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viernes, 29 de junio de 2012

La perla negra. Por M. J. Sánchez (2ª Parte)



6


Quedaba un día para el examen. Como un reo que camina por el corredor de la muerte camino del final inapelable, esa noche, Clara se dio un baño relajante de espuma, se depiló cuidadosamente, se lavó el pelo y lo alisó; también se vistió y perfumó con esmero.

Delante de la puerta de Javier, volvió a dudar una vez más. Revisó los zapatos de tacón alto, con medias finas de verano, el sobrio conjunto de blusa y falda negros que se había puesto aquel primer día de hacía meses, ahora, casi una eternidad.

Jamás se maquillaba, pero también lo había hecho. Y algo más. Se había puesto un antifaz.

Lo vio palidecer cuando abrió la puerta. No dijo nada. Posiblemente se le habían atascado las palabras en la garganta. Clara se abrió el escote de la blusa despacio, en mitad del pasillo. Debajo llevaba un corsé de látex que empujaba sus pechos grandes hacia arriba, tan comprimidos que parecían a punto de estallar.

El joyero palideció aun más si eso era posible, se apartó a un lado y le hizo un gesto para que pasara. Clara avanzó por el pasillo de un piso mucho más grande que el suyo, decorado, como era evidente, por un interiorista. Cuadros auténticos, iluminados de forma indirecta, muebles de anticuario, la sutil opulencia de quien tiene dinero y sabe cómo gastarlo. Por un momento se sintió aturdida. Le dio ganas de dar media vuelta y echar a correr, pero no podía. Tenía que hacer aquello como fuera.

Percibía su presencia a la espalda como un calor; cuando llegaron al salón y se dio la vuelta, vio una gota de sudor descender por la sien del joyero. No sólo ella estaba asustada, también él.

Clara terminó de desabotonar la blusa y la dejó sobre una silla. Abrió la cremallera de la falda y con un contoneo de caderas, la dejó caer al suelo. Luego salió del círculo que había dejado y soltó el bolso encima de la mesa del comedor. El corsé de látex comprimía sus formas convirtiéndolas en un juego de líneas voluptuosas. Javier paseó la mirada por el cuerpo de la chica y luego por las piernas, armadas con medias finísimas, un liguero fastuoso y un tanga diminuto. Cerró los ojos y Clara vio como se aferraba discretamente al pomo de la puerta.

—Teníamos que hablar —dijo ella con voz insegura.

Él asintió con lentitud y luego buscó una silla donde sentarse. Las piernas no parecían sostenerle, pues se dejó caer en ella.

—Temía que terminara pasando algo así —murmuró con su voz grave y se pasó la mano por la frente.

—No quiero nada de ti —respondió ella a la defensiva.

Él la miró, con una tristeza insondable en la mirada. En ese momento, Clara comprendió. Había confundido con cansancio lo que era, simple y llanamente, una tristeza que parecía casi infinita.


—Sí. Si estás aquí es porque hay algo que quieres de mí. Y podría darte cualquier otra cosa, menos eso. —La voz se le rompió al final de la frase y tragó saliva apresuradamente.

Las cosas no eran cómo ella había pensado. Lo mismo había metido la pata. Estaba horrorizada.

Él continuó.

—Estos meses han sido para mí como volver a vivir. Estaba… —dudó visiblemente—… muerto. Lo mejor que me ha pasado en la vida ha sido que tú te trasladaras ahí al lado, aunque fuera por poco tiempo. Me has devuelto algo de dignidad… —volvió a vacilar—… y de hombría.

—Pero, ¿qué es lo que te pasa?

—Creo que necesito beber algo. ¿Quieres tú?

—Sí. Lo mismo que te pongas.

Javier se acercó al mueble y regresó a la silla, donde se sentó pesadamente, con un whisky escocés en la mano, tras ofrecerle a ella otro. Clara bebió un trago del suyo. El sedoso sabor a humo se le coló por el cuerpo de manera desvergonzada y le dio calor. Sentía los músculos rígidos, como cuando se acostó con Carlos por primera vez. Todos sus fantasmas habían vuelto de golpe y parecían competir, según parecía, con los que también poseían la vida de Javier.

—Soy divorciado —comenzó él—. Mi mujer y yo nos adorábamos. Vivíamos el sueño de la familia feliz. Creo que habrás visto a mis hijas. Son unas chicas estupendas. Mi mujer no lo es menos, salvo que es católica, mucho —Bebió un largo trago para darse ánimos y continuó—. En la cama las cosas fueron de mal en peor. Yo no quería separarme, ¿sabes? La quería, es una mujer entrañable. Pero yo tenía mis necesidades y ella… bueno… ella no…

—¿No pensaste en pedir ayuda, en…?

Javier hizo una mueca.

—No conoces a mi mujer. Cualquier mención a la palabra sexo es pecado. Incluso busqué un cura para que hablase con ella, pero fue aún peor. Al parecer le dijo que hiciera todo lo que yo le pidiera sin rechistar y yo pensé al principio que ella había cambiado, y… —Sacudió la cabeza—. No fue así. La pobre lo soportó como pudo y el día que yo me di cuenta, pues…

—Os separasteis, entonces —le apuntó ella.

—No fue sólo eso —añadió él en un susurro ronco—. No he podido volver a acostarme con nadie desde entonces. No… —Hizo un gesto expresivo con las manos—. Hasta aquella noche que te vi sin que te dieras cuenta, porque esa noche tú no sabías que yo estaba mirando, ¿no?

Clara negó con la cabeza y él suspiró.

—Pues hasta esa noche.

—¿Te empalmaste al verme?

Javier la miró horrorizado.

—¿Es necesario ser tan explícita? —gruñó tras darle un sorbo al licor.

Ella bebió a su vez. Diferentes generaciones. A ella hablar de sexo no le parecía difícil, lo que le asustaba era fracasar a la hora de practicarlo.

—¿Y después… te corriste?

Él asintió y se estremeció.

Clara estuvo a punto de soltar una carcajada. Se apoyó en la mesa que había frente a la silla donde se había sentado él y se le escapó una risita. Luego le dio un trago al whisky. El joyero la miró con cara de pocos amigos.

—¿Te parece gracioso?

Ella negó con la cabeza y se mordió los labios.

—Qué va… —se quitó el antifaz y se le quedó mirando a los ojos—. Estaba pensando qué dos patas para un banco.

—¿Tú también?

—Fue mi primer orgasmo, el de la ventana —confesó en tono vacilante, avergonzada.

Javier resopló.

—Eres muy joven, Clara. No veo cual es el problema. Tienes toda la vida por delante. Eres muy guapa —Le sonrió—. Seguro que hay alguien… —Se quedó callado de pronto—. Hubo alguien con quien no te fue bien, supongo.

Fue el turno de ella de asentir.

Ambos se bebieron de un trago lo que quedaba en el vaso. Clara le pidió el suyo y lo llevó hasta el mueble, donde buscó la botella escrita en gaélico y sirvió otros dos vasos generosos. Cuando se dio la vuelta, sorprendió la mirada hambrienta del joyero. Se echó una ojeada con disimulo. El corpiño de látex, el liguero, los glúteos desnudos… Realmente había que tener un buen problema para no… Bebió despacio de su vaso antes de acercarse a él.

—Sí hubo alguien. Me hizo odiar el sexo. No me gustaba nada.

Javier se encogió de hombros.

—No lo puedo entender. Eres la fantasía de cualquier hombre hecha realidad.

Clara soltó una risita.

—No tanto. Al menos hasta que recibí tu regalo. ¿Por qué una perla?

—No es complicado —repuso el joyero con un encogimiento de hombros—. Me dedico a ellas. Aunque vendo también otro tipo de joyas, estoy especializado en perlas. Y además…

—¿Qué?

—Las perlas tienen todo lo que me gusta de las mujeres. El brillo, el misterio, la calidez —Se ruborizó—. Todo esto te deben parecer tonterías.

Clara se le había quedado mirando fascinada. De pronto, se sentía como aquella primera perla. No le parecía una tontería en absoluto.

—Regalártela —continuó él con visible esfuerzo, azorado—, fue una verdadera estupidez por mi parte. Al día siguiente estaba tan… —dudó—… agradecido. No sabes lo que supuso para mí volver a ser un hombre. —Tragó saliva con dificultad.

—Pues para mí la perla fue un desafío. Era como si alguien me apreciara de verdad por primera vez. Alguien que no se burlaba de mí. Me sentí libre. Ese día descubrí que el sexo, así, sí me gustaba.

—Ya —comentó él con aire derrotado—. A distancia, como a mí.

—No exactamente —sonrió ella con una expresión pícara—. Si no, no estaría aquí…

—Pues mala idea —repuso él con sequedad—. Dudo que para mí haya algo más.

—¿Has probado…?

—Sí, prostitutas, psicólogos, amigas comprensivas, médicos, todo.

Se hizo un silencio prolongado, incómodo. Javier le daba vueltas al vaso entre las manos, con expresión concentrada y aturdida. Clara le quitó el vaso de la mano y se colocó a sus espaldas.

Él volvió la cabeza.

—De verdad, no merece la pena intentarlo, créeme.

“A veces, las cosas que compras en los sex shops tienen su gracia”, pensó, “y otras veces, son condenadamente útiles”.

