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jueves, 9 de febrero de 2012

Noches etílicas. Por Clara Wolf.



Con pasos lentos, Ann se adentró en la bodega. Las viejas barricas de roble que eran sus silenciosos habitantes le dieron la bienvenida con un suave crujido ante el cambio de presión que su simple presencia provocaba en la húmeda atmósfera de la estancia. 

Avanzó por el estrecho pasillo, sus dedos se deslizaban por la madera de cada una de ellas, saludándolas en una caricia que las sinuosas vetas conocían muy bien. Era la caricia del deseo, de la expectación, de una anticipación que el tiempo no había logrado mermar ni un ápice. 

Su mano se detuvo en una de ellas, la elección estaba hecha. La barrica se estremeció en un miedo ancestral. Aquel tacto quemaba. Como siempre. Acercó la petaca al grifo y comenzó a llenarla con un gesto rutinario y ausente, repetido hasta la saciedad durante muchos años. El sonido del alcohol chocando contra las paredes de acero del recipiente era casi ensordecedor, aumentado cien, mil veces por el eco que el techo abovedado escupía contra sus tímpanos. Daba igual. Sus oídos se habían acostumbrado a esa reverberación, al igual que su cuerpo que simplemente se adaptaba y reverberaba al unísono. 

La barrica terminó de sangrar su contenido con un “plop” sordo y Ann la acarició una vez más, en agradecimiento y despedida. Segundos después cerraba la puerta tras ella, subiendo las escaleras que conducían al piso superior. La bodega volvió a su silenciosa oscuridad, y las barricas continuaron con su lento latir en un tranquilo compás de espera. 

Un intenso olor, mezcla de rosas y leña, dibujó una extraña sonrisa en sus labios, dilatando las aletas de su nariz incluso antes de abrir la puerta del dormitorio. La chimenea estaba encendida, y la bañera de cobre exhalaba un aliento humeante, la superficie del agua salpicada con el rojo furioso de los pétalos de las últimas rosas de la temporada. 

Gabriel estaba allí, apoyando un codo en la repisa sobre la chimenea, dos botellas de vidrio turbio colgando entre sus dedos, ya abiertas, y aquella media sonrisa llena de picardía danzando en sus labios, por debajo de la barba de tres días que siempre parecía estar allí, sin crecer ni desaparecer. Había aprovechado su visita a la bodega para desempolvar y colocarse de nuevo su vieja falda escocesa. Nunca llegó a acostumbrarse a la represión de los pantalones. Ann sonrió y se acercó a él, capturando sus labios un instante entre los suyos mientras dejaba la petaca sobre la repisa. 

—Pensé en traer hidromiel, pero creo que esta noche necesitaremos algo más fuerte. 

—Me resulta sorprendente la cantidad de alcohol que ese cuerpecito tuyo es capaz de soportar  —su voz sonaba grave y ligeramente divertida mientras sus dedos se cerraban alrededor de su cintura, arrugando la seda del vestido que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel. 

—Y a mí me resulta sorprendente que aún te sorprenda después de tantos años  —su mano comenzó a escurrirse a lo largo del brazo desnudo de Gabriel, dibujando con la yema de los dedos el contorno de unos músculos que el paso del tiempo no había logrado difuminar. Con un mordisco a su labio inferior y una mirada casi infantil de travieso triunfo sus dedos se cerraron entorno al cuello de una de las botellas, llevándosela a los labios y cerrando los ojos mientras el fuerte sabor del cereal fermentado se deslizaba garganta abajo, en tragos interminables que acabaron con la mitad de su contenido. 

Ann no podía recordar la última vez que el sexo entre ellos no había estado bañado en alcohol. Tras aquella primera vez, en la que la generosidad de Geoff con el whisky había terminado con ambos colándose en una habitación privada y rodando desnudos por el suelo, la bebida había estado siempre presente, como el tercer elemento de un trío mutua y tácitamente aceptado. 

Gabriel la observaba en silencio, con el deseo y la comprensión de media vida en sus ojos, que aún continuaban deslizándose, casi sin querer, hacia la enorme cicatriz autoinflingida que se ocultaba tras el vestido, entre las curvas de sus pechos, descarada y palpitante, recordándole sin piedad que ella siempre estaba a un paso del abismo, con un pie atrapado en una oscuridad a la que él no tenía acceso y de la que sólo podía sacarla a empujones con las embestidas de sus caderas. 

Hizo el amago de llevarse la botella a la boca para iniciar el ritual, pero ella le detuvo, clavándole una mirada ya vidriosa. Volvió a inclinar la botella en sus labios y los cerró contra los de Gabriel, el licor escurriéndose por las comisuras de su boca mientras lo derramaba dentro de la de él. Gabriel consiguió tragar una parte, acallando con dificultad la tos que trataba de protegerle de ahogarse; la lengua de Ann ya había invadido su boca, explorándola, extendiendo el sabor agridulce de la mezcla del alcohol con su saliva. Pero él no estaba dispuesto a aceptar esa invasión sin más. Cerró el brazo alrededor de su cintura y la apretó contra él, su incipiente erección latiendo contra su vientre. Separó su rostro del de ella unos centímetros, lo suficiente para permitirle acercar el cuello de la botella a su boca y derramar, lentamente, un poco más de alcohol sobre sus labios entreabiertos, entre los que ya asomaba su lengua tratando desesperadamente de recoger hasta la última gota que él dejaba caer. Gabriel lamió esa lengua ávida, succionándola con un gruñido, dejando a tientas la botella sobre la repisa, deslizando la mano muslo arriba por debajo del vestido para alcanzar la humedad entre sus piernas, donde sus dedos empezaron a explorar los pliegues de su sexo con la habilidad que sólo da la experiencia. 

