El ruido del teclado inundaba la oficina de un sonido tan triste como cenar solo en un restaurante lleno de parejas y familias. No me quedaba alternativa, mi jefe había amenazado con despedirme si no tenía el informe listo a primera hora de la mañana. Miré el reloj sin ánimo, erán más de las diez de la noche. De fondo se escuchaba el aspirador de la señora de la limpieza, que parecía acompañarme en mi desesperación.
Envíe el informe en un mail con la esperanza de que el tiempo extra contase para algo. Por un instante me quedé inmovil en la silla, sin saber dónde ir o qué hacer con mi recién adquirida libertad. Cuando reaccioné, me dirigía al servicio en un acto reflejo y casi autómata.
Creo que empujé demasiado fuerte la puerta, o quizás el estruendo era el habitual, amplificado en el silencio estático de moqueta sucía y ordenadores en suspensión. El chaval que estaba en los urinarios pegó un brinco del susto.
—Perdón, no quería asustarte —el uniforme de la empresa de limpieza le dio sentido a aquella aparición tan inquietante. —No pasa nada.
Me quedé dos urinarios más allá de él, visualizándole en mi cabeza. La piel morena y suave delataba sus orígenes asiáticos, seguramente de Filipinas o Malasia. De la cara apenas me dio tiempo a ver sus ojos rasgados y la pequeña nariz tímida, que apenas se atrevía a dibujar su perfil. La diferencia de altura era considerable, debía sacarle por lo menos diez centímetros. La constitución recia de un oficinista vago como yo tampoco destacaba mucho al lado de un cuerpo tan atlético. Me preguntaba si haría deporte o se mantendría así sin esfuerzo.
—Supongo que Pilar está enferma y por eso te han mandado a ti —el intento de conversar sonó patético y desesperado.
—No sé, a mí me ha mandado la agencia y no tengo ni idea —su español era bueno, aunque denotaba cierta inseguridad en sus palabras. Aproveché para mirarle fíjamente.
—Claro, me imagino que no la conocerás.
Apenas era un chaval de veintipocos. El corazón se me desbocó, latiendo incontrolado y bombeando sangre exaltada en el recuerdo de aquellos labios carnosos que se habían clavado en mi retina. El silencio del servicio se convirtió en lenguaje secreto. Ninguno meaba. Nadie podía molestar. No sabría calcular el tiempo que llevábamos callados, con nuestras pollas en la mano. Disimulé cuánto se había acelerado mi respiración, aunque las piernas empezaron a temblar traidoras de mi apariencia de calma. Giré lentamente la cabeza hasta ver su miembro acunado entre los dedos, como a la espera de una señal. Con un gesto le pedí que se acercase, la adrenalina me había dominado por completo dándome la seguridad de la que siempre carecía.
Se acercó con pasos lentos mientras terminaba de empalmarse. El glande era del mismo color que sus labios e incluso más apetitoso. Lancé una mano, hambrienta de su piel, hasta alcanzar una gota diminuta de semen que se escapaba juguetona de la cárcel de sus testículos. Con un dedo fui bajando hasta alzanzar la suavidad depilada de sus partes más íntimas, albergándolas en mi mano, dejando su calor penetrar a través de mi palma. Sus labios se apoderaron de mis instintos, imponiendo rendición ante ellos cual náufrago desorientado. A ciegas, sin ser capaz aún de separarme de su boca, reconocí su mano agarrándome la polla, que palpitaba como un globo a punto de explotar.
Los dedos más aventureros se perdían entre sus nalgas mientras mis labios seguían imantados a los suyos. El aire invadió mis pulmones bruscamente al separarnos, llenando el vacío inmediato que dejó su boca. Antes de poder exhalar de nuevo, noté cómo su lengua jugaba con mi glande justo antes de que mi polla se perdiese entre su morro. Entró suave, como si ya conociese el camino, y profunda como una caverna. Agarrándome del culo, me impuso el ritmo del juego mientras se masturbaba, haciéndome cosquillas con las vibraciones de sus gemidos.
Aparté su cabeza justo a tiempo de correrme en el urinario. Él se levantó del suelo y descargó en el mismo sitio. Nos besamos de nuevo con las pollas aún palpitando del orgasmo. Después, cada uno se marchó a limpiarse en un ritual silencioso que parecía programado. En cuanto salí del servicio abandoné la oficina y caminé hasta mi piso, a pesar de la distancia. Necesitaba quemar la energía extra que me había proporcionado el encuentro.
—Buen trabajo García, espero que no supusiese mucho inconveniente trabajar hasta tarde ayer —recibí la felicitación de mi jefe nada más entrar por la puerta a la mañana siguiente.
—No fue para tanto —dije, excitándome sólo de recordarlo.
Aquel día me quedé hasta tarde sin nada que hacer, hasta descubrir a la limpiadora de regreso.
—¿Trabajando tarde? —me preguntó Pilar.
—No, ya me iba —contesté ocultando mi decepción.
No volví a verle más, pero aquel limpiador sustituto consiguió que mereciesen la pena aquellas horas extra, al igual que me hizo descubrir en el servicio de la oficina el morbo que nunca antes le había encontrado.
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