Con pasos lentos, Ann se adentró en la bodega. Las viejas barricas de roble que
eran sus silenciosos habitantes le dieron la bienvenida con un suave crujido ante el
cambio de presión que su simple presencia provocaba en la húmeda atmósfera de la
estancia.
Avanzó por el estrecho pasillo, sus dedos se deslizaban por la madera de cada
una de ellas, saludándolas en una caricia que las sinuosas vetas conocían muy bien. Era
la caricia del deseo, de la expectación, de una anticipación que el tiempo no había
logrado mermar ni un ápice.
Su mano se detuvo en una de ellas, la elección estaba hecha. La barrica se
estremeció en un miedo ancestral. Aquel tacto quemaba. Como siempre.
Acercó la petaca al grifo y comenzó a llenarla con un gesto rutinario y ausente,
repetido hasta la saciedad durante muchos años. El sonido del alcohol chocando contra
las paredes de acero del recipiente era casi ensordecedor, aumentado cien, mil veces por
el eco que el techo abovedado escupía contra sus tímpanos. Daba igual. Sus oídos se
habían acostumbrado a esa reverberación, al igual que su cuerpo que simplemente se
adaptaba y reverberaba al unísono.
La barrica terminó de sangrar su contenido con un “plop” sordo y Ann la
acarició una vez más, en agradecimiento y despedida. Segundos después cerraba la
puerta tras ella, subiendo las escaleras que conducían al piso superior. La bodega volvió
a su silenciosa oscuridad, y las barricas continuaron con su lento latir en un tranquilo
compás de espera.
Un intenso olor, mezcla de rosas y leña, dibujó una extraña sonrisa en sus labios,
dilatando las aletas de su nariz incluso antes de abrir la puerta del dormitorio. La
chimenea estaba encendida, y la bañera de cobre exhalaba un aliento humeante, la
superficie del agua salpicada con el rojo furioso de los pétalos de las últimas rosas de la
temporada.
Gabriel estaba allí, apoyando un codo en la repisa sobre la chimenea, dos
botellas de vidrio turbio colgando entre sus dedos, ya abiertas, y aquella media sonrisa
llena de picardía danzando en sus labios, por debajo de la barba de tres días que siempre
parecía estar allí, sin crecer ni desaparecer. Había aprovechado su visita a la bodega
para desempolvar y colocarse de nuevo su vieja falda escocesa. Nunca llegó a
acostumbrarse a la represión de los pantalones. Ann sonrió y se acercó a él, capturando
sus labios un instante entre los suyos mientras dejaba la petaca sobre la repisa.
—Pensé en traer hidromiel, pero creo que esta noche necesitaremos algo más
fuerte.
—Me resulta sorprendente la cantidad de alcohol que ese cuerpecito tuyo es
capaz de soportar
—su voz sonaba grave y ligeramente divertida mientras sus dedos se
cerraban alrededor de su cintura, arrugando la seda del vestido que se ajustaba a su
cuerpo como una segunda piel.
—Y a mí me resulta sorprendente que aún te sorprenda después de tantos años
—su mano comenzó a escurrirse a lo largo del brazo desnudo de Gabriel, dibujando con la
yema de los dedos el contorno de unos músculos que el paso del tiempo no había
logrado difuminar. Con un mordisco a su labio inferior y una mirada casi infantil de
travieso triunfo sus dedos se cerraron entorno al cuello de una de las botellas,
llevándosela a los labios y cerrando los ojos mientras el fuerte sabor del cereal
fermentado se deslizaba garganta abajo, en tragos interminables que acabaron con la
mitad de su contenido.
Ann no podía recordar la última vez que el sexo entre ellos no había estado
bañado en alcohol. Tras aquella primera vez, en la que la generosidad de Geoff con el
whisky había terminado con ambos colándose en una habitación privada y rodando
desnudos por el suelo, la bebida había estado siempre presente, como el tercer elemento
de un trío mutua y tácitamente aceptado.
Gabriel la observaba en silencio, con el deseo y la comprensión de media vida en
sus ojos, que aún continuaban deslizándose, casi sin querer, hacia la enorme cicatriz
autoinflingida que se ocultaba tras el vestido, entre las curvas de sus pechos, descarada
y palpitante, recordándole sin piedad que ella siempre estaba a un paso del abismo, con
un pie atrapado en una oscuridad a la que él no tenía acceso y de la que sólo podía
sacarla a empujones con las embestidas de sus caderas.
Hizo el amago de llevarse la botella a la boca para iniciar el ritual, pero ella le
detuvo, clavándole una mirada ya vidriosa. Volvió a inclinar la botella en sus labios y
los cerró contra los de Gabriel, el licor escurriéndose por las comisuras de su boca
mientras lo derramaba dentro de la de él. Gabriel consiguió tragar una parte, acallando
con dificultad la tos que trataba de protegerle de ahogarse; la lengua de Ann ya había
invadido su boca, explorándola, extendiendo el sabor agridulce de la mezcla del alcohol
con su saliva. Pero él no estaba dispuesto a aceptar esa invasión sin más. Cerró el brazo
alrededor de su cintura y la apretó contra él, su incipiente erección latiendo contra su
vientre. Separó su rostro del de ella unos centímetros, lo suficiente para permitirle
acercar el cuello de la botella a su boca y derramar, lentamente, un poco más de alcohol
sobre sus labios entreabiertos, entre los que ya asomaba su lengua tratando
desesperadamente de recoger hasta la última gota que él dejaba caer. Gabriel lamió esa
lengua ávida, succionándola con un gruñido, dejando a tientas la botella sobre la repisa,
deslizando la mano muslo arriba por debajo del vestido para alcanzar la humedad entre
sus piernas, donde sus dedos empezaron a explorar los pliegues de su sexo con la
habilidad que sólo da la experiencia.