Con un gesto rápido, cogió la muñeca del hombre y le cerró una esposa forrada de terciopelo negro, tiró del brazo y le colocó la otra de modo que quedó sentado con los brazos esposados a la espalda.

—¡¿Qué haces?! —medio preguntó y medio exclamó él.

—Siempre merece la pena intentar las cosas, créeme —afirmó ella.


7


Javier parecía estar al borde de las lágrimas. Su desesperación inundaba la habitación como un potente gas venenoso.

—No sabes lo que haces… No me avergüences, te lo suplico. Estos días he disfrutado como un chiquillo, he sido feliz por primera vez en mucho tiempo… No me estropees eso, por favor… Ten compasión…

Clara le abrió la bragueta de un tirón y él hizo ademán de incorporarse de la silla esposado y todo. Ella le dio un empujón y le obligó a sentarse. El joyero giró la cabeza a un lado, con los ojos cerrados.

—No me hagas esto… —volvió a suplicar.

Ella respondió en tono autoritario.

—He aprendido algo de lo que ha pasado entre nosotros, y es que el sexo nunca es sólo sexo. Es algo más, del mismo modo que las perlas son algo más que el desecho de un animal o un adorno pasado de moda. Todo depende de quién las lleve, cuando y porqué. El sexo depende de las personas, lo hacen las personas, es diferente según quienes lo practiquen.

—No va a funcionar —insistió él, tozudo.

—Funcionará. Y ahora abre los ojos, ¿vale?

Javier la obedeció de mala gana. Clara se había vuelto a colocar el antifaz.

—Piensa en la ventana. Estás tranquilo en tu salón. He abierto las cortinas y he encendido la luz. No me conoces. Soy la vecina nueva de al lado, que sólo va a estar un tiempo, antes de que vuelva la coñazo de siempre.

Él sonrió a su pesar.

—No es un coñazo. Es encantadora.

—Porque te riega las plantas, ¿no?

—Sí —respondió él, desafiante.

—¿Cuántas mujeres responsables, buenas y encantadoras hay en tu vida, Javier?

Él la miró con cara de pocos amigos.

—Las necesarias.

—Buena respuesta. Pero… ¿y las otras?

—¿Qué otras?

—Las que te gustan. Las que abren las ventanas y llevan ropa picante. Las que se desnudan, las que te hacen soñar y llevan tus perlas…

—Vale, para —la cortó él—, te he entendido, no soy idiota, ¿puedes soltarme?

Clara negó lentamente.

—Ni lo sueñes.

Se descalzó, puso un pie entre sus piernas y se soltó uno de los cierres del liguero.

—A quien se le cuente esto, señor… —rezongó él por lo bajo. Sin embargo, esta vez, una mirada ávida quedó clavada en los deditos gordezuelos y las uñas pintadas bajo la fina malla negra.

—Así me gusta, míralo bien. Es bonito, ¿verdad?

Él asintió de mala gana.

—Recuerda que estás mirando por la ventana.

—No estoy mirando por la ventana —repuso con sequedad.

—¿Cómo que no?

—Si estuviera mirando por la ventana no tendría las manos atadas a la espalda.

—¿Y dónde las tendrías entonces?

Javier apretó los labios, tozudo.

—¿Aquí? —Clara pasó una mano por la portañuela abierta del pantalón y él dio un respingo—. Pero si no te he tocado…

Él suspiró.

—Está claro que si no colaboro no me dejarás en paz, ¿no?

Clara estiró el pie y hurgó con los dedos en sus calzoncillos.

—No.

—¿Qué quieres que haga?

—Que te relajes y pienses en la ventana.

—No puedo.

—Verás como sí.

Se bajó la media despacio y cuando la extrajo del pie, la pasó una y otra vez entre sus piernas, hasta dejarla húmeda.

Porque estaba mojada. Javier sudaba y el olor a sudor limpio la estaba poniendo a tono. También el brillo codicioso que intentaba ocultar en la mirada. Y el miedo. Jamás se le habría ocurrido que el miedo ajeno fuera un afrodisíaco tan poderoso. Se sentía capaz de romper todos los límites, de arrojar por la borda todo lo que había creído ser hasta ese momento para ser otra. Una desconocida con antifaz que follaba con un hombre casi desconocido.

Le ató la media humedecida en torno a la cabeza, tapándole los ojos. Javier jadeó. El olor lo desquiciaba. Olía a sexo de mujer, a mujer excitada. La leve humedad le impregnaba los poros con aquel aroma hasta prenderse como una llama en su interior.

Clara comprobó los progresos. Tenía un pene bonito, bien formado, pero aun reposaba en su mano inerte. En ese momento, dio un pequeño saltito y se estiró un poco, como si se estuviera desperezando. Sonrió. Lo acarició cariñosamente y el joyero dejó escapar otro jadeo.

—Me estás matando.

—Qué dices, pero si no hemos empezado.

Él inspiró aire con lentitud.

—¿Qué vas a hacer ahora? —inquirió con desconfianza.

—Voy a quitarme la otra media.

Javier dejó de respirar para oír el suave sonido de fricción de la media al deslizarse por la pierna.

—Son de seda, ¿verdad? —preguntó con la voz débil.

—Sí.

—Lo he notado, son… —Tragó saliva—. ¿Qué estás haciendo ahora?

—Estoy pasándome la media por el coño, para mojarla bien.

Inspiró aire de golpe y se quedó paralizado.

—¿Lo oyes? ¿Te gusta? —preguntó ella.

—Sí —susurró él con la voz estrangulada—. Puedo… puedo…

—Puedes pedir lo que quieras.

—Quiero probarlo —dijo con voz ronca.

—¿Probar, qué?

—Oh, por Dios…

—¿Qué, Javier?

Él jadeó cuando ella alargó el pie desnudo y lo deslizó más adentro por la abertura de los pantalones.

Armándose de valor, él respondió.

—Quiero probar la media.

Clara rió entre dientes.

—Está muy mojada.

—Lo sé —respondió él con un hilo de voz.

Con cuidado, lo amordazó con la media. Javier intentaba controlar la respiración pero sólo consiguió un jadeo ahogado. El sabor dulce, como a especias, le inundó la nariz y la boca y lo intoxicó con su intensidad.
Ella le desnudó de cintura para abajo y le despojó también de los zapatos y los calcetines.

Ya libre de estorbos, se arrodilló en el suelo y contempló frente a frente a su enemigo. Le acarició despacio la parte interior de los muslos y le fue describiendo todo lo que estaba haciendo, al menos, hasta que le distrajo acariciándole los testículos y se metió el pene en la boca. Era de buen tamaño en reposo, pero rápidamente comenzó a estirarse y crecer dentro de su boca. Lo frotó con la lengua, succionó despacio, degustándolo como una fruta y se entretuvo en pasar la punta de la lengua por el glande hasta que oyó un gemido desesperado de Javier.

Era como lo había pensado, un gemido ronco. Empezó a temblarle el cuerpo, una serie de escalofríos discontinuos. Mientras lo chupaba se pasó los dedos por la vulva. La tenía empapada. Jamás había hecho una mamada en su vida, había aprendido mirando las películas, pero no se le había ocurrido que le pudiera gustar. Volvió a meterse el pene en la boca y succionó con más fuerza a lo largo de toda su superficie, mientras el sabor ligeramente salado se abría camino poco a poco a lo largo de su lengua.

Pronto no pudo seguir. Javier jadeaba desesperado y el pene había adquirido unas proporciones que le impedían tenerlo entero en la boca. Lo fue extrayendo despacio y se detuvo al final, lamiendo el glande y concentrando la punta de la lengua en el pequeño agujerito por donde se desprendía aquel jugo blanquecino y sabroso.

Se apartó para coger aire y examinó su obra. El pene de Javier se extendía oscuro, grueso y firme como una estaca. Sonrió. Después de todo, puede que no fuera tan difícil…

Suspiró y luego le quitó las medias. Javier pestañeó y aspiró aire como si se estuviera ahogando.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó ella.

Él bajó la mirada hacia su regazo y alzó las cejas sorprendido.

—¿Cuándo se ha puesto así?

—¿No lo has notado?

—Sí, pero… No me lo podía creer…

Negó con la cabeza y luego alzó los ojos febriles hacia el rostro de la chica.

—Quiero comerte los pechos, Clara. Desátame, por el amor de Dios, y déjame que…

—De eso nada.

Se abrió despacio la cremallera que cerraba el frontal del corsé, y liberó los pechos de su confinamiento. Luego, se sentó a horcajadas sobre él y le acarició la nuca mientras se sumergía a lengüetadas entre sus tetas, avaricioso… Cuando le succionó un pezón, le tocó a Clara el turno de gemir.

De allí pasó al cuello hasta que ambos se hundieron en un beso hambriento, ansioso, que los dejó sin resuello.

—¿Me vas a soltar ahora?

Clara, entre jadeos, negó con la cabeza y se incorporó. Javier dejó escapar un quejido.

—No, ahora, no me dejes, no…

Se desprendió del tanga y se puso en pie, para que su coño quedara a la altura de la boca del joyero, que aprovechó la ocasión para hundir la lengua en su interior. Primero la paseó por los bordes rasurados, suaves como el satén, de los labios y luego, rebuscó entre los pliegues hasta encontrar el clítoris.

