Odio todos los despertadores que no huelen a sexo.
Estirar los brazos a la mañana que se carcajea intentando acallar el ring burlón que cercena la dulce utopía del estupor de los sueños. Otro ratito más. Para perderme en la ausencia de las bocas que se evitan por las mañanas, ese aliento que en días impares nos aleja en silencio y en los pares nos come en un solo beso.
Bajo el esbozo de las sábanas en la pantalla de mis párpados se pelean los sentidos con el recuerdo de otros escozores, se difuminan tus caras mientras estos ojos se posan en mis nalgas para sentir el ritmo de tu vientre y tu semen. No ven como pulgar e índice se deslizan entre mis labios menores y mi vulva, unidos, dormida. Acarician los cuartos a un aturdido Morfeo con un golpe de tijera, tus dedos -fríos filos- que se abren en aspa contra la carne caliente, inflamada y apenas lubricada. La mente confundida en su duermevela y el cuerpo inteligente que no la espera, decide, se entrega. Fluye para ti. Por mí en todos tus yoes. Dormida y abierta. Las siete de la mañana. En punto.
Un primer y único ring es suficiente, el de tu polla penetrándome lenta y firmemente, erosionando en su desliz las paredes de mi sexo, que pugnan por ceñirse a él, ellas te masturban con un cosquilleo de descargas que quieren vestirla de fuego, tierra y agua. La dejas reposar quieta, dura, mañanera, en paciente acecho, dentro, bien dentro. Yo capitaneo. Un golpe de timón para despertar, vaticina tempestad. Y en la calma, una voz que se inclina sobre mi cuello y me susurra al oído: buenos días.
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