Traducir página y relato

martes, 7 de febrero de 2012

Sofía y yo. Por M. J. Sánchez.



Entraste por la puerta del bar como si al traspasarla trajeras contigo otro mundo arrastrando de las orejas al son de tu taconeo nervioso.

La gente se volvió durante un segundo, miró, mostró algún gesto de sorpresa, una ceja alzada, la comisura de un labio torcida en un gesto desdeñoso, y luego todos han vuelto a sus conversaciones y sus vidas.
Eres alta, la melena corta y revuelta, negra y brillante, los ojos maquillados, la nariz recta, patricia, y los labios de un intenso rojo mate. No pude apartar la mirada de tus pechos, enormes, comprimidos por un sujetador anticuado que les da un vago aspecto puntiagudo. La cintura la tienes tan ridículamente estrecha que parece casi irreal, y luego se me va el alma hacia esas caderas voluptuosas y el culo… un culo de carnes apretadas, compactas, que se balancean en un hipnótico vaivén bajo la falda negra, ceñida.

Pero fue al mirar tus ojos cuando te reconocí. Te he visto en todas las películas que me gustan, esas cintas antiguas y manoseadas que crepitan y a veces se quedan paradas, hasta que le doy un buen golpe al trasto averiado que las pasa ante mí una y otra vez. Tus ojos son verdes, grandes, de expresión triste.
Has tirado de los dos lados de la rebeca ceñida que enmarca tus pechos y la has cerrado estirándola como si quisieras protegerlos de mi mirada que se ha clavado en ellos con puntería perfecta.

Al sentarte sobre el taburete la falda se ha pegado a tus muslos, donde se ha delineado durante un segundo fugaz el corchete diminuto de un liguero. Llevas liguero, sí, como no. No tendré tanta suerte de que no lleves bragas, eso me catapultaría a un orgasmo desastroso justo aquí donde me encuentro, acodado a la barra de este bar de barrio.
Te deseo, Sophia, con “p”.

Me has mirado de arriba abajo, con esa expresión desdeñosa tuya, y has comentado entre dientes algo en italiano que ha sonado a “medio hombre”. Sé que no debería permitírtelo, pero no puedo evitarlo. Me gusta que me desafíes; a veces, hasta que me odies.
He apurado el escocés como si fuera Mastroianni, he pagado, y, luego, te he seguido por las escaleras estrechas de nuestro pisillo de mierda de barrio de las afueras. He observado temeroso las subidas y las bajadas de tus nalgas inmensas al ritmo de los tacones de aguja cuando subes las escaleras.

Te temo tanto como te deseo.
De hecho, no he podido aguantar. Te he aplastado contra la pared descascarillada del rellano cochambroso y he metido la mano bajo tu falda para comprobar si llevas bragas.

Y no, no las llevas.
Te has estirado hacia atrás como una gata con cuerpo de mujer, tus pechos han sobado mi camisa como si me hubieras acariciado, cosa que no has hecho. He notado el gemido ronco de tu respiración al hundir la nariz entre tus pechos olorosos a sudor, a la comida que acabas de guisar. Me lleno la boca de carne fresca, te sobo el coño peludo con manos hambrientas, hasta que me das un empujón contra la pared de enfrente y me espetas un “Porco schifoso” con voz quebrada, con sonido a lágrimas.

Subo detrás de ti arrastrando los pasos, resignado. Estoy empalmado, lo sé. La bruja del piso de al lado no se perderá detalle del bulto de mis pantalones cuando pase delante. Me he echado mano al paquete y le he dado un buen tirón, para estar más cómodo y, de paso, darle a la vieja algo que pensar. Qué vida de mierda, la de espiar las entrepiernas ajenas.
Pero no te vas a salir con la tuya, no. Has querido darme con la puerta en las narices de un golpe, pero he conseguido zafarme por el hueco y ahora me golpeas el pecho con las dos manos, rabiosa, como me gusta verte. El bulto de mis pantalones amenaza con reventarlos.

He cerrado de un portazo. Que le den a la vieja de la mirilla. Ahora tendrá que imaginarlo, pero cuando he hundido los dientes en la curva de tu cuello y tú has soltado ese gemido desgarrado de perra en celo, dudo que tenga que imaginar mucho.
Sé que estás mojada, mojada para mí, para que te remangue la falda, te abra las nalgas con las manos, mientras me desabrochas, con los ojos cerrados y el ceño fruncido, la bragueta.

Te he ensartado contra la pared, he metido mi polla hasta el fondo de tus carnes duras de hembra bragada. Esto ha de ser el cielo, dios, el cielo, y yo debo estar muerto; tu vagina me comprime siguiendo un ritmo que ya conozco, sé que aunque no quieres, no me quieres, vas a correrte y me vas a poner los pantalones perdidos con ese zumo blanco con el que tan generosamente sirves todos tus orgasmos.
Y no te he visto aun los pechos, aunque luego habrá tiempo, cuando me sigas odiando pero, aún insatisfecha, me pidas más.

Te deseo, Sophia, pero le he pegado un golpe al maldito trasto que se ha parado justo cuando estaba a punto ya. No te vayas aún, no te he visto los pechos, maldita sea.

3 comentarios:

  1. Ah, qué nostalgia de mujeres como las de antes...

    Muy bueno, M. J., un ritmo endiablado para una narración colorida que juega con el tópico de la semi-violación de la mujer desdeñosa ;)

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