Clara se quedó casi sin fuerzas. Se apoyó en los hombros de él, pero sabía que no iba a poder aguantar mucho así. Le apartó la cabeza y deslizó el cuerpo por la camisa hasta que encontró el glande y consiguió introducírselo en la vagina.

Ambos gimieron a la vez. Clara volvió a alzarse y a dejarse caer de nuevo y él ayudó incorporándose un poco en la silla.

Era enorme. Clara se sentía tan llena que parecía que iba a estallar pero la sensación de tirantez fue cediendo hasta dar paso a una de plenitud que la reventó por dentro en un estallido terrible. Se corrió hasta que el placer se volvió doloroso y contrajo la vagina con tanta fuerza que Javier se corrió a su vez con un gemido salvaje y gutural que parecía venir del fondo de su cuerpo.

Se quedaron quietos unos momentos, mientras recuperaban el ritmo natural de la respiración. Clara pestañeó. Sentía como el pene de Javier se iba encogiendo en su interior y la invadió una cierta decepción.

Él la miró a los ojos y sonrió por primera vez de verdad, sin restricción de ningún tipo.

—Abrázame fuerte, Clara —susurró.

Ella lo abrazó con fuerza y sintió el peso de su cabeza sobre el hombro.


Cuando lo retiró, las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Javier, no llores, ha estado muy bien… —murmuró mientras las lamía y las besaba a la vez.

—No pasa nada —repuso él—, es sólo alivio. Ahora quítame esto y hagamos las cosas como hay que hacerlas.

Clara soltó una carcajada y se levantó, no sin esfuerzo.

Horas más tarde en la cama, sucios pero saciados, Clara comentó con voz soñolienta:

—Estoy destrozada. Y mañana tengo el examen.

—Oye, debías habérmelo dicho…

Clara se rió.

—No me habría perdido esto por nada del mundo.

Javier tiró de ella y la puso sobre su cuerpo.

—¿Seguro?

—Sí —respondió ella—. Nada de nada. Ni que me follaras a cuatro patas tampoco. Tu mujer no sabe lo que se ha perdido.

Él le tapó la boca, pero no pudo evitar sonreír.

—Qué manía, usar esas palabrotas… ¿A qué hora te examinas?

Clara bostezó.

—A las cuatro de la tarde. Qué locura.

—Bueno, ya me organizo yo. Iré a trabajar por la mañana mientras tú duermes. Te dejaré el despertador puesto y el almuerzo en la cocina; no creo que pueda volver a tiempo para almorzar contigo, mañana tengo mucho jaleo.

—Vale —susurró ella, medio dormida ya.


8


Al día siguiente, Clara se despertó con la hora justa de arreglarse. No le apetecía ducharse en una casa extraña, así que se puso la falda negra y la camisa y se encajó los zapatos. Hizo un lío con lo demás y se lo puso debajo del brazo. Esperaba, con un poco de suerte, que nadie la viera salir de casa de Javier. Qué apuro.

Le dio la risa. Después de todo lo que había hecho, cómo le podía avergonzar que la vieran salir de su casa tan desarreglada. Total, no pasaba nada, sólo habían follado, algo que la gente normal suele hacer sin mucha alharaca.

O no.

Estaba a punto de salir por la puerta cuando se acordó de que Javier le había dicho que le dejaría el almuerzo en la cocina.

Sobre la mesa, primorosamente arreglada, había una flor roja, un plato cubierto con papel de aluminio y, al lado, un sobre cuadrado de color crema, que para ella era más que familiar.

Lo abrió. Dentro, estaba la consabida bolsita, de la que salió una enorme y bellísima perla negra. De una redondez casi perfecta, pendía de una fina cadena de oro blanco rematada en un cierre con dos solitarios brillantes.

El texto, con su caligrafía anticuada, decía:

“Conseguirás todo lo que te propongas. Sólo es un maldito examen.”

Clara se echó a reír. Y con la perla apretada dentro del puño salió disparada hacia su apartamento.

lunes, 25 de junio de 2012

La perla negra. Por M. J. Sánchez (1ª Parte)



1


Su madre las guardaba en una bolsita de terciopelo rojo. Las acarició lentamente, mientras intentaba por todos los medios no echarse a llorar. Dentro, las bolitas satinadas se deslizaban con suavidad, sin ofrecer resistencia apenas. Su madre se lo había explicado: las perlas, cuanto más áspera es la superficie, más calidad tienen.

Estas no estaban mal del todo pues no tenían la superficie tersa de las de plástico del todo a cien. Unas Majóricas que su abuelo le había regalado cuando aprobó las oposiciones de magisterio. Se las había dado para que le dieran suerte. Las sacó de la bolsa y dejó que la sarta se deslizase por la palma de su mano. Tenían un tacto delicioso, cálido, y un brillo nacarado como si las hubiera encendido un arcano fuego marino.

Suspiró.

Al menos no había llorado en toda la mañana. Había estado tan ocupada con la maleta, el viaje en autobús y todo el ajetreo que no había tenido tiempo de pensar en su reciente ruptura. Sin embargo, las perlas le recordaron el día que Carlos la llevó a cenar a un sitio bueno y ella, equivocadamente, se las pidió prestadas a su madre. Se había reído de ella y había comentado: “Ay, mi maestrita”.

Maestrita. Cuantas veces la había llamado así. Odiaba el diminutivo que rebajaba su dignidad hasta convertirla en qué… Una marea de lágrimas le inundó los ojos y difuminó el contorno cremoso de las perlas, hasta fundirlas en una masa láctea. Sí, la maestrita decente, la que le había costado la misma vida acostarse con él y luego le había decepcionado con su sosería…

Y es que había ido a la cama como a un tribunal. Cuando se lo contó a su madre entre sollozos, ésta la abrazó con fuerza y le dijo que no se preocupase. Le hizo las preguntas pertinentes sobre si había tomado “precauciones” y luego, de manera vacilante, entró en el tema de si “le había pedido algo raro”. Ella negó entre hipidos. Simplemente, era una sosa en la cama. Ese había sido el veredicto del tribunal.

En fin, cosas de la vida. Al final había aparecido una chica mejor que ella, más guapa, más alta, más lanzada y la había eclipsado sin remedio. Intentó hablar con él, recordarle los años que habían pasado juntos desde que terminaron los estudios, él ingeniería, y ella… bueno, magisterio.

La maestrita.

Suspiró de nuevo, una aspiración temblorosa de aire seguida de una espiración entrecortada. Estaba enamorada y le habían roto el corazón. Eso no volvería a suceder. Era medio frígida, le costaba un montón correrse y la mitad del tiempo que pasaba en la cama con Carlos no sabía qué hacer. Los besos estaban bien, incluso muy bien, pero jamás conseguía relajarse lo suficiente para sentirse a gusto. No volvería a acostarse con nadie jamás. Lo mismo debería probar con mujeres, a lo mejor era lesbiana.

Guardó la sarta de perlas en la bolsita. Había pensado ponerse las perlas para el examen, para que le dieran suerte y, sobre todo, para sentir cerca a su madre, como una presencia benigna que propiciara las preguntas que le harían aprobar, pero ya no podía ni mirarlas sin oír la risita desdeñosa de Carlos.

Ay, mi maestrita.

Se miró al espejo. Estatura normal. Pelo, normal. Cara, “salaílla”, decía su prima. Qué cabrona. Como ella era guapísima, creía que podía despreciar a las que no habían nacido con sus rasgos… Obedeciendo a un extraño impulso, se sacó el jersey por la cabeza. Aun llevaba una camiseta de tirantes, pues era finales de marzo y aunque la primavera venía adelantada, hacía algo de fresco para ir a cuerpo. Debajo, un práctico sujetador blanco. Se pasó las manos por las copas. El pecho, tú ves, eso sí lo tenía bonito. Era lo único que había celebrado el ingenierito, como lo llamaba cuando le pillaba valiente. Se desabrochó el corchete de la espalda y lo dejó caer al suelo. Luego, se pasó las palmas de las manos por las pesadas y redondas tetas, cremosas y finas bajo los dedos, con los pequeños botones marrones que flotaban en aquella marea de deliciosa carne fresca. Las acarició despacio mientras se observaba con expresión soñadora, hasta que los botoncitos se endurecieron y cambiaron de color tomando un intenso color morado. Se mojó los dedos y los frotó despacio. Ahora brillaban ligeramente a la luz apagada de la tarde, como si los hubieran pulido hasta darles brillo. Sonrió aprobadora. Qué bonitas eran.

El suspiro que escapó de sus labios ahora fue distinto. Más suave y lleno de deleite.

Se bajó los pantalones cortos. Tenía la piel firme y el cuerpo elástico. Había hecho ballet cuando niña y el ejercicio le había moldeado las carnes hasta dejarlas bien prietas, aunque sus formas redondeadas no le habían permitido seguir una carrera en la que sólo podían participar los palos de escoba. Les dio una patada que los envió al otro lado de la habitación.

Las braguitas tenían unos elegantes filitos de encaje, la única coquetería que se permitía en la lencería. Las acarició con afecto. También eran blancas, como el sujetador, y tenían el mismo aspecto práctico. Se las bajó despacio por las piernas; las tenía demasiado cortas, era una pena. Y mucho culo. Los glúteos eran respingones, cosa que odiaba en especial, porque no quedaban bien con los pantalones de pinzas, pues siempre le marcaban arrugas. Frunció el ceño ligeramente mientras se los masajeaba despacio. Un par de kilos menos le irían bien.

