Finjo atarearme en el ordenador mientras espero a que la profesora me remita las correcciones de mi último microrrelato o, en su defecto, un correo plagado de exabruptos. Eso si no decide echarme un rapapolvo delante de toda la clase. No, soy injusta, Raquel no es así; le duele humillar a la gente, por eso limita sus correcciones al ámbito privado.
Además, no me puede negar que me he ceñido al tema propuesto: «metatextual». Qué le voy a hacer si mi musa es ese pozo de lujuria que se oculta bajo sus ropas severas, si cuando aporreo el teclado acaricio su cuerpo y en la pantalla veo sus labios esperando mi beso. Así, claro, sale lo que sale...
Epopeya
Versos lascivos brotan de tus labios mientras saboreo tus pezones erectos. A medida que mi lengua desciende por tu torso se unen, pícaros, formando coplas procaces, hasta que a medio camino, como buena narradora omnisciente, me obligas a detenerme; innovas con la narrativa y haces una acotación teatral, depositando en mis manos un rotulador. Yo lo miro como si fuese un experimento dadaísta hasta que tú me espabilas, en una lección magistral de uso los vulgarismos, cuando me gritas «¡Métemelo de una puta vez!» Obedezco y alabas mi pericia, intercalando onomatopeyas obscenas entre tus gemidos de placer. Con tu clímax, me haces recordar que la exageración también es un recurso literario. Cuando recuperas el resuello, me susurras nuevas tareas: «Autobiografía pornográfica, a cuatro manos.»
Un suicidio en poco más de cien palabras. Porque, como todos, al hacer la matricula firmé un compromiso en el que aceptaba dejar las hormonas fuera del aula. Al parecer, otros años esto ya era una bacanal romana a medio curso para devenir, en los últimos compases, en un culebrón de sobremesa con intentos de estrangulamiento incluidos. Por eso, acabaron por meter la clausulita de castidad de las narices: nada de líos entre alumnos y, por supuesto, nada de insinuaciones lascivas a la profesora.
Cuando me llega la respuesta de Raquel, el corazón me da un vuelco. Pese a mis negras expectativas, no es un rapapolvo, tampoco una corrección. Es otro relato.
Princesa
Nunca quiso ser la princesa del cuento, ni ser cortejada por un gallardo caballero, matador de dragones. Lo que Bianca deseaba era que alguien colocase a sus pies el Fruto Prohibido.
Hoy, el foso de su castillo rebosa de príncipes azules, mientras ella contempla hastiada un zapatero lleno de escamas.
Es críptico el muy jodido, pero que me ahorquen si no me está provocando. Busco su mirada. Aún está con correcciones y sus dedos juguetean con un bolígrafo. Al saberse observada, detiene el volteo y, con exquisita discreción, lame el trasero del rotulador con la punta de su lengua. Luego, tiene la osadía de guiñarme un ojo. Siento que el calor se adueña de mi ser, debo parecer más sofocada que una menopáusica en una sauna. Tengo que contenerme, por mucho que lo desee no puedo lanzarla sobre la mesa en plena clase y empezar a arrancarle la ropa a mordiscos. Estos muermos nos joderían la función antes de haberla empezado. Tampoco es buen momento para empezar a meterme mano. Seguro que la lameculos de la Maripuri, mi vecina de mesa, se daría cuenta de lo que estoy haciendo y le daría el soplo a Raquel, al director del centro, y hasta lo publicaría en el periódico local si se le pone a tiro. No. Tengo que contenerme. Y no se me ocurre mejor forma de tener las manos entretenidas que pergeñar una respuesta al micro de Raquel.
Madrastra
Blancanieves dejó al Príncipe Azul discutiendo con Siete Enanitos y regresó al castillo. Allí demostró a su madrastra que había partes de su cuerpo más sabrosas que corazón alguno.
Y, colorín colorado, el Espejo Mágico se ha sonrojado.
Es un poco bruto, pero nunca puedo resistirme ante una perversión de un cuento popular. Por desgracia, antes de que Raquel pueda leer el micro, retoma su lección.
Como de costumbre, me abstraigo de sus explicaciones. Ahora mismo, poco me importan los efectos que el exceso de adverbios acabados en mente tiene sobre la mente del lector. Su lenguaje corporal es mucho más interesante. Más aún hoy. Si tenía alguna duda sobre la razón de la ausencia de respuesta a mi correo, su actitud la evapora. Durante toda la disertación, emite señales que solo yo sé interpretar y que ponen a prueba mi autocontrol, sobre todo ese modo de acariciar el rotulador más que sostenerlo… No puedo dejar de imaginar que, en lugar del rotulador, son mis pechos lo que esos dedos acarician, que mis pezones erectos son ese tapón rojo pasión que ella está ahora recorriendo con la yema del pulgar. Estoy a cien. Si no llevase un sujetador con relleno, creo que ahora mismo mis pezones estarían pugnado por agujerear la tela de la camiseta. No sé cómo estoy logrando contener las ganas de arrojarla sobre su mesa y empezar aquí la representación de mi humilde Epopeya. Pero lo hago. Me siento heroica, y pienso cobrarme mi premio cuando salgamos de aquí.
