La chica del polar rosa
—alias Niña con Coletas, alías Virgen Negra, alías Zorra con Botas y, finalmente, conocida con el críptico nombre de O.O— caminaba deprisa sobre sus altos tacones de aguja, parándose a cada rato para introducir una mano bajo su minifalda, abrirse paso con los dedos debajo del tanga y rascarse el pubis rasurado, lo que le producía un placer infinito. Caminar, detenerse, explorar… Un hilillo de saliva le resbaló por la comisura del labio hasta ocultarse en sus pechos prietos, atrapados en un corpiño negro confeccionado a base de alambres de plástico y terciopelo. Se acarició su pálido cuello para limpiar la baba y, al hacerlo, introdujo un dedo en el escote, la uña color cereza friccionando el canalillo. Murmuró el nombre de su señor
—“Maestro de Escuela”— y sus palabras suspiradas en el callejón y acompañadas por el maullido de los gatos encelados le provocaron un escalofrío que recorrió su espina dorsal, se enredó en sus caderas y culebreó hasta su trasero como si la mítica serpiente kundalini la embistiera. La imaginaria sacudida la hizo trastabillar hasta caer de bruces al suelo y golpearse el mentón contra el duro asfalto. Se había mordido la lengua, y le gustó, hasta tal punto el dolor era un afrodisíaco. “¿No son placer y dolor, como el bien y el mal, la misma cosa en diferente gradación?”. Aquella suerte de ideas contradictorias la aturdían, entonces su mente se desdoblaba y una parte de ella volaba atrás en su memoria. “No es propio de una señorita atender a cuestiones filosóficas”, casi le parecía oír a la hermana Clara amonestándola desde su púlpito de decencia y ahora, como entonces, la imagen de la vieja monja levantando el dedo acusador la embriagaba de un calor obsceno y brutal… Era el infierno en sus bragas de niña que conoció el pecado y las tablas de multiplicar. Enervado su espíritu de aquel dolor que superaba el espanto o que era el espanto mismo, se irguió con solemnidad, abandonando, como al descuido, entre los montones de basura de algún contenedor saqueado por mendigos, su poca precaución y sus escuetas bragas de leopardo. Volvió a murmurar el nombre de su señor y cojeó briosa, como el tullido en peregrinación de un dios mayor, los pocos metros que le separaban del club.
Tras año y medio de ciber sumisiones, de llamadas intempestivas exhortándola a las pruebas de sometimiento más descarnadas, como caminar sobre tacones de aguja la avenida Diagonal de Barcelona o masturbarse en la sección de Lácteos de un supermercado, por fin conocería a Maestro de Escuela, verdugo adorable, al que le unía más que el amor, una pura y llana relación de vasallaje feudal no exenta de fantasías sexuales inspiradas en la Alta Edad Media. Había hallado en aquel hombre firme y perverso un alimento para su alma voluptuosa. “Oh, Maestro de Escuela, eres el tecnicismo en un sainete, el lado hardcore del santoral, mi amo y señor”. Un hombre tan erudito, un apasionado de Goethe y de la flagelación; escribía largos post
—Disciplinadeenaguas.blogspot.com— sobre Fausto y el Joven Werther que la chica del polar rosa leía con devoción y, cuando era mala y no lo hacía, la castigaba con el ostracismo de inundarla de smilings sonrientes o precintar sus labios mayores con cinta adhesiva. Salivó tan sólo de pensar en que la colmara de cardenales
—Sed de angustia, que dice la canción—.
Bien no había golpeado aún dos veces la puerta, un ventanuco se abrió y unos ojos lobunos emergieron de detrás del rectangular antifaz metálico:
—¿Quién va?
—inquirió la voz ridículamente aguda del portero.
—Soy la hija de Severín
—balbució la chica del polar rosa con un mohín de burla en sus labios tan aptos para la felación.
—Se confunde…
—terció el hombre, cerrando el ventanuco.
—¡Ábreme, gilipollas!
De repente, la puerta se abrió, y un hombre de aspecto marchito y desgarbado se agachó con un movimiento de nyic-nyic de sus ajustados pantalones de cuero con las nalgas al descubierto, la agarró por el cuello y la empujó contra la pared.
—¡Qué palabrota más fea! ¿No te enseñaron modales en el colegio?
—hablaba lamiéndole el lóbulo de la oreja, el aliento le apestaba a pastillas de menta.
La chica del polar rosa estaba aterrorizada. Trató de revolverse, de pedir auxilio, pero el encuerado la sostenía por los hombros y ejercía presión sobre su cabeza hasta obligarla a agacharse y apretar la nariz contra el pene
—nyic, nyic—.