El ligero calambre que le recorrió el vientre la distrajo de la contemplación ensimismada y calculadora de su cuerpo. Pasó dos dedos por la abertura de la vulva. Se lo había afeitado todo porque a Carlos le gustaba así. Ahora se veía tan descarnado, tan al aire… Con el coño desnudo tenía aspecto de guarrilla y por eso se había cuidado mucho de que sus hermanas no la vieran desnuda y su madre tampoco.

Cuando sacó los dedos, los tenía mojados. Se los quedó mirando sorprendida. ¿Flujo? Pero si aún no le tocaba la regla… El calambre se repitió, acompañado de una sensación extraña en la vagina, como si se fuera a hacer pipí… Volvió a meter el dedo en la abertura y rozó un trozo de carne muy sensible que hizo que se encorvase ligeramente. Sabía lo que era el clítoris, pero jamás se lo había tocado. Carlos sí que lo había hecho, pero con tanta fuerza que le había dolido. Ella había hecho lo imposible por no quejarse, pero le había costado un esfuerzo ímprobo. Ahora, estaba completamente mojado y su dedo se deslizó a lo largo arrojando una catarata de extrañas y nerviosas cosquillas por el vientre y los muslos.

Cerró las piernas y su dedo quedó atrapado dentro. Al sacarlo, la sensación se intensificó y le provocó un intenso escalofrío. Se tapó los pezones con las manos. Los tenía tan sensibles que casi dolían, así que los frotó con suavidad para calmarlos y aquellos extraños estremecimientos se prolongaron.

Le costaba respirar, pero no podía dejar de hacerlo. Abrió las piernas como pudo y paseó los dedos por la abertura profunda que dejaban los dos labios de la vulva. El flujo, con un olor ácido a especias, inundó la habitación y le provocó un jadeo. Hundió los dedos en la carne caliente de la vagina y sintió un cosquilleo intenso bajo el ombligo, una pesadez enorme en los pechos…

Las piernas apenas la sostenían, así que se dejó caer sobre la cama encogida en posición fetal, con los dedos profundamente hundidos en el coño, mientras se frotaba rítmicamente los pechos, amasándolos enteros.

Y entonces pasó algo increíble. Se corrió con una fuerza desaforada, angustiosa, como si la hubiera atravesado un rayo. Jadeó y gritó con fuerza, tumbada de espaldas, con los ojos cerrados, una mano pellizcando los pechos y la otra, sumergida entre sus piernas abiertas frente a la ventana abierta, por donde la discreta brisa de la tarde se coló para refrescar los flujos candentes del primer orgasmo de Clara.


2


Estaba avergonzada, no se podía decir de otra manera. ¿Qué bicho le había picado la noche anterior?

Caminaba con paso decidido por la calle. El frigorífico del piso estaba vacío y tenía que llenarlo, antes de sacar los temas y ponerse a estudiar en serio. Sin embargo, le costaba concentrarse en la lista mental de la compra que había elaborado. La inquietante sensación de la noche anterior la había anonadado.

Creía haberse corrido antes, pero estaba claro que jamás había sido así. Había sentido cierto placer cuando se había acostado con Carlos, por supuesto, pero el escozor y la incomodidad le habían impedido pasarlo bien.

Bueno, y quizás había algo más.

Por primera vez también, se permitió pensar en que a lo mejor Carlos era un tipo prepotente y engreído, tan egoísta, que a la hora de ir a la cama era como si se acostara consigo mismo… La imagen le provocó una carcajada espontánea. Luego, frunció el ceño. Ella también había estado sola la noche anterior. Pero había sido algo sincero. El orgasmo le había dejado una agradable sensación en todo el cuerpo, como un recordatorio, y no había habido víctimas inocentes de su placer.

Estaba deseando repetir esa noche de nuevo. Suspiró profundamente, renovada por dentro. Quizás se debía a la primavera, o a haber cambiado de ciudad. Una de sus amigas se había marchado de viaje de estudios a París, durante la primavera y el verano, y le había ofrecido el piso por si quería encerrarse a estudiar. Le pareció entonces una gran idea, pues su casa era una especie de hotel enloquecido. Su madre, al principio, había torcido el morro, pero luego se había resignado al comprender que le vendría bien un cambio de aires.

Cuando regresó, cargada de bolsas, se paró un momento ante al escaparate de una joyería que había frente a su edificio. Era una zona elegante de la ciudad y la calle tenía un montón de tiendas a las que ella jamás podría entrar. Se quedó mirando el cristal pues había cosas preciosas. Un objeto le llamó la atención: un collar de perlas australianas preciosas, sólo que en vez de estar sólidamente unido, las perlas estaban sueltas y, al lado, un cartelito informaba de que se montaban hilos del largo que el cliente deseara. Fantaseó unos instantes con uno muy largo que le llegara hasta el ombligo, para ponérselo también dando dos vueltas, y pensó que opinaría su madre de ellas.

“Qué lástima, hija, que sean tan caras”, diría. Sonrió. Su madre adoraba las perlas, igual que ella. Se prometió a sí misma comprarle unas con el primer sueldo que ganara y se preguntó como de largo podría ser el collar.

Cántaro cayó, pobre lechera. Primero tendría que aprobar las malditas oposiciones. Con un resoplido, volvió a cargar las bolsas y entró al vestíbulo del edificio. Abrió de manera mecánica el buzón, no porque esperase nada, sino para sacar la publicidad. Había varios folletos de hipermercados y una carta de la compañía eléctrica. Cuando fue a cerrar la puertecilla metálica, se detuvo, y metió la mano por última vez. Había algo, un paquetito.

En la parte más visible, alguien había escrito con una caligrafía anticuada: “A la nueva inquilina del 3ºC”. Supuso que sería alguna cosa relativa a la comunidad, la metió en el bolsillo y entró en el ascensor. Al llegar a su piso, las puertas se abrieron automáticamente con un retemblido. Fuera, en el rellano, había un señor maduro, de unos cincuenta y tantos bien llevados que le sonrió amablemente.

—¿La ayudo, señorita?

Le dio un poco de corte, pero le sonrió y respondió que sí. Las bolsas pesaban una barbaridad. El hombre colocó algunas en la puerta de su casa y luego se despidió con una sonrisa educada.

Mientras buscaba las llaves se preguntó cómo había sabido donde tenía que poner las bolsas… No se lo había preguntado. Supuso que su amiga habría informado a los vecinos de su visita. Ella lo habría hecho, desde luego. Total, de no hacerlo así, al día siguiente lo habrían cotilleado todo, así es este país.

Dejó lo que había comprado en la cocina y luego sacó el paquetito para abrirlo. Era un sobre cuadrado de papel bueno, grueso, de color crema. Le dio varias vueltas y cayó en el “nueva”. ¿Y si era para ella? La curiosidad la venció y abrió el sobre con manos algo nerviosas. Dentro, había una bolsita de terciopelo azul muy pequeña. Soltó el lacito que la cerraba y una gruesa y solitaria perla rodó por la palma de su mano.

Era bellísima. De forma irregular, con un brillo sutil y a la vez profundo, irisado. ¿Qué era esto? Volvió a mirar la nota: “A la nueva inquilina del 3ºC”.

Conectó el ordenador y abrió el chat. Qué bien, su amiga estaba en línea. Se saludaron y la chica le preguntó cómo le iba en la casa. Volvió a agradecerle que se la hubiera prestado y ella le recordó que regara las plantas.

Luego, con cierto titubeo, le explicó que había encontrado un paquetito con una perla en el buzón.

“—¿Una perla, dices?

—Sí.

—Pues no se me ocurre… Bueno, en la planta vive un joyero, el dueño de la joyería que hay frente al edificio. Es un hombre muy amable. Le regué las plantas de su casa cuando estuvo en el extranjero en una feria y me regaló un anillito muy mono. Lo mismo alguien se ha confundido de buzón y era para él.”

Clara no tecleó el mensaje del paquetito. Durante unos minutos se sintió turbada, casi paralizada e incapaz de escribir nada.

Ella no había hecho nada que justificara un regalo de agradecimiento. De pronto, la sensación de una brisa fresca sobre su coño ardiente y mojado la hizo ruborizarse y el corazón le dio un salto en el pecho. Salió corriendo hacia el dormitorio y abrió la ventana. Justo enfrente estaban las cristaleras de una terraza.

Le temblaron las rodillas, mientras el corazón comenzaba una galopada feroz en su pecho. Medio mareada, regresó al salón donde estaba el ordenador y se sentó en la silla. Su amiga había tecleado:

“—Bueno, guapa, no me puedo parar más. Cuídame bien las plantas y también al vejete joyero. Es encantador y más de una vez me ha salvado de un apuro. Si se te atasca el calentador, llámalo a él, siempre me lo arregla. Un besazo.”

Clara no veía apenas las letras. Tenía la perla en la mano, que se había entibiado al contacto con su piel. Una perla preciosa, perfecta.

