6
Quedaba un día para el examen. Como un reo que camina por el corredor de la muerte camino del final inapelable, esa noche, Clara se dio un baño relajante de espuma, se depiló cuidadosamente, se lavó el pelo y lo alisó; también se vistió y perfumó con esmero.
Delante de la puerta de Javier, volvió a dudar una vez más. Revisó los zapatos de tacón alto, con medias finas de verano, el sobrio conjunto de blusa y falda negros que se había puesto aquel primer día de hacía meses, ahora, casi una eternidad.
Jamás se maquillaba, pero también lo había hecho. Y algo más. Se había puesto un antifaz.
Lo vio palidecer cuando abrió la puerta. No dijo nada. Posiblemente se le habían atascado las palabras en la garganta. Clara se abrió el escote de la blusa despacio, en mitad del pasillo. Debajo llevaba un corsé de látex que empujaba sus pechos grandes hacia arriba, tan comprimidos que parecían a punto de estallar.
El joyero palideció aun más si eso era posible, se apartó a un lado y le hizo un gesto para que pasara. Clara avanzó por el pasillo de un piso mucho más grande que el suyo, decorado, como era evidente, por un interiorista. Cuadros auténticos, iluminados de forma indirecta, muebles de anticuario, la sutil opulencia de quien tiene dinero y sabe cómo gastarlo. Por un momento se sintió aturdida. Le dio ganas de dar media vuelta y echar a correr, pero no podía. Tenía que hacer aquello como fuera.
Percibía su presencia a la espalda como un calor; cuando llegaron al salón y se dio la vuelta, vio una gota de sudor descender por la sien del joyero. No sólo ella estaba asustada, también él.
Clara terminó de desabotonar la blusa y la dejó sobre una silla. Abrió la cremallera de la falda y con un contoneo de caderas, la dejó caer al suelo. Luego salió del círculo que había dejado y soltó el bolso encima de la mesa del comedor. El corsé de látex comprimía sus formas convirtiéndolas en un juego de líneas voluptuosas. Javier paseó la mirada por el cuerpo de la chica y luego por las piernas, armadas con medias finísimas, un liguero fastuoso y un tanga diminuto. Cerró los ojos y Clara vio como se aferraba discretamente al pomo de la puerta.
—Teníamos que hablar —dijo ella con voz insegura.
Él asintió con lentitud y luego buscó una silla donde sentarse. Las piernas no parecían sostenerle, pues se dejó caer en ella.
—Temía que terminara pasando algo así —murmuró con su voz grave y se pasó la mano por la frente.
—No quiero nada de ti —respondió ella a la defensiva.
Él la miró, con una tristeza insondable en la mirada. En ese momento, Clara comprendió. Había confundido con cansancio lo que era, simple y llanamente, una tristeza que parecía casi infinita.
—Sí. Si estás aquí es porque hay algo que quieres de mí. Y podría darte cualquier otra cosa, menos eso. —La voz se le rompió al final de la frase y tragó saliva apresuradamente.
Las cosas no eran cómo ella había pensado. Lo mismo había metido la pata. Estaba horrorizada.
Él continuó.
—Estos meses han sido para mí como volver a vivir. Estaba… —dudó visiblemente—… muerto. Lo mejor que me ha pasado en la vida ha sido que tú te trasladaras ahí al lado, aunque fuera por poco tiempo. Me has devuelto algo de dignidad… —volvió a vacilar—… y de hombría.
—Pero, ¿qué es lo que te pasa?
—Creo que necesito beber algo. ¿Quieres tú?
—Sí. Lo mismo que te pongas.
Javier se acercó al mueble y regresó a la silla, donde se sentó pesadamente, con un whisky escocés en la mano, tras ofrecerle a ella otro. Clara bebió un trago del suyo. El sedoso sabor a humo se le coló por el cuerpo de manera desvergonzada y le dio calor. Sentía los músculos rígidos, como cuando se acostó con Carlos por primera vez. Todos sus fantasmas habían vuelto de golpe y parecían competir, según parecía, con los que también poseían la vida de Javier.
—Soy divorciado —comenzó él—. Mi mujer y yo nos adorábamos. Vivíamos el sueño de la familia feliz. Creo que habrás visto a mis hijas. Son unas chicas estupendas. Mi mujer no lo es menos, salvo que es católica, mucho —Bebió un largo trago para darse ánimos y continuó—. En la cama las cosas fueron de mal en peor. Yo no quería separarme, ¿sabes? La quería, es una mujer entrañable. Pero yo tenía mis necesidades y ella… bueno… ella no…
—¿No pensaste en pedir ayuda, en…?