—Te voy a lavar la boca. Vas a ver…
Cuando ya se había hecho a la idea de que lo único que podía esperar de aquella noche era lamer el viejo y encanecido miembro del portero, la soltó bruscamente y profirió un gran aullido de dolor. Una dominatriz ataviada con un uniforme nacionalsocialista le golpeaba las nalgas con una fusta. El viejo perro se disculpó protegiéndose el trasero. “Ama Gertha, mi diosa”, gimoteó, gateando hacia la puerta con las posaderas enardecidas. Era el ama una mujer imperativa, hablaba en tercera persona, tenía las nalgas más prietas y el busto más alto que pudo alguna vez encuadrar una americana con condecoraciones, y sus sacudidas de caderas hacían repiquetear las pistoleras vacías con una sensualidad amenazadora. “En agradecimiento
—pensó la chica del polar rosa—, le lameré la esvástica”. Pero no hubo tiempo de reacción, pues la mujer la había montado ya a horcajadas y, lanzándola contra la pared, fue ella misma quien rascó, arañó y devoró el pubis rasposo de la chica del polar rosa. “Qué buen trato dispensa la dueña a la clientela”, se dijo maravillada. Porque Ama Gertha era la dueña, y sí, conocía a Germán. Así se lo hizo saber mientras, penetrándola con el rebenque, la chica del polar rosa se atrevió a preguntar si el señor Maestro de Escuela había llegado ya.
—Germán no vendrá hoy
—dijo secamente la dominatriz—. Tiene otros asuntos que atender.
—¿Otras sumisas? —los ojos se le humedecieron—. ¡Yo soy la única! ¡La única!
—Sí, claro. Todas lo sois…
—ironizó la nacionalsocialista mientras manipulaba con pericia la fusta, como si fuera la batuta que orquestara una marcha militar.
La chica del polar rosa se sintió terriblemente herida, dañada, vejada
—no sólo físicamente—, lo que en su mente freudiana y crepuscular se materializó en un súbito estado de excitación tan parecido al éxtasis místico que jadeó con la beatitud de una soprano; góspel lúbrico en el callejón.
Como fuera que los gemidos eran ensordecedores y los gatos maullaban frenéticos, Ama Gertha le ordenó que entrara, planteándosele a la chica del polar rosa un nuevo dilema moral: si Maestro de Escuela no había acudido a la cita, ¿debería marchar? ¿Acaso él pretendiera poner a prueba su paciencia y su fidelidad? “Él sabe lo que sabe y por qué lo hace”, se dijo estúpidamente.
¿Te quedas o te vas? ¡Contesta, saukarl!
—la nazi cacheteó la pared con la fusta; la próxima vez sería su trasero, le advirtió.
Entretanto habían llegado a un amplio salón alumbrado por candelabros eléctricos. El halo luminoso enmarcaba una escena encantadoramente patibularia, con hombres y mujeres encuerados, algunos maniatados, otros encajados en potros de tortura, mientras altivos señores hacían silbar sus látigos o charlaban animadamente con otros hidalgos del látex, repantigados en cómodas cheslones.
–¿Qué deseas? –el vibratto germano la aguijoneaba.
¡Lo deseaba todo, incluso aquello que le repelía! ¿Y qué sabía ella en el fondo del hondo abismo del deseo? Lo único que podía decir era que cuando la noche llegaba le invadía un terror que hasta cierto punto se le antojaba morboso, que siempre había una luz encendida en su cuarto y que cuando contenía la respiración hasta ponerse azul, se humedecía por completo. ¿Cómo verbalizarlo?
—¡Someterme!
—contestó con convicción.