Le dieron ganas de hacer las maletas en ese mismo momento. El viaje la había vuelto loca, o la pena. Lo mejor que podía hacer era regresar a su casa, con su madre y sus hermanas, a rodearse del cariño familiar para sanar el corazón roto.

Pero eso sería engañarse a sí misma.

No era tan tonta, ni tan joven, para comprender que la responsabilidad de la ruptura no era sólo suya. Se había echado todas las culpas desde el primer momento, por no ser más guapa, ni más alta, ni más… Bueno, le faltaba experiencia. Pero tampoco estaba segura de que acostarse con un montón de tíos fuera a cambiar mucho las cosas. Había algo que iba mal, no sabía qué, algo que la noche pasada había cambiado.

Abrió la mano y miró la perla. Era bellísima.

Tomó la decisión en un momento. No regresaría a casa. Sería una cobardía. Esa perla no era una amenaza por parte del “vejete encantador”, más bien parecía un desafío. Y parecía que el sexo a distancia no se le daba tan mal.

Se había sentido como una convidada de piedra en la cama de Carlos; pero en la suya se sentía poderosa, valiosa, sensual, como esa perla.

Armada con esa decisión, cogió el bolso y salió de nuevo a la calle.


3


“No puedo creer que vaya a hacer esto”, pensó.

Se había vestido para la actuación y acechaba por las cortinas del dormitorio el momento en que se encendieran las luces del salón que daba a la terraza del apartamento vecino.

Le temblaba todo y casi no podía respirar. Había decidido mil veces echarse atrás y mil veces había vuelto a mirar por la ranura entre las cortinas. Hasta se había tomado dos copas de vino.

Había ido de compras. Jamás le había preocupado la lencería, así que no sabía la cantidad de modelos, tipos, colores, estilos, que había. Se había vuelto medio loca hasta encontrar algo atrevido que no la hiciera sentirse incómoda. Luego se había lavado el pelo, algo laborioso pues lo llevaba largo y se lo había alisado, de modo que a la espalda le colgaba una larga cortina negra de aspecto sedoso.

La ropa había sido algo más complicado. No podía ser cara, así que había tenido que rebuscar entre la ropa de calidad para encontrar algo razonable. Al final se había venido con lo que vestía ahora: una camisa entallada y una falda estrecha, ambas negras. Combinaban a la perfección con lo que llevaba debajo, que era lo que importaba.

La luz se encendió de pronto y el corazón le dio un salto en el pecho. Las cortinas que daban a la terraza se abrieron y por las puertas cristaleras salió el hombre que la había ayudado a cargar las bolsas al salir del ascensor. Lo observó minuciosamente, sin perder detalle. Era alto, con el pelo entrecano, ancho de espaldas; tenía un poco de barriguita, pero casi no se le notaba. Estaba examinando sus plantas; las inspeccionaba y les quitaba alguna hoja seca. De pronto, sin aviso, alzó la mirada y la clavó en Clara.

Casi le dio un infarto. Luego recordó que las cortinas estaban echadas y él no podía verla. A esa distancia no podía decir de qué color tenía los ojos y eso le incomodó. Iba a desnudarse y masturbarse para un hombre del que no sabía ni cómo eran sus ojos, ni su nombre, aunque eso era más fácil de averiguar.

Un completo desconocido. Aquella sensación de poder regresó de nuevo y le devolvió la valentía. Esperó. Él se giró y volvió a desaparecer tras los cristales. Posiblemente la estaría vigilando como ella a él y la idea la excitó.

Sólo tenía esa noche, pues al día siguiente, sabría quien era y ya no sería igual.

Esperó hasta que el regresó con lo que parecía una bebida en la mano. Se paseaba inquieto por la terraza y miraba de vez en cuando hacia su ventana. Clara sonrió. Ya lo tenía.

Salió de la habitación. Cogió su bolso y volvió a entrar. Esta vez encendió la luz, arrojó el bolso descuidadamente sobre la cama y abrió las cortinas. Había desabotonado la camisa un poco más de lo habitual, para que quedase al aire el canalillo que, ahora, con la lencería nueva, parecía más bien el Cañón del Colorado. Sonrió sin poderlo evitar y se desperezó con los ojos cerrados. Cuando los abrió de nuevo, el vecino había desaparecido, había apagado la luz del salón y corrido las cortinas. Se habría escondido tras ellas. A la luz del crepúsculo no se veía mucho, pero le pareció apreciar el brillo del reflejo de un cristal. Lo mismo hasta tenía binoculares. El pensamiento la asustó durante un instante, pero luego la animó. Había cuidado hasta el último detalle.

Le temblaron las manos un momento cuando las acercó al escote de la blusa para desabotonarla. Dudó un segundo. Sin embargo, con una media sonrisa y mucho cuidado de no mirar hacia el balcón del vecino, comenzó la tarea.

El sujetador había costado una pasta, pero la verdad era que lo valía. No sólo por la profusión de lacitos y puntillas que enmarcaban sus preciosos pechos y los elevaban hasta convertirlos en dos globos perfectos, sino por los detalles en azul intenso que contrastaban con el blanco nacarado de la piel y la resaltaban. Se entretuvo unos minutos arreglándose el pelo ante la ventana con los brazos levantados, para que no se perdiera ningún detalle.

Luego se dio la vuelta y se bajó la cremallera de la falda por detrás. Era la primera vez en su vida que se había puesto un tanga, negro y azul, a juego con el sujetador. La delgada tirilla que le cruzaba la vulva la estaba volviendo loca con el roce desde hacía un rato y a estas alturas estaba completamente empapada. Se había puesto encima un liguero que no abrochaba muy bien. Esperaba que no se atascara. Echó las manos hacia atrás y se masajeó perezosamente los glúteos. Estaban duros por el ejercicio y respondieron a la presión juguetones, rodando despacio bajo la carne. Al moverlos, la tirilla del tanga se le hundió un poco más y creyó que se iba a correr en ese momento. Pero la sensación pasó y añadió tirantez a su vientre.

Todavía tenía para un rato, había que esperar un poco.

Suspiró. Estaba muy, muy caliente. Sentía el fuego esparcirse debajo de su piel, incendiando los poros uno a uno. Comenzó a transpirar y las perlitas de sudor añadieron brillo a la piel. Se sentía única, una estrella en un escenario.

Una estrella que comenzaba una actuación.

Apagó la luz del techo del dormitorio y encendió las que había a los lados de la cama de matrimonio. No andaba muy cómoda con los tacones altos, pero eran necesarios. Al andar, meció lentamente el culo, se suponía que los tacones eran para eso.

¿Cómo estaría él? Se le escapó una mirada hacia la ventana. ¿Tendría el pene grande y grueso? ¿Se estaría masturbando mientras la miraba? La idea hizo que un rubor ardiente ascendiera por su escote y le coloreara discretamente las mejillas.

No sabía que fuera tan guarra, la verdad. ¿Qué estaba haciendo? La idea del caballero canoso al otro lado de las cortinas con la mano en torno a un pene grande, rojo como la grana, frotándoselo arriba y abajo con urgencia, la descolocó un momento. Comprendió que aquello no era sólo un juego solitario, no era ya sólo su juego. Había alguien más en aquella cama, de nuevo, alguien ajeno como lo había sido Carlos.

Con una diferencia. En esta nueva situación, ella tenía el mando, ella decidía lo que había que hacer. Y eso lo convertía todo en algo distinto, más turbador, más excitante. Quería probar aquello que había visto siempre a escondidas, que había leído a escondidas, aquello que no se había atrevido a soñar a la luz del día.

Se giró hacia la ventana y abrió los cierres que sujetaban la media. Apoyó la pierna en un escabel que había a los pies de la cama y la desenrolló hasta sacarla. Se encajó de nuevo el zapato de tacón y repitió lo mismo con la otra pierna. Cuando terminó, desenganchó el cierre del liguero.

Luego, con una sonrisa tímida, las colgó en el alféizar. En ningún momento intentó hacer contacto visual con las cortinas echadas del salón del apartamento vecino. Como si las tendiera a secar; falta les hacía.

Aunque no estaban tan mojadas como el tanga. Se volvió de espaldas y ofreció de nuevo los glúteos a la mirada del joyero. La prenda se cerraba en la parte de atrás con un pequeño enganche que soltó con ambas manos, pues le temblaban y no se sintió capaz de hacerlo con una. Con el culo libre, se dio media vuelta y tiró del triangulito que cubría su sexo desnudo, dejando que la tira de tela recorriera con lentitud los labios de la vulva.

Cuando la sacó, estaba completamente empapada; la probó con la punta de la lengua y el sabor de su coño le gustó. Deslizó la lengua entre los labios y pasó la tira lentamente a su alrededor. Sabía muy bien. Ahora se arrepentía de aquella vez que Carlos quiso comérselo y ella, avergonzada, se lo impidió. No entendía por qué quería hacer una cosa así. Lo había visto en las películas y le había repugnado. Ahora, chupó la tirilla y la degustó con una sonrisa. Qué tonta había sido.

Sentía los pechos pesados, con los pezones tan duros que casi le dolían. Tiró las braguitas mojadas al suelo y caminó desnuda de cintura para abajo, pero con el sujetador aun puesto, hasta acercarse a una de las mesitas de noche de dónde sacó la perla.

