Miradas. Hasta ahora todo se había reducido a eso. Miradas de esas que te desnudan por completo y hacen contigo lo que quieren. A veces pueden resultar hasta incómodas, y solo te queda poner media sonrisa idiota sin saber qué decir. Otras veces resultan irresistibles y te vuelves loca, buscándolas y esperando más.
Coincidimos en el café, cada uno en una mesa. Se dirigió a mí con una conversación cualquiera. Tan bonito este hombre, interesante y… mayor para mí, divagaba mientras hablábamos. Más respetuoso y educado imposible. Con sus palabras. Porque sus miradas decían siempre otra cosa, ese primer día y en todas las incontables ocasiones que nos encontramos en el mismo lugar.
Nunca mencionamos nuestras vidas. Simplemente estábamos ahí, en apariencia solo hablando, del tiempo, sí, de la noche, una noticia… era suficiente. Como estar en casa, sin esfuerzo alguno. Pero tras la apariencia había algo más. Algo que solo sabíamos nosotros, nuestras miradas y los silencios. Con eso me parecía que bastaba, pero me equivocaba.
Un día apareció acompañado, con amigos, un hermano y… su mujer. Sí, ahí estaba su esposa. Una mujer hermosa y altiva con la que mantuve una charla cinco segundos más allá del saludo. Hacía pocos días había sido fin de año y él me felicitó con un abrazo. Un poco paternalista, pero tan rico que pareció durar una eternidad. La eternidad que aparece cuando toda tu piel se eriza y reclama satisfacción. Después cada uno a su mesa, yo solamente acompañada por su mirada. Qué descaro de hombre, nunca mencionó que estaba casado. ¿Qué estoy haciendo?; y… ¿en qué estoy pensando? Quizás es el momento de dejar de venir… Bla, bla, bla, mi cabeza no se callaba. Pero mi cuerpo nunca quiso escuchar lo que mi mente decía y seguí volviendo una y otra vez, inundada de deseos insanos.
Y una tarde ocurrió. No sé qué marcó la diferencia, pero ocurrió. Me levanté, crucé el café y entré en el baño. Me detuve un momento frente al espejo y lo vi aparecer en él detrás de mí. Una expresión de éxtasis en sus ojos, pero su cara impasible. Se acercó, puso su mano en mi cuello, su boca en mi pelo. Ni una palabra; con todo el derecho y sin permiso me agarró del brazo y me condujo a uno de los baños. Me besó. Me besó. Le besé. Interminablemente. Como la sed de una vida entera, que bebe sin hartura. Nuestras manos sabían lo que tenían que hacer, sin perder el tiempo. Deshaciéndonos de todo. De la soledad. De las reglas. Del mundo. Solo lo necesario entre mis piernas…
De despedida mi frente en su cuello descansó un momento y, con un maullido en mi interior, nos separamos. Volvimos y vestimos nuestra alma. Se acabó el descanso. De vuelta a la realidad.
¿Cómo se puede renunciar a lo único que te hace sentir viva? Elijo vivir, y no necesito más que volver al café.
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