Javier hizo una mueca.
—No conoces a mi mujer. Cualquier mención a la palabra sexo es pecado. Incluso busqué un cura para que hablase con ella, pero fue aún peor. Al parecer le dijo que hiciera todo lo que yo le pidiera sin rechistar y yo pensé al principio que ella había cambiado, y… —Sacudió la cabeza—. No fue así. La pobre lo soportó como pudo y el día que yo me di cuenta, pues…
—Os separasteis, entonces —le apuntó ella.
—No fue sólo eso —añadió él en un susurro ronco—. No he podido volver a acostarme con nadie desde entonces. No… —Hizo un gesto expresivo con las manos—. Hasta aquella noche que te vi sin que te dieras cuenta, porque esa noche tú no sabías que yo estaba mirando, ¿no?
Clara negó con la cabeza y él suspiró.
—Pues hasta esa noche.
—¿Te empalmaste al verme?
Javier la miró horrorizado.
—¿Es necesario ser tan explícita? —gruñó tras darle un sorbo al licor.
Ella bebió a su vez. Diferentes generaciones. A ella hablar de sexo no le parecía difícil, lo que le asustaba era fracasar a la hora de practicarlo.
—¿Y después… te corriste?
Él asintió y se estremeció.
Clara estuvo a punto de soltar una carcajada. Se apoyó en la mesa que había frente a la silla donde se había sentado él y se le escapó una risita. Luego le dio un trago al whisky. El joyero la miró con cara de pocos amigos.
—¿Te parece gracioso?
Ella negó con la cabeza y se mordió los labios.
—Qué va… —se quitó el antifaz y se le quedó mirando a los ojos—. Estaba pensando qué dos patas para un banco.
—¿Tú también?
—Fue mi primer orgasmo, el de la ventana —confesó en tono vacilante, avergonzada.
Javier resopló.
—Eres muy joven, Clara. No veo cual es el problema. Tienes toda la vida por delante. Eres muy guapa —Le sonrió—. Seguro que hay alguien… —Se quedó callado de pronto—. Hubo alguien con quien no te fue bien, supongo.
Fue el turno de ella de asentir.
Ambos se bebieron de un trago lo que quedaba en el vaso. Clara le pidió el suyo y lo llevó hasta el mueble, donde buscó la botella escrita en gaélico y sirvió otros dos vasos generosos. Cuando se dio la vuelta, sorprendió la mirada hambrienta del joyero. Se echó una ojeada con disimulo. El corpiño de látex, el liguero, los glúteos desnudos… Realmente había que tener un buen problema para no… Bebió despacio de su vaso antes de acercarse a él.
—Sí hubo alguien. Me hizo odiar el sexo. No me gustaba nada.
Javier se encogió de hombros.
—No lo puedo entender. Eres la fantasía de cualquier hombre hecha realidad.
Clara soltó una risita.
—No tanto. Al menos hasta que recibí tu regalo. ¿Por qué una perla?
—No es complicado —repuso el joyero con un encogimiento de hombros—. Me dedico a ellas. Aunque vendo también otro tipo de joyas, estoy especializado en perlas. Y además…
—¿Qué?
—Las perlas tienen todo lo que me gusta de las mujeres. El brillo, el misterio, la calidez —Se ruborizó—. Todo esto te deben parecer tonterías.
Clara se le había quedado mirando fascinada. De pronto, se sentía como aquella primera perla. No le parecía una tontería en absoluto.
—Regalártela —continuó él con visible esfuerzo, azorado—, fue una verdadera estupidez por mi parte. Al día siguiente estaba tan… —dudó—… agradecido. No sabes lo que supuso para mí volver a ser un hombre. —Tragó saliva con dificultad.
—Pues para mí la perla fue un desafío. Era como si alguien me apreciara de verdad por primera vez. Alguien que no se burlaba de mí. Me sentí libre. Ese día descubrí que el sexo, así, sí me gustaba.
—Ya —comentó él con aire derrotado—. A distancia, como a mí.
—No exactamente —sonrió ella con una expresión pícara—. Si no, no estaría aquí…
—Pues mala idea —repuso él con sequedad—. Dudo que para mí haya algo más.
—¿Has probado…?
—Sí, prostitutas, psicólogos, amigas comprensivas, médicos, todo.
Se hizo un silencio prolongado, incómodo. Javier le daba vueltas al vaso entre las manos, con expresión concentrada y aturdida. Clara le quitó el vaso de la mano y se colocó a sus espaldas.