Creo que ni Herakles pasó por una prueba tan dura como la que hoy he superado. Ya suena la trompeta (sí, los organizadores del curso son así de originales) que anuncia el fin de la clase. Y el de mi dulce agonía... No es solo que ya no tenga que contenerme, es que Raquel ha tenido tiempo de teclear una apresurada respuesta.
Ya de adulta, Alicia dejó de perseguir conejitos blancos; solo la estela de un venado llevaba al verdadero País de las Maravillas.
Parece que mi periplo heroico no ha terminado, pero hermoso es el premio que lograré al salir victoriosa de semejante lid. Le hago un gesto discreto de comprensión. Después, me apresuro a cumplir con las tareas encomendadas.
Hoy es mi día de suerte. Tenía duda sobre qué variedad del fruto prohibido comprar y en la tienda tienen una pequeña remesa de García Sol. Su exterior es una alegoría pasional, su interior rebosa erótico jugo. Al pagar, me ruborizo cuando el frutero me pregunta si hace mucho calor en la calle. Pertrechada con mi fruta prohibida, me adentro en una parte menos concurrida del barrio. Nadie confiesa acercarse por la zona, pero todo el mundo la conoce, sobre todo cierta calle decorada con azulejos con motivos de caza: escopeteros y animalillos cornudos. Ni idea de si son venados o bambis, la verdad. Solo sé que es la estela que he de seguir para llegar al único País de las Maravillas que tenemos por estos lares.
Pese a su nombre, la fachada del local más parece haber sido sacada de una película post-apolíptica. Pintura desconchada, un toldo que ya ni se acuerda de cuándo fue rojo, un cartel de neón con luces fundidas que parece vender « l Pa s d la Mar vi as». Espero que lo de dentro esté algo mejor.
Acciono la manilla y, en cuanto doy un primer paso en el interior de ese antro de perdición, un aroma tan sensual como exótico me embriaga. La música suena suave, envolvente, y la luz tamizada crea una sensación mágica. Más que en el País de las Maravillas, tengo la impresión de estar en un escenario a lo Mil y una noches. Por unos segundos, me olvido de Raquel y siento deseos de perderme entre la multitud de explorar ese universo sensual que se esconde bajo la decrépita fachada de un club de alterne de barrio. Pero, antes de que dé un paso, me intercepta el Hada Madrina o, más bien, su hermana, la reina del sadomaso. Tiene alitas y una varita con estrellita incluida, pero las alas están pegadas a los tirantes de un sujetador que no tiene dónde poner otro remache metálico, y la varita decora el mango de una fusta. Una falda-cinturón de cuero y unas botas hasta la rodilla rematan su atuendo.
—¿Eres Alicia? —me ruge.
Por unos segundos me siento confusa y con ganas de salir corriendo. Pero, al final, asiento. «Alicia» no es mi nombre, pero supongo que Raquel se toma muy en serio esto del guiño a los cuentos populares.
—Bianca me dijo que te acompañase hasta su castillo. Sígueme —ladra, autoritaria.
Obediente, la sigo mientras empiezo a preguntarme si Raquel tendrá por costumbre hacer estas pantomimas. El Hada Sadomaso no parecía muy sorprendida por el teatrillo del que le ha tocado formar parte. Finalmente, me deposita a la puerta del castillo, la habitación 69 de ese mundo perverso. Ahora entiendo por qué Raquel siempre sonríe de un modo tan peculiar cuando nos dice que, a veces, es bueno tirar de tópicos.
Mi enérgica guía me da un sobre antes de despedirse. Lo abro para encontrarme una nota muy escueta, y casi tan mandona como el Hada de los Látigos.
Deja la fruta sobre la cama y desnúdate. Luego, escribe. Si te tocas, estás suspensa.
Raquel está en la cama, desnuda, su espalda se apoya contra el cabecero de forja. En la mano izquierda sostiene una versión hiperbólica del rotulador y sus piernas están abiertas en una posición nada sutil. Coge una manzana de la bolsa que he dejado sus pies.
Como buena alumna, me afano en cumplir el resto de instrucciones, agradeciendo librarme de la ropa sudada.