Ann gimió contra sus labios, sus sentidos ya inmersos en una nube etílica que la
arrancaba de la realidad, guiándola a través de periodos de ausencia en los que parecía
no ser consciente de nada a su alrededor. Esa dulce inconsciencia mantenía a raya a la
oscuridad, llevándola a un lugar salvaje pero seguro.
Una dolorosa presión en su interior le hizo abrir los ojos. Tardó unos segundos
en darse cuenta de que su cara estaba contra la pared, y que el dolor provenía de las
furiosas embestidas con las que Gabriel acometía sus caderas. Su vestido estaba tirado
en el suelo, y sentía el cuerpo pegajoso. Entre gemidos, y con los ojos medio cerrados,
trató de recordar… la imagen de una boca sedienta bebiendo los charcos de una lluvia
de alcohol sobre su piel fue lo único que su nublada mente pudo conjurar antes de que
las oleadas de un orgasmo incontrolable la hicieran morderse los labios hasta sangrar,
temblando con violencia. A su espalda pudo escuchar un gruñido ahogado (¿y quizás
con un tinte de angustia contenida?) seguido por un “¡joder!” mientras sentía la calidez
de Gabriel derramándose en su interior.
Tratando de recuperar el aliento, Gabriel se inclinó hacia delante, apoyando el
pecho contra su espalda desnuda, susurrando palabras tiernas y maldiciones mientras
recorría la piel de su hombro a besos. Ann cerró los ojos con una sonrisa a medio
camino entre el dolor y el placer, sus sentidos bruscamente agudizados por la
certidumbre. Con la misma certidumbre, Gabriel le acarició el cabello, y suspiró.
Esa noche volvieron a hacer el amor en la bañera, como siempre, mientras el
agua, ya tibia, lavaba el alcohol de su piel. Volvieron a correrse en un orgasmo lento,
como siempre, alejados ya de la urgencia por ahuyentar la oscuridad. Se besaron
largamente frente a la chimenea, mientras se secaban al calor del fuego, Gabriel
abrazándola desde atrás, con las manos vagando ausentes sobre la cicatriz y las curvas
de sus pechos, y Ann refugiándose perezosa en sus brazos, como siempre. Charlaron
mientras se terminaban todo el alcohol de la habitación. Como siempre.
Agotada, Ann entrelazó sus dedos con los de él, apretándolos, y cerró los ojos.
Gabriel se llevó su mano a los labios, besándola, y cerró los ojos.
Al minuto siguiente, el corazón de Ann dejó de latir, y ella de respirar. Gabriel
recogió ese último aliento de entre sus labios para exhalarlo junto al suyo.
En la bodega, las viejas barricas de roble crujieron su duelo.
En algún lugar, dos pares de ojos observaban la muerte de su creación, mirando
las pantallas de sus respectivos ordenadores con la terrible certeza del que sabe que ya
no hay vuelta atrás.
“Teníamos que hacerlo” tecleó él.
“Lo sé” tecleó ella.
“Esto no podía continuar, lo sabes. Mi mujer nunca lo entendería. Nunca más
podría hablar contigo. Sabes que a pesar de la distancia eres mi mejor amiga”
“Lo sé”
“Vamos, al fin y al cabo esto no es más que un juego. Ellos eran nuestros
personajes, creaciones de nuestra mente, y allí seguirán vivos mientras los recordemos”
“Lo sé”
“Tengo que marcharme, me esperan para cenar. ¿Hablamos mañana?”
“Claro”
“Cuídate”
“Tú también”
Él cambió su estado a “desconectado”. Al otro lado, a miles de kilómetros de
distancia y con un océano de por medio, ella lloraba en silencio. Llenó de nuevo la copa
que había sobre su mesa con los escasos restos de ron que aún quedaban en la botella
tras esa larga noche. Cerró los ojos, y se lo bebió de un trago. Apagó la luz, y se dejó
abrazar por la oscuridad.
Clara: Tu relato me ha conmovido y ha tocado cuerdas de mi interior. ¿Cuanto nos esrtá enseñando la informática verdad? pareciera una parábola de la auténtica verdad. Y ¿Si realmente no fueramos más que marionetas, avatares, utilizados por seres superiores que habitan en otro lugar, ni cerca ni lejos, sino otro lugar. Y ¿si la marioneta con el paso del tiempo toma falsa consciencia de verdadera existencia? Te sigo desde NGC y soy un fan tuyo. Enhorabuena y besos.
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