Le arde en las manos: casi 8 mm de pura energía silente, declamada desde el antaño de su propio invierno de batalla. Una honrosa estabilidad en el tiempo y sin duda una sonrisa, una quemazón. Debe ser eso que llaman los vulgares la virtud del aplazamiento. El anciano considera que ha llegado el momento y así es: es ahora.
Y es que el rostro brilla, dirían algunos. Es normal, unos dicen que es la señal de Dios. Otros que es la sombra del hombre: pura vida cromosoma. Otros le llaman el placer de Onán y sus secuaces. La semilla. El abismo. Así que el abuelo se lamenta de sus días en la tierra, cogiendo kilos y soltando espuma por la boca. Para qué quiere a sus nietos. Para qué lo quieren a él. Que les jodan. Que reviente. Mira lo que tengo, providencia.
Un instrumento divino. Una extensión de los ángeles. Un rifle, un verdadero Mauser 98, un regalo de la vida. Lo consiguió como herencia de un amigo. Un verdadero amigo y tanto más que aún se estremece. La tiranía de las formas en ese quiste que es el ombligo de la memoria. Cuántos recuerdos hay en esa caja, ese pequeño ataúd cápsula de tiempos mejores. Procede a abrirla. Extrae el arma. Mauser, tú sigues a su lado. Mauser.
Lo mira, lo acaricia. El temblor de sus dedos desaparece. La madera parece esperarlo, con una secreta boca abierta, con la desesperanza del objeto. Lo mira de nuevo, y amorosamente lo cubre, poco a poco, desde el pequeño plato que ha dejado preparado sobre la mesa, de aceite.
Respira y piensa. Retrocede. Acerca y aleja sus ojos. Ni parpadea.
Calcula.
Desea.
Y se decide.
Se quita la correa, los pantalones, fuera jersey y camisa beige, sólo permanece la interior de tirantes. Los calzoncillos. Los calcetines. Cabecea sobre las pantuflas, que el suelo está helado y no son horas. Mira el arma, la acaricia. La ropa se ha manchado con el aceite pero le da igual, se halla en éxtasis lúbrico desde que empezó. Lo pasa por su rostro, lentamente. Huele a corazón, a ansia. Lo desliza por sus curvas, lo pasea por sus arrugas de gallina vieja que le hacen sitio como una masa de tarta inverosímil. El rifle está frío y duro para sus setenta y cuatro años, pero eso no le detiene: son de la misma fe. Introduce la punta de la lengua en el cañón con ese olor a hierro y el sabor levemente picante. La desliza en círculos y gime casi imperceptiblemente. Lo mira por delante y por detrás, de lado, por abajo y por arriba, como el cuento aquel del elefante. Intenta hacerlo sonar, pero no puede, porque no hay ni una sola pieza suelta. El aceite forma una capa mórbida en cada pliegue de su piel. Nota un rubor, una suerte de terremoto épico. Allí abajo ha habido vida por un momento, capitán. Esto hay que aprovecharlo. Vamos a la parte de atrás, allí donde se hacen todos los tratos. Y se van juntos. Disfruta. Balbucea palabras y se enciende, porque la vida hubiera vuelto al erial. Perséfone. Entra aquí y sal, repite conmigo: nos estamos zumbando al portero del infierno.
Así que vemos al abuelo como extensión del rifle. De elasticidad asombrosa, una bayoneta de pura carne y vejez. Pero muy viva. Y engrasada. Parece hasta fácil esta bonhomía, esta comunión con el tiempo en casa del herrero de Sodoma.
Lo difícil es explicar la visión que sus hijos se llevarán a la tumba, a la suya, a la de todos.
Porque sucede: la llave que gira, lo inesperado del calendario, las deshoras. A cualquiera le sorprende. Tenía que ser hoy. Que no era día de visitas. Hoy, que quién olvidaría su propio cumpleaños. A horcajadas, ensimismado y con una erección memorable, no hay quien olvide ese momento del humano rampante.
Bajo las bocas de buzón de sus padres, con las serpentinas y las bolsas de chuches en las manos, los nietos han quedado congelados en el recibidor.
Dicen:
Papá.
¿Quién le ha metido eso ahí al abuelo?
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