Mi mesa está justo enfrente del lecho; primera línea de lujuria. ¡Bendito sea al tacto frío de la silla bajo mis nalgas! Creo que ha bajado mi temperatura corporal un par de grados. No sé cómo no ha salido humo y todo. En fin, mejor me concentro en Raquel y en el teclado. Sobre todo en el teclado, no quiero suspender este examen en particular. Y no es que la maestra me lo esté poniendo fácil. Raquel devora la manzana a pequeños mordiscos, dejando que la punta de su lengua se escape en ocasiones de su boca y lama con lascivia las zonas mordidas, como si me estuviese diciendo: «Estas podrían ser tus tetas». Su otra mano no se está quieta, ni mucho menos, se ha metido el falso rotulador en lo que los cursis llamarían su «pozo de placeres» y ahora lo mueve con tanto frenesí que temo que la pobre acabe con ampollas por culpa de la fricción.
El movimiento del juguetito es ya tan frénetico que Raquel ya apenas puede tentarme con la manzana, sus labios están demasiado ocupados frunciéndose para contener unos gemidos que no me tentarían más si fuesen audibles.
Me paso la mano por el cuello, cubierto de sudor, por unos segundos, siento el impulso de dejarla bajar por mi torso, de acariciar mis senos y estrujar unos pezones ya dolorosamente erectos. Concluida la escalada, atravesaría el desierto de mi vientre para adentrarme entre la maleza en busca de terrenos pantanosos... Y aliviar de este modo el calor que me invade... Inundar una silla que ya está sensiblemente húmeda... ¡No! ¡No puedo hacer eso! Debo escribir. Aporreo el teclado casi al azar. Vomito sobre él mis fantasías, en un baile de erratas que no sería capaz de solucionar ni el Corrector de Hamelin.
Por fortuna, los dioses se apiadan de mí en el momento adecuado. Raquel exhala un complacido suspiro de placer en el mismo instante en que mis dos manos abandonan el teclado. ¡Ha estado cerca!
A una orden suya, le paso el ordenador. Entre febril y atemorizada, la veo leer el delirio que he perpetrado. Finalmente, deja el portátil a un lado y, tras mirarme con un gesto severo que me hace temer lo peor, me susurra.
—Autobiografía pornográfica a cuatro manos.
Creo que es la primera vez que alguien cita un escrito mio. Casi me pone tan a cien como la propia Raquel.
Siguiendo mis dictados, me siento a horcajadas sobre ella y le robo la manzana. Mientras reto a mi profesora con la mirada, doy un buen mordisco al fruto prohibido. Ahora la pelota está en su tejado. Que me demuestre si es o no buena lectora. Lo es. Fiel al primer párrafo, Raquel sumerge el todavía húmedo rotulador entre los pliegues de mi sexo. Me muerdo el labio interior para contener un gemido de dolor. Eso no estaba en el guión, pero el juguetito es más ancho de lo que esperaba, y Raquel lo está sumergiendo en latitudes inexploradas. Espero que no se encuentre allí al Demonio de las Profundidades o algo así. De momento, se está limitando a descubrir al monstruito perverso que duerme en mi interior. Mi cuerpo se está electrizando de un modo que jamás había creído posible —y no es que antes fuese una mojigata— mientras el aparatito se mueve en mi interior a un ritmo endiablado. Su anchura me provoca pinchados de placentero dolor que aún se hacen más intensos a medida que su osadía exploradora la hace avanzar hacia territorios más profundos.
Quiero gemir, gritar como una perra en celo. Deseo decirle que no pare, que vaya más allá, que me lo meta hasta que me salga por la boca. Pero no puedo. A la cabrona de mi musa le pareció buena idea susurrarme que yo debería permanecer muda en este punto de la función. Así la escena tendría más morbo. ¡Jodida cabrona fumadora de ficus! Por lo menos me dio margen para improvisar. Solo me hizo escribir: "Nada de hablar o emitir ruiditos complacidos". Suerte que aún tengo la manzana en la mano. Empiezo a engullirla compulsivamente, tratando de seguir el ritmo del osado cilindro explorador; un río de jugo se convierte en cascadas a la altura de mis pezones. Fiel al cuarto párrafo, Raquel las intercepta y las explora hasta llegar a sus fuentes. Su lengua se pasea, provocadora, a lo largo mis labios.
Ante esa caricia ya no puedo aguantar más, y me derramo, evitando así que el rotulador se incendie en mi interior.
Raquel me mira con su mejor gesto inescrutable.
—¿Autobiografía pornográfica a cuatro manos? —pregunto con timidez.
—Toda una jodida serie —me contesta, segundos antes de meterme la lengua en la oreja.