Ann gimió contra sus labios, sus sentidos ya inmersos en una nube etílica que la arrancaba de la realidad, guiándola a través de periodos de ausencia en los que parecía no ser consciente de nada a su alrededor. Esa dulce inconsciencia mantenía a raya a la oscuridad, llevándola a un lugar salvaje pero seguro. 

Una dolorosa presión en su interior le hizo abrir los ojos. Tardó unos segundos en darse cuenta de que su cara estaba contra la pared, y que el dolor provenía de las furiosas embestidas con las que Gabriel acometía sus caderas. Su vestido estaba tirado en el suelo, y sentía el cuerpo pegajoso. Entre gemidos, y con los ojos medio cerrados, trató de recordar… la imagen de una boca sedienta bebiendo los charcos de una lluvia de alcohol sobre su piel fue lo único que su nublada mente pudo conjurar antes de que las oleadas de un orgasmo incontrolable la hicieran morderse los labios hasta sangrar, temblando con violencia. A su espalda pudo escuchar un gruñido ahogado (¿y quizás con un tinte de angustia contenida?) seguido por un “¡joder!” mientras sentía la calidez de Gabriel derramándose en su interior. 

Tratando de recuperar el aliento, Gabriel se inclinó hacia delante, apoyando el pecho contra su espalda desnuda, susurrando palabras tiernas y maldiciones mientras recorría la piel de su hombro a besos. Ann cerró los ojos con una sonrisa a medio camino entre el dolor y el placer, sus sentidos bruscamente agudizados por la certidumbre. Con la misma certidumbre, Gabriel le acarició el cabello, y suspiró. 

Esa noche volvieron a hacer el amor en la bañera, como siempre, mientras el agua, ya tibia, lavaba el alcohol de su piel. Volvieron a correrse en un orgasmo lento, como siempre, alejados ya de la urgencia por ahuyentar la oscuridad. Se besaron largamente frente a la chimenea, mientras se secaban al calor del fuego, Gabriel abrazándola desde atrás, con las manos vagando ausentes sobre la cicatriz y las curvas de sus pechos, y Ann refugiándose perezosa en sus brazos, como siempre. Charlaron mientras se terminaban todo el alcohol de la habitación. Como siempre. 

Agotada, Ann entrelazó sus dedos con los de él, apretándolos, y cerró los ojos. Gabriel se llevó su mano a los labios, besándola, y cerró los ojos. 

Al minuto siguiente, el corazón de Ann dejó de latir, y ella de respirar. Gabriel recogió ese último aliento de entre sus labios para exhalarlo junto al suyo. 

En la bodega, las viejas barricas de roble crujieron su duelo. 


En algún lugar, dos pares de ojos observaban la muerte de su creación, mirando las pantallas de sus respectivos ordenadores con la terrible certeza del que sabe que ya no hay vuelta atrás. 

“Teníamos que hacerlo” tecleó él. 

“Lo sé” tecleó ella. 

“Esto no podía continuar, lo sabes. Mi mujer nunca lo entendería. Nunca más podría hablar contigo. Sabes que a pesar de la distancia eres mi mejor amiga”

“Lo sé” 

“Vamos, al fin y al cabo esto no es más que un juego. Ellos eran nuestros personajes, creaciones de nuestra mente, y allí seguirán vivos mientras los recordemos” 

“Lo sé” 

“Tengo que marcharme, me esperan para cenar. ¿Hablamos mañana?” 

“Claro” 

“Cuídate” 

“Tú también”

Él cambió su estado a “desconectado”. Al otro lado, a miles de kilómetros de distancia y con un océano de por medio, ella lloraba en silencio. Llenó de nuevo la copa que había sobre su mesa con los escasos restos de ron que aún quedaban en la botella tras esa larga noche. Cerró los ojos, y se lo bebió de un trago. Apagó la luz, y se dejó abrazar por la oscuridad.

1 comentario:

  1. Clara: Tu relato me ha conmovido y ha tocado cuerdas de mi interior. ¿Cuanto nos esrtá enseñando la informática verdad? pareciera una parábola de la auténtica verdad. Y ¿Si realmente no fueramos más que marionetas, avatares, utilizados por seres superiores que habitan en otro lugar, ni cerca ni lejos, sino otro lugar. Y ¿si la marioneta con el paso del tiempo toma falsa consciencia de verdadera existencia? Te sigo desde NGC y soy un fan tuyo. Enhorabuena y besos.

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