Se volvió hacia la ventana y primero se la metió en la boca, donde entró en contacto la superficie fría e indiferente con los jugos ardientes de su sexo. Cuando alcanzó la temperatura adecuada, sacó la lengua con la perla encima y la cogió de allí, para que el joyero viera que era su regalo.

Luego, la deslizó despacio por el trazo oscuro, lleno de sombras, del canalillo, hasta que quedó bien aceitada por la piel y el ligero sudor que lo cubría. Se bajó luego los tirantes, sacó los pezones, los frotó alternadamente con la perla. Los estremecimientos y los escalofríos ahora ya se sucedían de forma continuada. Gimió, al principio con el quejido suave de un gatito; luego fue ganando cadencia y ritmo conforme una espiral tensa como un alambre retorcido le quemaba las entrañas.

Ya no podía sostenerse en pie. Retrocedió despacio hasta dejarse caer de espaldas en la cama y luego alzó las piernas y pegó los tacones a los glúteos. El frescor de la noche le acarició el coño de manera perezosa, pero lejos de apaciguarlo, avivó el fuego que la quemaba. La vulva roja, abierta, húmeda, ardió a la vista del hombre que la consumía al otro lado de la ventana.

Una mano, la que llevaba la perla, abandonó los pechos y descendió hasta el clítoris, enhiesto y firme. Lo frotó delicadamente con la perla. A los lados, a lo largo, en la diminuta punta roja.

Clara rugió al correrse, un rugido casi animal, que la vació por dentro hasta dejarla limpia. Creyó oír otro rugido como eco del suyo, pero, agotada, pensó que lo mismo era un espejismo de su imaginación.


4


Cuando a la mañana siguiente no vio nada en el buzón, pensó que igual él no había estado en el salón y ella había montado todo un espectáculo para el cielo de la ciudad y unas tristes cortinas.

Sin embargo no había sido en balde. Se sentía liberada por completo. Carlos había desaparecido de su mente y en su lugar había dejado una hembra desmadrada, salvaje, con un ansia inagotable de sexo.

Visitó por primera vez en su vida un sex shop. Compró un montón de cosas, amparada por el anonimato de una ciudad desconocida. Lejos de distraerla, el cuerpo satisfecho demandaba actividad durante el día, motivo por el cual le cundió el estudio de los temas de las oposiciones. Cuando habló con su madre por teléfono se mostró animada y ella le comentó lo bien que le había venido cambiar de aires. Clara sonrió al oírla decir aquello.

Mientras, vigilaba atentamente cada tarde el balcón del vecino, pero éste se mantuvo escrupulosamente cerrado y oscuro, así que esas noches, decepcionada, se dedicó a ver películas eróticas. Pensó en salir y buscar a alguien con quien follar, aunque no le apeteció. Le gustaba la mujer que había en su dormitorio, pero no creía que nadie pudiese apreciarla de verdad. Ni siquiera el joyero había estado a la altura. Su silencio lo había dejado claro. Sin embargo, no dejaba de mirar atentamente el correo todos los días. La esperanza se resistía a morir.

Un día encontró tres hermosas perlas en su buzón, sin indicación alguna. Ese día se llevó un susto al tocar el paquetito al fondo del buzón, pues ya no lo esperaba. Eran más o menos del tamaño de la otra, pero éstas tenían un matiz rosado y una superficie pura, casi sin mácula. Buscó en internet y lo que encontró la dejó aturdida. No eran unas perlas cualquiera, debía haberlas ido a buscar fuera de la ciudad.

Esa noche el balcón volvió a tomar vida.

Clara había preparado todo con gran cuidado. Quería superarse a sí misma. Se había comprado un precioso deshabillé de color blanco, con una gasa espumosa y alegre. Además, llevaba una preciosa gargantilla de terciopelo negro de la que pendía un camafeo. Se peinó con un moño alto para dejar el cuello al descubierto y se puso unas preciosas braguitas negras de encaje con una cremallera para dar acceso al coño.

Esa noche fue una noche de pechos. Se quitó lentamente el camisón espumoso, después de haber jugado con él a conciencia, se frotó los pechos con aceite perfumado, rodó las perlas por ellos, hasta que estas se contagiaron del brillo de la piel y añadieron sus propios ecos nacarados. Dejó caer dos gotitas de miel sobre los pezones, los frotó delicadamente y luego se chupó los dedos, golosa.

Para terminar, afirmó un pie en el alféizar de la ventana y se masturbó con un consolador por primera vez en su vida. Abrió despacio la cremallera de las braguitas, metió primero un dedo, luego dos. Frotó con esmero el interior, hasta que chisporroteó de pura excitación. Luego, jugueteó con la punta del consolador rozando el clítoris con la goma cálida, hasta que lo introdujo, vibrando, una y otra vez en su interior. Disfrutó mucho.

Todo para su joyero.

Al día siguiente, fueron cinco las perlas.


5


Los días pasaron veloces, entre el estudio y las noches tórridas frente a la ventana. El verano se acercaba, implacable, y con él, los temidos exámenes.

Las cosas habían ido cambiando poco a poco. Se habían encontrado algunas veces en el descansillo, o en el ascensor. Ambos habían disfrutado igualmente del secreto compartido. Se saludaban con un punto de ceremoniosidad, él le cedía el paso en las puertas o le llevaba las bolsas.

Aunque ya no era joven, mantenía un aspecto saludable y ágil. Clara lo observó con detenimiento en esos breves encuentros. Le gustó especialmente la voz. Tenía un tono grave que había incorporado a sus ensueños eróticos: cuando se corría, lo oía pedir más con aquella voz viril, enronquecida, más y más. Solía llevar ropa cómoda, vaqueros usados y camisetas cuando estaba en casa, camisa y traje de chaqueta cuando iba a trabajar. Le sentaban bien esos trajes tan serios. Lejos de envejecerlo, hacían un agradable conjunto con su cuerpo fuerte y bien proporcionado.

Un día, al coger unas bolsas del suelo, sus manos se rozaron y ambos intercambiaron una mirada escandalizada. Clara se ruborizó y le hizo gracia comprobar que él también.

Era como un coqueteo adolescente, pero ella no tardó en comprender que las cosas no podrían seguir así. Pronto llegaría el día de los exámenes y cuando los hubiera terminado, tendría que regresar a su casa. Volvería después si aprobaba el primero, pero ya no podía justificar el querer estar sola para estudiar en una ciudad ajena. Su madre y sus hermanas la echaban de menos, incluso amenazaban con venirse a acompañarla las semanas anteriores al gran evento.

A Clara se le hizo un nudo en el estómago. No las quería allí bajo ningún concepto. Por otro lado, esto le hizo pensar en el futuro. ¿Qué iba a hacer en su casa? ¿Volver a languidecer deprimida y vacía? ¿Liarse con algún otro Carlos que la hiciera infeliz?

Si salía bien, la destinarían a algún pueblo lejano, casi con toda seguridad. Allí no podría encontrar otro joyero, ni masturbarse delante de las ventanas. Le dio un ataque de risa al pensar en lo que pensarían los padres de sus alumnos futuribles. Vaya con la maestrita.

Recordar la palabra favorita de Carlos para dirigirse a ella la deprimió más aún. ¿Qué le esperaba en la vida? ¿Un maestrito? ¿Podría comportarse en la cama de otra persona como lo hacía ante la ventana? ¿Podría compartir el placer con alguien, alguna vez?

La duda la carcomía. Quería una relación completa. Los espectáculos ante la ventana ya no la satisfacían del todo y estaba desarrollando una extraña obsesión por el pene del joyero. Lo espiaba con ojeadas de refilón cuando se encontraban al salir o entrar en el edificio.

Y no sólo era el pene. Le gustaban sus ojos de aspecto fatigado, con bolsas, pero con aquella expresión sabia y dulce que ponía al darle los buenos días. Y la sonrisita cómplice que pugnaba por ganar todo el espacio de su boca y empujaba con timidez una de las comisuras hacia arriba.

Quería poseer a un hombre. No sabía si al joyero o a algún otro. ¿Y si en realidad todo esto se lo provocaba él? ¿Y si cuando se acostara con otro aparecía de nuevo la seca maestrita vergonzosa y frígida?

Tenía un buen lío en la cabeza y sólo una manera de poderlo resolver. Pero le daba miedo. Sacó todas las perlas que tenía y las puso encima de la cama. Eran muy bonitas. Se dio cuenta de que tenían un tamaño parecido, aunque los tonos y las características de cada una eran diferentes. Unidas en un collar darían lugar a una variedad como la de un acorde musical: muchas notas juntas en armonía.

Tenía que tomar una decisión, pero siempre lo dejaba para más adelante, sin embargo el día fatídico se acercaba de manera implacable. Y con él, aumentaron los nervios, la ansiedad ante el examen. Y sucedió algo más por lo que dejó de acudir a la ventana y eludió encontrarse con el joyero en la escalera. Con Javier.

Porque tenía nombre. Y una colección de hijas monísimas, más o menos de su edad, que habían ido a verle unos días, en los que ella les observó comer en el salón y jugar a las cartas por las noches. Él había salido al caer el sol a la terraza y había mirado con nostalgia hacia su ventana. Clara le observaba desde detrás de las cortinas, sin valor para enfrentar aquellos ojos reflexivos, cansados.

