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martes, 24 de enero de 2012

Noches de sábado. Por José Ángel Cuenda.



Aquella noche de sábado necesitaba urgentemente apartar de mi mente una de las preguntas más difíciles e incómodas de afrontar sobre mí mismo, sobre quién era y cómo debía vivir mi vida. La dichosa preguntita, que se originaba en la sospecha inconfesable de sentirme atraído por los hombres, se había pasado toda la semana asediándome. Y es que, si bien podía pasar por alto esa inclinación la mayor parte del tiempo, cada vez se había ido haciendo más difícil ignorar la evidencia aún más inconfesable de sentirme fuertemente atraído por Roberto, mi nuevo compañero de trabajo.

Saboreando una copa en medio de aquella macro discoteca, la suerte estaba de mi parte, la respuesta al quién era yo la respondía el alcohol: “olvídate de ti mismo”; y la respuesta al qué hacer la dictaba la música: “déjate llevar sin que nada importe”. Me era fácil dejar de lado mis pensamientos cuando me sometía a la exigencia del ritmo vibrante rodeado por mis dos amigas y compañeras de baile. Natalia, a mi espalda, posaba su mano en mi cintura, mientras yo me abrazaba a la de María.

De pronto advertí la sorpresa, la pequeña mano de Natalia ya no era la que se apoyaba sobre mi ombligo sino que, como si hubiera caído en una de mis ensoñaciones sexuales, era la ancha y morena mano de Roberto la que ahí se situaba, rozándose escasamente con mi cuerpo. Al comprobar con la vista la desconcertante presencia, mi corazón empezó a bombear la sangre hasta cada rincón. “Me alegro mucho de encontrarte aquí”, me dijo rozándome la oreja, caliente por el rubor. María, al ver mi expresión, se soltó del baile, y como un hada madrina divertida y sabia me dijo “¿Es el de tu oficina, verdad? ¡Está tremendo!”. Y sin añadir nada más cogió la mano de Natalia y desapareció entre la multitud.

Permanecimos los dos en la pista desplegando una improvisada coreografía que Roberto se dispuso a animar al atrapar decidido mi mano, casi como una sugerencia, para llevarla hacia atrás y apretarla suavemente sobre su propio muslo, a medio camino entre la rodilla y la ingle. Solté un resuello corto, el rastro de un gemido ahogado. Mi mano se abandonó ante esa seguridad, la de quien sabe perfectamente quién es y también por qué está ahí. Había venido a por mí, y me lo hizo saber: “No seas tímido, yo no lo voy a ser contigo”.

Tragué la saliva que me estaba inundando la boca. Empezaba a explorar poco a poco el placer de tocar ese muslo bien definido, acariciarlo hasta llegar a su cadera y volver a bajar. Me preguntaba si se le habría puesto dura como a mí y me moría de ganas de comprobarlo con mis propias manos. Comenzó a pasear la punta de su nariz y sus labios por mi cuello, tal vez aspirando mi olor, y entonces su mano, que hasta ese momento se posaba en mi vientre, subió protectora hasta mi pecho y me pellizcó juguetona los pezones. Apreté su muslo como reacción a la sacudida de placer y creí que entonces era a él a quien se le escapaba un gemido.

Me giré al fin para hablarle, decirle que era la primera vez que estaba con un hombre y que yo no era de encerrarme en los baños, pero que si seguía por ese camino haría una excepción. Pero Roberto interpretó que me iba a lanzar a besarlo y echó un paso atrás. “Aquí no”, dijo. “Déjame ir a por la chaqueta, te espero fuera”. Al verme solo en la pista de baile, busqué a mis amigas para avisarles de que me iba, no sin antes alegrarme de que nadie hubiera estado atento a la escena que acababa de producirse.

Cuando Roberto salió a la calle, yo ya estaba esperando para dar un pequeño paseo que nos llevaría por calles más oscuras. Al doblar una esquina, la poca compostura de la que él había hecho gala durante el baile terminó de venirse abajo. Su boca abierta me atrapaba contra la pared, embistiéndome ansiosamente, saboreando mi lengua. Seguí con las caderas el ritmo del nuevo baile extático en el que Roberto se agarraba a mi pelo mientras que yo manoseaba libremente su espalda y su culo. Se separó, aún ansioso, y me advirtió de la existencia de una especie de código de buenas maneras que nos impedía desnudar nuestros miembros en la noche templada. Así me estaba dejando claro que no era partidario de tener sexo en plena calle, pero llegado ese momento, sintiendo su erección y la mía, yo ya no veía motivo para no hacerlo allí mismo, no veía motivo para no haberlo hecho en la discoteca, o en el mismo momento de haberlo conocido. En mi mente se mezclaba el aturdimiento del alcohol con la excitación de lo prohibido, y ya sólo mandaban las ganas de sobarlo, de comérmelo entero, de morder su barba, de lamer su boca y hasta sus ojos. Le bajé los pantalones porque ya no había más paciencia, quería sentirlo dentro ya, chupar sus ganas, beberme su sexo, mientras jadeaba buscando su mirada con los ojos, su culo con las manos, y luego su polla con la boca. Se la comí con un placer que nunca pensé que pudiera experimentarse al dar placer, y me corrí cuando lo sentí correrse, como un ridículo adolescente.

Cuando terminaron las sacudidas del orgasmo le ayudé a recomponerse la ropa, descansé mi pecho sobre el suyo y se me escapó una breve risa. Él me sonreía plácidamente y sentí ternura al ver cómo el héroe había perdido toda la fuerza en sus brazos y en su gesto. Pensé que yo le había robado toda esa fuerza y que por eso me sentía más seguro de mí mismo que nunca. Creo que todavía no he superado el atracón de vanagloria que me supuso haberme sentido así de deseado por un hombre tan deseable. Y cada vez que recuerdo aquello vuelvo a sentir esa seguridad, como si en realidad supiera quién soy, por qué estoy aquí o qué debo hacer.

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