Él volvió la cabeza.
—De verdad, no merece la pena intentarlo, créeme.
“A veces, las cosas que compras en los sex shops tienen su gracia”, pensó, “y otras veces, son condenadamente útiles”.
Con un gesto rápido, cogió la muñeca del hombre y le cerró una esposa forrada de terciopelo negro, tiró del brazo y le colocó la otra de modo que quedó sentado con los brazos esposados a la espalda.
—¡¿Qué haces?! —medio preguntó y medio exclamó él.
—Siempre merece la pena intentar las cosas, créeme —afirmó ella.
7
Javier parecía estar al borde de las lágrimas. Su desesperación inundaba la habitación como un potente gas venenoso.
—No sabes lo que haces… No me avergüences, te lo suplico. Estos días he disfrutado como un chiquillo, he sido feliz por primera vez en mucho tiempo… No me estropees eso, por favor… Ten compasión…
Clara le abrió la bragueta de un tirón y él hizo ademán de incorporarse de la silla esposado y todo. Ella le dio un empujón y le obligó a sentarse. El joyero giró la cabeza a un lado, con los ojos cerrados.
—No me hagas esto… —volvió a suplicar.
Ella respondió en tono autoritario.
—He aprendido algo de lo que ha pasado entre nosotros, y es que el sexo nunca es sólo sexo. Es algo más, del mismo modo que las perlas son algo más que el desecho de un animal o un adorno pasado de moda. Todo depende de quién las lleve, cuando y porqué. El sexo depende de las personas, lo hacen las personas, es diferente según quienes lo practiquen.
—No va a funcionar —insistió él, tozudo.
—Funcionará. Y ahora abre los ojos, ¿vale?
Javier la obedeció de mala gana. Clara se había vuelto a colocar el antifaz.
—Piensa en la ventana. Estás tranquilo en tu salón. He abierto las cortinas y he encendido la luz. No me conoces. Soy la vecina nueva de al lado, que sólo va a estar un tiempo, antes de que vuelva la coñazo de siempre.
Él sonrió a su pesar.
—No es un coñazo. Es encantadora.
—Porque te riega las plantas, ¿no?
—Sí —respondió él, desafiante.
—¿Cuántas mujeres responsables, buenas y encantadoras hay en tu vida, Javier?
Él la miró con cara de pocos amigos.
—Las necesarias.
—Buena respuesta. Pero… ¿y las otras?
—¿Qué otras?
—Las que te gustan. Las que abren las ventanas y llevan ropa picante. Las que se desnudan, las que te hacen soñar y llevan tus perlas…
—Vale, para —la cortó él—, te he entendido, no soy idiota, ¿puedes soltarme?
Clara negó lentamente.
—Ni lo sueñes.
Se descalzó, puso un pie entre sus piernas y se soltó uno de los cierres del liguero.
—A quien se le cuente esto, señor… —rezongó él por lo bajo. Sin embargo, esta vez, una mirada ávida quedó clavada en los deditos gordezuelos y las uñas pintadas bajo la fina malla negra.
—Así me gusta, míralo bien. Es bonito, ¿verdad?
Él asintió de mala gana.
—Recuerda que estás mirando por la ventana.
—No estoy mirando por la ventana —repuso con sequedad.
—¿Cómo que no?
—Si estuviera mirando por la ventana no tendría las manos atadas a la espalda.
—¿Y dónde las tendrías entonces?
Javier apretó los labios, tozudo.
—¿Aquí? —Clara pasó una mano por la portañuela abierta del pantalón y él dio un respingo—. Pero si no te he tocado…
Él suspiró.
—Está claro que si no colaboro no me dejarás en paz, ¿no?
Clara estiró el pie y hurgó con los dedos en sus calzoncillos.
—No.
—¿Qué quieres que haga?
—Que te relajes y pienses en la ventana.
—No puedo.
—Verás como sí.
Se bajó la media despacio y cuando la extrajo del pie, la pasó una y otra vez entre sus piernas, hasta dejarla húmeda.
Porque estaba mojada. Javier sudaba y el olor a sudor limpio la estaba poniendo a tono. También el brillo codicioso que intentaba ocultar en la mirada. Y el miedo. Jamás se le habría ocurrido que el miedo ajeno fuera un afrodisíaco tan poderoso. Se sentía capaz de romper todos los límites, de arrojar por la borda todo lo que había creído ser hasta ese momento para ser otra. Una desconocida con antifaz que follaba con un hombre casi desconocido.