Las chicas se marcharon y durante la semana siguiente ella se sumió en la tristeza y la incertidumbre. Lo veía pasear por la terraza, nervioso, a la hora habitual de sus encuentros. Pero ella no salía, ni le dio ninguna explicación. Jamás habían hablado, así que no tenía por qué dárselas. Sintió un inexplicable rencor, producto de la frustración y el jarro de agua fría que le habían administrado aquellas chicas encantadoras, tan parecidas a sus propias hermanas. O a ella misma.

Y sin embargo, la obsesión crecía en su interior. Quería clavarse dentro aquel pene, aquel hombre, pero le aterraba no poder olvidarlo cuando se marchara. Después su vida le parecería un desierto, aun más vacío de lo que le había parecido hasta ese momento.

viernes, 22 de junio de 2012

Todo empezó con un chat. Por Pity Saint James.


Todo empezó con un chat.

Había descubierto el interés por las redes sociales hacía tiempo pero, lejos de sentirlas como una necesidad afectiva, las utilizaba como medio de comunicación para sus problemas profesionales.

Comunicaba casi siempre intentando hacer llegar a sus compañeros de trabajo la información necesaria para estar al tanto de las tareas cotidianas que la empresa para la que trabajaba como comercial requería.

De pronto, unas facturas sin pagar que precisaban ingreso urgente a través del banco; los pagos a acreedores que se habían quedado olvidados en el cajón de su mesa; la reunión urgente con el gerente de la empresa y otras actividades tan poco lúdicas como aquellas.

Un día apareció en la pantalla de su ordenador un pequeño recuadrito en el ángulo inferior izquierdo de la pantalla en la que unas palabras invitándola a hablar le llamaron la atención. Contestó sin mucho interés con un simple "¡Hola!", y a partir de ahí se desencadenó una serie de diálogos apenas interrumpidos por la necesidad de atender las demandas de clientes y trabajadores que la llevaban del correo electrónico al teléfono de forma intermitente.

Apareció un deseo recóndito que pareció despertar de lo más profundo de su cerebro como una revelación destacando sobre todo, la curiosidad por lo que aquel tipo de conversaciones virtuales le pudieran aportar.

Todo siguió con normalidad aburrida propia de su trabajo, que más se parecía al de un contable hasta que a la otra persona del otro lado de la pantalla se le ocurrió escribir “oye, quiero conocerte”. No supo entonces que el término conocerte se refería concretamente a “quiero follarte”, lo cual supuso una desconexión automática de la red para evitar la sospechosa mirada de la gente que la rodeaba.

Estar trabajando en serio y sentirse en ese momento espiada y provocada por un desconocido del que apenas tenía una ligera idea de cómo era físicamente a través de la foto que aparecía en la página del chat, la turbaba demasiado como para continuar con aquello durante su horario laboral.

Se olvidó del asunto durante unas horas hasta que por la noche, mientras navegaba por Internet a la búsqueda de información sobre la Bolsa, volvió a recibir un inquietante mensaje en el que la invitaban a participar en una nueva conversación a través del chat. No pudo resistir la curiosidad y volvió a contestar nuevamente con un simple "¡hola!", desencadenando a partir de ese momento una vorágine de intercambio de frases insinuantes que la estaban poniendo cachonda.

Se olvidó de todo lo que tenía que hacer: de las cuentas, los números que tanto la desquiciaban, los objetivos de la empresa y el proyecto que sin falta tenía que presentar en la Junta Directiva a la semana siguiente, pues nada más abrir el ordenador allí se encontraba con su admirador informático que la llamaba para mantener una conversación de lo más excitante.

Siempre había pensado que las relaciones establecidas a través de las redes sociales eran causa de múltiples problemas en el núcleo familiar, ya que se había dado el caso de que hombres y mujeres habían dejado a sus mujeres o maridos para entregarse a otras relaciones adúlteras que acababan con la pareja legalmente establecida. Por esto el miedo era aún mayor.

Pero siguió prestando atención a lo que este chico le decía. En la ventanita del chat se produjo una conversación interrumpida apenas por el pitido sordo de un correo entrante que no tenía más remedio que abrir, para después de leerlo, entregarse absolutamente de nuevo al chat:

Él: me pareces una chica encantadora

Ella: no me conoces casi nada…

Él: sí que te conozco, estás deseando de que alguien te pegue un achuchón

Ella: ¿tanto se me nota?

Él: aunque lo disimules…; de todas formas y aunque no tuvieras ganas, yo sí, contigo… jajaja

Ella: me estás abrumando

El: si te molesto, no tienes más que decírmelo

Ella: no, no por favor, me gusta que seas directo

Él: ¿podremos vernos algún día?

Ella: oye, ¿pero tú no estás casado?

El: sí, pero en mi relación de pareja no tenemos problemas;

……el está escribiendo

somos muy liberales y nos respetamos mutuamente

Ella: es la primera vez que me pasa esto…

El: mentirosa, seguro que te lo han propuesto más veces

Ella: mmmmm

El: tienes que vivir la vida

Ella: estoy de acuerdo, pero así sin más…

El: quítate la mordaza y libera tus emociones

Ella: no sé, nunca había estado en una situación así; para mí el sexo requiere contacto físico, conocer, flirtear… pero me gusta la propuesta

Él: el sexo a secas no es tan malo y además no importa cómo lo practiques

Ella: entiendo, me pides sexo ¿solo eso?

Él: claro, solo eso y ni más ni menos que eso, que te quites las bragas y folles conmigo hasta la extenuación

……el está escribiendo

Ale, ya lo he dicho

Ella: por Dios, ¡qué heavy!

El: déjate de mostrarte tímida que sé que no lo eres tanto… el otro día vi como me mirabas

……el está escribiendo

y noté un destello extraño en tus ojos que me solicitaba algo..y estoy dispuesto a dártelo

Ella: lo siento tengo que irme, me abro más tarde, bye

El: eso es lo que quiero que te abras. Chao amore



Así siguieron varias sesiones hasta que llegó un punto en que ella consiguió presentarse ante él prácticamente desnuda, mintiendo, a veces, sobre su aspecto físico en ese momento.

Ella: llevo un camisón de “piel de ángel” que se me resbala solito

El: mejor sin camisón

Ella: te vas a enterar, hoy he ido a depilarme el chichi

El: me encantan los coños depilados, lamerlo así es mucho más placentero para ti y para mí

Ella: me estás poniendo tan cachonda que tengo el clítoris como el gálibo de la ambulancia...

Él: ¿te estás haciendo una paja?

Ella: ¿y qué si lo hago? Jajaja

……ella está escribiendo

No lo hago, pero podría hacerlo…

El: hagámoslo juntos mientras hablamos

Ella: noooooooo, no estaría cómoda y estaría fingiendo

El: ¿has fingido alguna vez?

Ella: no pienso contestar a eso

……ella está escribiendo

Cuando quedemos, verás si finjo o no…



Y entre esas dedicatorias y el deseo de la curiosidad que tanto la pierde acabaron entablando una cita que en cierto modo era a ciegas.

Ella se preparó a conciencia evitando pasar el día con el estrés habitual; se sacudió el cansancio con una siesta reconfortante y, cuando despertó, se metió en la bañera, en cuya agua había puesto una buena dosis de espuma; mientras tomaba el baño y percibía todas las sensaciones que la levedad del agua templada le provocaban, comenzó a pasarse las manos por entre los pechos, manoseando los pezones hasta convertirlos en dos piezas duras y prominentes; se sintió tan excitada que decidió continuar explorando su cuerpo como cuando de adolescente se masturbaba a solas; ahora era un poco diferente, pues conocía su cuerpo y las zonas donde el placer era más intenso; también sabía prolongar su estado de excitación lo suficiente para llegar al clímax en el momento que a ella le apetecía.

Así, bajó su mano derecha hacia el pubis y se acarició ligeramente el monte de Venus perfectamente depilado y tan suave que parecía el tacto de la seda; con la mano izquierda continuaba acariciándose los pechos y ya un cierto resquemor en su vulva la estaba llamando para que fuera más allá con la mano, que se introdujera sus dedos en la rajita cálida de su sexo para dilatar la vagina y conseguir el placer; jugueteó un rato con su clítoris, llegando a mostrarse tan grande y tan sensible que cualquier roce, incluso el del agua, le hacía vibrar; siguió hurgando hacia dentro y apretando su mano contra las paredes del chumino, volteándola y moviéndola de delante a atrás siguió excitándose hasta que sintió un súbito calor que la enrojeció hasta arriba y la sometió a la vibración espasmódica de un orgasmo. Recordó, entonces, que tenía un vibrador guardado en el armarito del baño. Aquel vibrador con el que a su pareja le gustaba jugar metiéndoselo por el culo bien lubricado con aquellos productos que compraba en el sex shop, pero estaba lejos de alcanzarlo por lo que simplemente confió más en su mano.

Chorreando agua y fluido vaginal salió despacito de la bañera y continuó bastante excitada ante la perspectiva de volver a mantener relaciones sexuales con un hombre después de casi un año sin haberlo hecho.

Había roto con su pareja unos meses antes porque él le confesó que le gustaban más los hombres. Aquello, que ya lo había sospechado, ante la insistencia casi enfermiza de su pareja por practicar el sexo con otro hombre junto a ella, en un intento de convencerla para practicar un trío, no tuvo más remedio que reconocer el trasfondo de su orientación sexual, cayendo esa revelación como una losa sobre la conciencia de ella dando paso a un sentimiento de desprecio por todos aquellos hombres que se le acercaban.