El llanto de un mastín atado a una columna enmudeció su petición y para cuando quiso repetirla, Ama Gertha había perdido el interés y hacía señas a un hombre vestido con una chaqueta de paño arrugada, que se apostaba en la barra y clavaba sus ojos a intermitencias en la dueña y en ella; unos ojos broncos de animal salvaje enmarcados en un rostro fiero y una cabellera larga y cana que le otorgaba el aspecto de un asesino a sueldo, tal vez divorciado. Se parecía a papá. Su padre… Casi había conseguido olvidarlo, inventar un pasado feliz allá donde el real era melodrama de las 16.30 en tarde de domingo. Se lo presentó como un cliente “habitual”. No pronunció nombre alguno, ni alias; así que para la chica del polar rosa él sería el hombre de la chaqueta de paño o el hombre tan parecido a papá. A modo de saludo, y como si quisiera comprobar la pureza de un alijo de cocaína, introdujo los dedos en su vagina y se los llevó a la boca. Asintió satisfecho y, a partir de entonces y durante algunas horas interminables, procedió a realizar un monólogo incomprensible sobre las afinidades químicas entre ciertas sustancias, utilizándolos a ambos como ejemplo. “Cuando C
—dijo
— equivale a un encuentro inesperado como éste. Se trata de ti y de mí, aunque no seamos nosotros… ¿Me explico? Es el determinismo, una condena. La ciencia, quiero decir”. La chica del polar rosa deseaba tanto que se callara de una vez por todas y la follara que desoyendo todo principio de sumisión, le introdujo la lengua en la boca con presteza. Él la succionó con tanta avidez que creyó que le iba a arrancar el alma y temió que para cuando la soltara sólo quedara de ella un pellejo, la piel mudada de una oruga. Trató de apartarlo, pero fue en balde, pues con un hábil movimiento de muñeca la sentó en sus rodillas y le hincó las uñas en el desnudo trasero. “Un verdadero desagravio científico -le susurró-. Una aberración de la ciencia, lo nuestro, quiero decir”. Y la obligó a permanecer sentada sobre su regazo hasta que hubiese concluido su disertación. Presa de una gran ansiedad, la chica del polar rosa trató de acallarlo de nuevo, mordiéndole el labio, y él la reprendió por su mala educación; utilizó un tono rígido, de profesor de primaria, que le devolvió el recuerdo de papá. Su sexo palpitó como un corazón latiendo acelerado. Dijo: “Papá”. El hombre sonrió y sus ojos de animal salvaje refulgieron; un lobo en la noche, luego, un padre en la noche. Su bronca mirada se tornó de una severidad victoriana. Comenzó a palmearle el trasero canturreando una estúpida nana infantil inventada y curiosamente biográfica: “A las niñas malas de color rosa se las come el chacal…”. Estúpida, estúpida nana… y tenebrosa. La chica del polar rosa se evadió paulatinamente; en su mente adolescente, la inclemente mano de su padre le golpeaba las corvas, le sondeaba la espalda. “¡Papá!”, musitaba la niña. Papá que la azotaba cuando se portaba mal y, como siempre se portaba mal, siempre la azotaba, y la encerraba en el sótano y le susurraba perversos sermones tras la puerta, arañando con las uñas la madera, aullando como un chacal en el desierto de risas y juegos de la casa de su infancia. ¿Por qué no me llevas a la habitación secreta, papá? ¿Me quieres, papá? Y papá le pellizcó los pezones y suspiró con fastidio, como si follarla significara un sacrificio, lo cual hirió profundamente a la chica del polar rosa, es decir, la excitó. Atravesaron juntos un cortinaje de tul y descendieron por una escalera de caracol que parecía guiarles directamente al infierno, o eso imaginó ella, febril el deseo de quemarse de una vez por todas y que sor Clara tuviera razón. Niña mala, niña filósofa.
La chica del polar rosa podía sentir las palpitaciones de su vulva empujándola escaleras abajo, también al hombre de la chaqueta de paño tironeando de su corsé barato durante el descenso, hasta que llegaron a una gélida mazmorra, más si cabe para alguien que pierde la ropa en el trayecto. Entrar desnuda, desnudarse en tránsito… Qué conmovedor simbolismo. El embate de su miembro ya erecto no se hizo esperar; fue a traición, como atacan los lobos en la noche, los padres que no aman a sus hijos. A traición, la invasión de su ano por una verga enhiesta; a traición, los pechos aprisionados por unas manos curtidas, olor a tiza en los dedos. A traición, sus dientes clavados en el pálido cuello.
Hubo de enmudecer sus gemidos bajo amenaza de una nueva lección de química elemental. Entonces, el hombre de la chaqueta de paño la sujetó por las muñecas y la ató de pies y manos, emulando su cuerpo el aspa que marca el lugar en que se oculta un tesoro, su sexo expuesto, hinchado y aterido de frío debido a la creciente humedad, el fluido que resbalaba por sus muslos.
—¡Hazlo! ¡Hazlo de una vez!
—suplicó la chica del polar rosa.
Fuera de cualquier pronóstico, el hombre de la chaqueta de paño arrastró una silla, se sentó junto a ella y, abriendo un libro, empezó a recitar:
“Cuando la chispa salte,
cuando ardan las cenizas,
nos elevaremos hacia los antiguos dioses”.
La novia de Corinto, Johann Wolfgang Goethe