Le ató la media humedecida en torno a la cabeza, tapándole los ojos. Javier jadeó. El olor lo desquiciaba. Olía a sexo de mujer, a mujer excitada. La leve humedad le impregnaba los poros con aquel aroma hasta prenderse como una llama en su interior.
Clara comprobó los progresos. Tenía un pene bonito, bien formado, pero aun reposaba en su mano inerte. En ese momento, dio un pequeño saltito y se estiró un poco, como si se estuviera desperezando. Sonrió. Lo acarició cariñosamente y el joyero dejó escapar otro jadeo.
—Me estás matando.
—Qué dices, pero si no hemos empezado.
Él inspiró aire con lentitud.
—¿Qué vas a hacer ahora? —inquirió con desconfianza.
—Voy a quitarme la otra media.
Javier dejó de respirar para oír el suave sonido de fricción de la media al deslizarse por la pierna.
—Son de seda, ¿verdad? —preguntó con la voz débil.
—Sí.
—Lo he notado, son… —Tragó saliva—. ¿Qué estás haciendo ahora?
—Estoy pasándome la media por el coño, para mojarla bien.
Inspiró aire de golpe y se quedó paralizado.
—¿Lo oyes? ¿Te gusta? —preguntó ella.
—Sí —susurró él con la voz estrangulada—. Puedo… puedo…
—Puedes pedir lo que quieras.
—Quiero probarlo —dijo con voz ronca.
—¿Probar, qué?
—Oh, por Dios…
—¿Qué, Javier?
Él jadeó cuando ella alargó el pie desnudo y lo deslizó más adentro por la abertura de los pantalones.
Armándose de valor, él respondió.
—Quiero probar la media.
Clara rió entre dientes.
—Está muy mojada.
—Lo sé —respondió él con un hilo de voz.
Con cuidado, lo amordazó con la media. Javier intentaba controlar la respiración pero sólo consiguió un jadeo ahogado. El sabor dulce, como a especias, le inundó la nariz y la boca y lo intoxicó con su intensidad.
Ella le desnudó de cintura para abajo y le despojó también de los zapatos y los calcetines.
Ya libre de estorbos, se arrodilló en el suelo y contempló frente a frente a su enemigo. Le acarició despacio la parte interior de los muslos y le fue describiendo todo lo que estaba haciendo, al menos, hasta que le distrajo acariciándole los testículos y se metió el pene en la boca. Era de buen tamaño en reposo, pero rápidamente comenzó a estirarse y crecer dentro de su boca. Lo frotó con la lengua, succionó despacio, degustándolo como una fruta y se entretuvo en pasar la punta de la lengua por el glande hasta que oyó un gemido desesperado de Javier.
Era como lo había pensado, un gemido ronco. Empezó a temblarle el cuerpo, una serie de escalofríos discontinuos. Mientras lo chupaba se pasó los dedos por la vulva. La tenía empapada. Jamás había hecho una mamada en su vida, había aprendido mirando las películas, pero no se le había ocurrido que le pudiera gustar. Volvió a meterse el pene en la boca y succionó con más fuerza a lo largo de toda su superficie, mientras el sabor ligeramente salado se abría camino poco a poco a lo largo de su lengua.
Pronto no pudo seguir. Javier jadeaba desesperado y el pene había adquirido unas proporciones que le impedían tenerlo entero en la boca. Lo fue extrayendo despacio y se detuvo al final, lamiendo el glande y concentrando la punta de la lengua en el pequeño agujerito por donde se desprendía aquel jugo blanquecino y sabroso.
Se apartó para coger aire y examinó su obra. El pene de Javier se extendía oscuro, grueso y firme como una estaca. Sonrió. Después de todo, puede que no fuera tan difícil…
Suspiró y luego le quitó las medias. Javier pestañeó y aspiró aire como si se estuviera ahogando.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó ella.
Él bajó la mirada hacia su regazo y alzó las cejas sorprendido.
—¿Cuándo se ha puesto así?
—¿No lo has notado?
—Sí, pero… No me lo podía creer…
Negó con la cabeza y luego alzó los ojos febriles hacia el rostro de la chica.
—Quiero comerte los pechos, Clara. Desátame, por el amor de Dios, y déjame que…
—De eso nada.
Se abrió despacio la cremallera que cerraba el frontal del corsé, y liberó los pechos de su confinamiento. Luego, se sentó a horcajadas sobre él y le acarició la nuca mientras se sumergía a lengüetadas entre sus tetas, avaricioso… Cuando le succionó un pezón, le tocó a Clara el turno de gemir.
