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martes, 17 de enero de 2012

El chico del ascensor. Por Montse Rius.



Teníamos la hora pillada. Todas las mañanas, a las nueve menos cuarto, coincidía con mi vecino del quinto en el ascensor. Cada día sentía su presencia, su aroma a café con leche y a jabón, y observaba cómo leía ensimismado el periódico que, intuyo, era del día anterior.

La verdad es que empecé a fantasear con esos encuentros. Al principio juro que fue pura casualidad, pero después confieso que hacía por salir a esa hora para encontrarme con él aunque no me hubiera dado tiempo a desayunar o a peinarme adecuadamente la melena.

Mañana tras mañana intercambiábamos monótonos "buenos días" y él no se fijaba más en mí que yo en el botón de "cero" que previamente ya estaba apretado... bueno, o al menos eso creía.

Esa mañana algo en la escena había cambiado. Cuando entré en el ascensor no estaba leyendo como solía hacer, y llevaba el periódico bajo el brazo. Me estaba mirando directamente a los ojos, y esa mirada me pilló totalmente de sorpresa, por no esperada; creo que se me subieron los colores, esos que yo creía olvidados en el cajón de mi adolescencia.

Si no era tonto habría notado mi azoramiento. Pero él seguía mirándome. Recuperada de la primera sorpresa, le devolví la mirada, recreándome, por vez primera, abiertamente en su rostro. Debí ser tan expresiva que se abalanzo sobre mí, regalándome un lento y húmedo beso.

Sin pensar que a quien estaba besando era realmente un desconocido, mi cuerpo reaccionó de inmediato, sustituyendo la inicial tensión por una languidez que claramente descubría mi rendición inmediata.

Se separó un momento para mirarme y, viendo el consentimiento en mi rostro sofocado, me volvió a sorprender con un segundo beso, más rápido e intenso, más agresivo, y noté su lengua a la par que su mano avanzaba sin piedad por la ruta impoluta de mi camisa blanca.

A pesar de ese furioso apasionamiento, parecía tenerlo todo bajo control. Pulsó el botón del "ocho" y el ascensor inició su escalada por el edificio. Eso nos daba unos
segundos añadidos. Su mano me quemaba a través de la blusa y notaba con pudor que toda yo me endurecía respondiendo presta a sus caricias.

Apretados, casi con ira, el calor era insoportable. Yo notaba cómo él estaba tan excitado como yo, su respiración ya no parecía controlada y el bulto en el pantalón no me dejaba ninguna duda. Deslizó suavemente su mano por mi hombro dejando caer mi abrigo, yo le imité gustosa y nos aligeramos los dos. Volvimos a dar al "cero" (esa mañana el ascensor no parecía muy solicitado) y seguimos abandonándonos al momento.

Pegados, más de lo humanamente posible, entrelazamos piernas y brazos, y en un solo movimiento terminó de desabrocharme la camisa. El sujetador me quemaba a la vez que pensaba que lo que estaba pasando era un sueño. Sus dedos, por fin, encontraron el camino de mi piel, y el roce de sus manos me volvió loca. Deseaba corresponder esa caricia, pegarme a su piel sin ninguna barrera que me lo impidiese.

Empezaba a “trabajarme” su cinturón de marca cuando unos golpes en el ascensor nos volvieron a la realidad. Nuestro pequeño “tour” había acabado, y nos recompusimos tan rápido como pudimos.

Al abrir la puerta nos topamos con el aire fresco de esa mañana de abril y las miradas desaprobatorias de unos vecinos que entraron rápidamente al pequeño y caliente ascensor.

Él me hizo un guiño y, lanzándome un beso, desapareció de mi vista en dirección contraria. Y yo me quedé absolutamente confundida y feliz.

Al día siguiente, mi corazón se me salía por la boca. Deseosa y temerosa esperaba con ansia el momento de verle otra vez, pero esa mañana no coincidimos en el ascensor. Ni la otra, ni la otra…

Me armé de valor y le pregunté al conserje por el ejecutivo joven del “Quinto B”. Me dijo que ese piso llevaba muchos meses vacío y que, de hecho, hacía unos días se había vuelto a alquilar a una pareja con dos niños. Por segunda vez quedé absolutamente confundida, pero ya no tan feliz.

Han pasado cinco años de todo aquello y ni siquiera vivo en el mismo lugar pero, aún hoy, me estremezco a veces al subir a un ascensor. Recuerdo tan claramente su rostro, su aroma a café con leche y a jabón que pienso que será él el siguiente que entrará por la puerta.

Siempre será, para mí, el chico del ascensor.

1 comentario:

  1. ¡Que intensidad narrativa!. Al final vamos a acabar todos "endurecidos" ;-D. Lo bueno es que despues de todo, el tipo del cinturón de marca y aroma a jabón resulta ser un okupa.

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