empujé mi cadera sobre la suya rompiendo su ritmo, y quiso atarme aun más cogiéndome de un hombro para que me estuviera quieta pero ya era imposible. Su mano bajó por mi hombro, siguió bajando hasta mi duro y erecto pezón... y su fachada de hombre duro y expresión severa se vino abajo.

Primero vino una penetración honda y profunda, luego su peso, por fin, sobre mi cuerpo, y cuando su boca se puso a la altura de mi oído dijo en el susurro de un gemido:

—¡Me vuelves loco!

El orgasmo no se hizo esperar. Mientras me comía con la boca y me recorría con las manos me alargaba el clímax. Me abracé a él para vengarme por todo lo que me había hecho desear y esperar. De mi boca bajó al cuello, siguió por el pecho y llegó a mis aún más endurecidos pezones, que lamió y mordisqueó a su gusto y placer, con ansiedad y maestría. Por un momento sus gemidos y los míos se mezclaron y completaron la música de allá fuera… Había tormenta fuera… y dentro.

El seguía en su orgía por mi cuerpo flácido después del orgasmo. Resistía las potentes embestidas sin poner la menor resistencia. Lo que antes no podía darle por la ansiedad se lo estaba regalando en ese momento sin querer. Estrechaba mis manos ahora que no agarraban la manta. Mordía mi boca que ya no gemía. Agarraba mi pelo cuya cabeza no se resistía. Y gemía su excitación en mi oído, que tomaba nota de todo lo que escuchaba, mientras mi nariz disfrutaba tranquilamente de su olor.

Cuando se corrió, lo pude sentir dentro de mí. Explotó ansiosamente. Me abrazó tan fuerte que creí que me iba a romper. Me dijo de nuevo que lo volvía loco y me impuso un beso como el que pone una medalla. Y luego siguió por mi pecho. Y me dejé condecorar… todo el cuerpo.

Aún teníamos la respiración agitada cuando me dejó incorporarme. No había salido de dentro de mí, lo hizo despacio y me ayudó a taparme y a bajar de la mesa. Se acercó a una de las sillas y me dio algo:

—Es un pijama, te lo había traído para que te lo pusieras mientras se secaba tu ropa. ¿Está en el baño verdad?

—Sí. Está sobre los radiadores —aclaré.

—Mejor que la pongamos frente al fuego, si sigue el apagón no sé cuánto durará el calor de los radiadores. ¿Aún tienes frío?

—Bueno… un poco… —sabía que era una pregunta retórica. Su intención era llevarme cerca del fuego en el salón. Estaba bastante calentita entre sus brazos dentro de la manta.

Me dejó en el salón con el pijama en la mano y fue a buscar mi ropa. Cuando regresó me había puesto la parte superior de su pijama, que me inundaba de su olor, y me había tumbado en uno de los sofás grandes tapándome con la manta. Me quedé dormida por el agotamiento del día mientras miraba colgar mi ropa frente al fuego sobre la rejilla protectora que había retirado para usar de tendedero improvisado.

Al cabo de un tiempo indeterminado abrí un ojo medio dormida todavía y le vi en su sillón, mirándome dormir, con un vaso en la mano. Y caí de nuevo en el reino del sueño, soñando con él. Cuando desperté era de madrugada. Seguía en su sillón de orejas, mirando. Me incorporé a medias y le pregunté la hora. Era muy tarde y tenía que volver a casa.

—No te vayas, quédate conmigo esta noche. Mañana te llevaré al trabajo —propuso. Y al mirarle a la cara vi de nuevo esa mirada. Seria. Severa.

—Vale —acepté. Por nada del mundo el “Señor Clásico” podría dejar a su “Damisela” sola. La tenía que acompañar, cual caballero.

Pero aquella mirada no desapareció con el “vale”. Seguía allí. Sin bajar la guardia. Así que me levanté, me encaminé despacio hasta su sillón y me senté a horcajadas sobre él frente a frente. Empecé besándole despacio la boca; luego le abracé fuerte sobre mi pecho, revolviéndole el pelo, sintiéndole entre mis dedos. Después me embarqué en la cruzada de su camisa, botón a botón. Por cada botón que desabrochaba, le daba un beso húmedo como regalo. Cuando acabé con todos baje al cinturón… Un botón, un beso más, la cremallera… aquello ya andaba duro… y muy caliente. Esta vez quería mandar yo, pero una vez más tomó el control agarrando mis caderas y jugando con mi clítoris con su pene duro. Yo le besaba y el jugaba conmigo por abajo. Jadeábamos de ansiedad juntos, hasta que yo le dije "¡Ahora! ¡ahora!". Y me clavó. Esta vez yo marcaba el ritmo, rápido y profundo, cogida de las orejas de su sillón. Arriba y abajo. El seguía agarrado a mi cadera, intentando lamer y morder mis pezones, que subían y bajaban frente a su cara.

Frenéticos. No paré, no paré un minuto por mucho que me abrazó, me agarró y me quiso frenar. Por fin tenía su calor y el roce de su piel contra mi cuerpo. Era una orgía de sensaciones que ya la tormenta, que había cesado, no me impedía disfrutar, ni robarme el sonido de sus gemidos, ni el de los míos. Estábamos solos y todo era para nosotros.

Al llegar el orgasmo el ritmo se volvió más agresivo y desesperado, la respiración más fuerte y el gemido desenfrenado, y cuando ambos terminamos yo seguía moviendo mis caderas como movida por la inercia.

Hasta que no pude más y una vez más le abracé sobre mi pecho como cogiéndome a una tabla en mitad del naufragio.

Se libró de mi abrazo, se levantó conmigo y me llevó escalera arriba, cruzando aquella biblioteca que hacía unas horas nos vio gozar el uno del otro, entre libros y cuadros de caras circunspectas que también miraban en su ceguera. Llegamos a su dormitorio, donde dormimos descansando como nunca, hasta que sonó el despertador. No me dijo buenos días siguiera. Me miró a los ojos y me soltó:

—Cuando pienses en un hombre, quiero que me veas solo a mí —y me besó.

—Buenos días —balbuceé sin saber qué decir.

Mi ropa ya estaba seca, y después de un nutrido desayuno me dejó en la puerta del trabajo. Quedamos para la tarde. Y aquí estoy. Removiendo mi café número mil del día, en el bar de enfrente dónde quedamos. Le veo entrar con su traje impecable a medida y con una rosa roja en la mano, desentonando con la cochambrez de este bar de barrio…

Cuando me ve, se acerca, me besa, me da la rosa y me dice: "Vámonos de aquí". Yo sonrío, me bebo de una vez mi mareado café mientras él paga la cuenta. Lo que se dice todo un clásico.

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