De allí pasó al cuello hasta que ambos se hundieron en un beso hambriento, ansioso, que los dejó sin resuello.
—¿Me vas a soltar ahora?
Clara, entre jadeos, negó con la cabeza y se incorporó. Javier dejó escapar un quejido.
—No, ahora, no me dejes, no…
Se desprendió del tanga y se puso en pie, para que su coño quedara a la altura de la boca del joyero, que aprovechó la ocasión para hundir la lengua en su interior. Primero la paseó por los bordes rasurados, suaves como el satén, de los labios y luego, rebuscó entre los pliegues hasta encontrar el clítoris.
Clara se quedó casi sin fuerzas. Se apoyó en los hombros de él, pero sabía que no iba a poder aguantar mucho así. Le apartó la cabeza y deslizó el cuerpo por la camisa hasta que encontró el glande y consiguió introducírselo en la vagina.
Ambos gimieron a la vez. Clara volvió a alzarse y a dejarse caer de nuevo y él ayudó incorporándose un poco en la silla.
Era enorme. Clara se sentía tan llena que parecía que iba a estallar pero la sensación de tirantez fue cediendo hasta dar paso a una de plenitud que la reventó por dentro en un estallido terrible. Se corrió hasta que el placer se volvió doloroso y contrajo la vagina con tanta fuerza que Javier se corrió a su vez con un gemido salvaje y gutural que parecía venir del fondo de su cuerpo.
Se quedaron quietos unos momentos, mientras recuperaban el ritmo natural de la respiración. Clara pestañeó. Sentía como el pene de Javier se iba encogiendo en su interior y la invadió una cierta decepción.
Él la miró a los ojos y sonrió por primera vez de verdad, sin restricción de ningún tipo.
—Abrázame fuerte, Clara —susurró.
Ella lo abrazó con fuerza y sintió el peso de su cabeza sobre el hombro.
Cuando lo retiró, las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Javier, no llores, ha estado muy bien… —murmuró mientras las lamía y las besaba a la vez.
—No pasa nada —repuso él—, es sólo alivio. Ahora quítame esto y hagamos las cosas como hay que hacerlas.
Clara soltó una carcajada y se levantó, no sin esfuerzo.
Horas más tarde en la cama, sucios pero saciados, Clara comentó con voz soñolienta:
—Estoy destrozada. Y mañana tengo el examen.
—Oye, debías habérmelo dicho…
Clara se rió.
—No me habría perdido esto por nada del mundo.
Javier tiró de ella y la puso sobre su cuerpo.
—¿Seguro?
—Sí —respondió ella—. Nada de nada. Ni que me follaras a cuatro patas tampoco. Tu mujer no sabe lo que se ha perdido.
Él le tapó la boca, pero no pudo evitar sonreír.
—Qué manía, usar esas palabrotas… ¿A qué hora te examinas?
Clara bostezó.
—A las cuatro de la tarde. Qué locura.
—Bueno, ya me organizo yo. Iré a trabajar por la mañana mientras tú duermes. Te dejaré el despertador puesto y el almuerzo en la cocina; no creo que pueda volver a tiempo para almorzar contigo, mañana tengo mucho jaleo.
—Vale —susurró ella, medio dormida ya.
8
Al día siguiente, Clara se despertó con la hora justa de arreglarse. No le apetecía ducharse en una casa extraña, así que se puso la falda negra y la camisa y se encajó los zapatos. Hizo un lío con lo demás y se lo puso debajo del brazo. Esperaba, con un poco de suerte, que nadie la viera salir de casa de Javier. Qué apuro.
Le dio la risa. Después de todo lo que había hecho, cómo le podía avergonzar que la vieran salir de su casa tan desarreglada. Total, no pasaba nada, sólo habían follado, algo que la gente normal suele hacer sin mucha alharaca.
O no.
Estaba a punto de salir por la puerta cuando se acordó de que Javier le había dicho que le dejaría el almuerzo en la cocina.
Sobre la mesa, primorosamente arreglada, había una flor roja, un plato cubierto con papel de aluminio y, al lado, un sobre cuadrado de color crema, que para ella era más que familiar.
Lo abrió. Dentro, estaba la consabida bolsita, de la que salió una enorme y bellísima perla negra. De una redondez casi perfecta, pendía de una fina cadena de oro blanco rematada en un cierre con dos solitarios brillantes.
El texto, con su caligrafía anticuada, decía:
“Conseguirás todo lo que te propongas. Sólo es un maldito examen.”
Clara se echó a reír. Y con la perla apretada dentro del puño salió disparada hacia su apartamento.