Durante ese tiempo había explorado otros mundos llegando a tener relaciones lésbicas con una conocida de un pub de ambiente.

El plan de esa tarde iba a hacer que volviera a reconciliarse con los tíos y casi tenía la esperanza de no necesitar de nuevo el uso del consolador.

Se arregló con esmero eligiendo aquel sujetador escondido entre sus ropas que por incómodo no utilizaba y aquella braguita brasileña, que se le metía entre la raja del culo y la incomodaba cuando iba a trabajar sobre todo al sentarse y tenía que ir tirándose del elástico de la ingle para acomodársela mejor. Era tan bonita, con el encaje rosa chicle que se le quedaba bien pegadito a la piel…

Se maquilló discretamente y se untó todo el cuerpo con el aceite perfumado con olor a jazmín que tanto le gustaba, deteniéndose en la hendidura rosada de su íntima locura.

Se encontraron en la puerta de un pequeño palacete reconvertido en hotelito de tres estrellas con tanto encanto que al estar inmerso en el ambiente otoñal parecía más una estampa del romanticismo que un simple espacio físico para conocerse de la forma más prosaica que ella jamás hubiera soñado.

Ella se había puesto un jersey de cuello alto color negro y una falda también de color negro, ajustadísima, que le marcaba el contorno del cuerpo pudiendo presumir de tetas y culo; no obstante, su aspecto externo no dejaba adivinar cual sería la ropa interior que calzaba en aquella tarde. Tenía un aspecto casi normal, casi de chica decente y trabajadora; es posible que nadie pudiera adivinar cuál era el propósito de su espera.

Cuando él vio a aquella mujer esperándolo sentada con las piernas cruzadas sobre el banco que había en la calle, rodeada de miles de hojas secas que los servicios de limpieza no habían tenido la precaución de limpiar, y con la luz dorada del atardecer de una ciudad del sur lamiéndole los rubios cabellos rizados que enmarcaban un perfil de su cara nacarado y con unos grandes ojos almendrados ribeteados de kohl negro que le daban cierta expresión felina, notó una repentina erección que le obligó a tirarse de la pernera del pantalón para disimular su excitación.

Apenas se hablaron siguiendo a la mirada de deseo de ambos un beso prolongado boca contra boca en el que la lengua fue la principal protagonista recorriendo los labios de ambos en un reconocimiento inicial del cuerpo del otro para pasar más tarde a otras cosas.

Perdieron la noción del tiempo desde ese momento y se fueron abrazados por la cintura donde ella notaba la presión cálida de una fuerte mano varonil que la contoneaba al ritmo que su deambular le confería. Ella se dejó llevar por una sinfonía de emociones arrastrada por los deseos de aquel desconocido que ya desde el principio le pareció conocer de toda la vida y que a través del chat le había prometido una experiencia excitante.

Sus manos cálidas la rodeaban con ternura y percibían la vibración juncaril de su talle acentuada por el temblor suave que la excitación le provocaba.

De pronto se dieron cuenta que fueron caminado directamente hasta la casa de ella. No había nadie pero un olor a flores que procedía de la sala de estar, una mezcla entre claveles, jazmines y nardos que envolvían el ambiente y provocaba cierta turbación de los sentidos, como si hubieran tomado alguna copa de más, y empezaron a acariciarse lentamente. Él la besó de forma descarada introduciendo su lengua en la boca de ella, que rápidamente se hizo a ella aceptándola con agrado y respondiendo mezclando sabores y explorando la boca de ambos para reconocerse mutuamente; el cuello, tan rígido siempre por culpa del estrés de la vida cotidiana, era el punto flaco de ella y la más mínima caricia que con dulzura recorría su nuca le hacía erizarse el vello; cuando él entendió que la zona erógena de ella estaba localizada en esa zona comenzó a besarla y lamerle tras las orejas, la nuca, el cuello, y bajó por su espalda hasta toparse con el sujetador de encaje y raso de copa baja que le insinuaba un canalillo interesante entre dos pechos turgentes de talla cien.

Le desabrochó el sujetador y ella notó una cierta liberación del corsé que la apretaba y se volvió hacia arriba poniendo al descubierto sus tetas. La areola turgente y prominente propia de la excitación hizo que llamara la atención del hombre deteniéndose en lamer los pezones durante un espacio de tiempo que a ella le pareció infinito mientras bajo sus bragas, de encaje rosa chicle y raso, sentía la humedad incipiente de la excitación sexual.

A partir de entonces, la situación que estaban viviendo, los introdujo de repente en un ritmo frenético de deshacerse de ropas, besos, abrazos y tocamientos.

Ella paró en seco y volviéndose hacia él prolongando sus delgados brazos y apretándolos contra su tórax le indicó que necesitaba ir más despacio.

La humedad de sus partes íntimas se había hecho casi insoportable percibiendo cómo el líquido espeso que manaba de su coño la empapaba entre la braga, incomodándola. El olor de sus propios fluidos se entremezclaba con el perfume de la loción que había utilizado después del baño y el olor del sudor del hombre, produciéndole una amalgama de emociones cada vez más excitante.

De pronto sintió cómo la mano de él se introducía por debajo de su falda, intentando encontrar el objeto de su deseo; apretó su culo con la mano y ella dio un respingo que no sabía interpretar si de placer o de falsa decencia. Ella sentía como el pulso se le había acelerado, latiéndole el corazón desbocado con un chute de adrenalina que la hacía aún más atractiva.

Parecía una gata encelada con las pupilas grises dilatadas, el pelo revuelto y atacando con abrazos, tirones de pelo, chupeteo del cuello y arañazos a la piel de la espalda de ese hombre que venía a reconciliarla con el mundo.

A la par, él se soltó la camisa, y ella comenzó a tocarle la bragueta percibiendo que debajo había una polla erecta que no recordaba desde hacia mucho tiempo; evitó comparar pero no tuvo más remedio que sonreirse recordando la mierda de picha que tenia el mariconazo de su pareja de antes. Le entró una urgencia de contactar su sexo con la verga de aquel macho hasta entonces virtualmente conocido. Comprobó que era real y que la polla del tío estaba tan dura y tan tiesa que no le hubiera importado metérsela directamente en la funda suave de su vagina si no hubiera sido porque su amigo el sexólogo le dijo en una ocasión que todo acto sexual debía de ir acompañado de un juego previo.

Observó que no estaba circuncidado, por lo que tomó la enorme manguera entre sus manos y, tras acariciarla suavemente sintiéndola crecer aún más y endurecerse hasta el extremo, le bajó el capullo apareciendo un glande inmenso, lubricado, enrojecido tendiendo a amoratado por la excitación, que le incitaba a chuparla; se la introdujo en la boca y con lametones más intensos a veces, menos fuertes otras, rodeando la punta y lamiéndola con la lengua, acariciándola con fuerza desde la base hasta la punta a la vez que a pequeños sorbitos la chupaba, él se sentía cada vez más excitado pidiéndole que parase a intervalos para evitar correrse antes de tiempo.

Él consiguió quitarle por fin la ropa y de un tirón le arrancó la braga quedando al descubierto su sexo. Él la miró sorprendido pues no había cosa que más le gustase que ver el coño de una mujer depilado, y ella lo estaba totalmente, presentando un sexo como el de una niña prepúber. Deseó entonces tumbarla y comerle a besos la conchita en un arrebato de excitación imparable pero ella nuevamente volvió a enlentecer el ritmo para evitar llegar a alcanzar el clímax antes de tiempo.

Él se paró, recreándose en el coño de ella, comenzó acariciando la parte interna de sus muslos, besando despacito y lamiéndola a intervalos, hasta que fue ascendiendo lentamente para llegar directamente a la cueva profunda donde el placer es más intenso; abrió los labios y allí encontró la perla maravillosa, el rubí centelleante del clítoris, lo lamió levemente, descargando en ella una corriente casi eléctrica que le provocó una sensación de placer inmensa deseando que él se acercara aún más y la penetrara ya, con una urgencia hasta entonces desconocida; pero él se separó un poco de ella, y volvió a abrirle los labios introduciendo su lengua por entre la rajita moviéndola en un sentido y en otro, subiendo un poco para alcanzar levemente el clítoris, con lo que ella percibía pequeños espasmos en su cuerpo que la excitaban cada vez más. Así siguió un buen rato hasta que cuando él comprobó que ella estaba más excitada y al borde del orgasmo se separó lentamente para ver el efecto que su caricia había provocado en ella.

El hombre paró en seco el ataque orgásmico que se le venía encima y comenzó a acariciarle los ojos, los pechos con la suavidad de una persona que conoce bien el cuerpo femenino mientras ella se dejaba hacer mordiéndole apenas el lóbulo de las orejas y tocándole en los huevos notando como la erección de la verga se acentuaba aún más.

De pronto ella sintió cómo un deseo urgente de estar llena de él, la descontrolaba obligándola a aceptar de inmediato la entrada del cuerpo del otro en el suyo propio y con un movimiento rápido consiguió ponerse encima y a horcajadas, se introdujo la polla en la abertura sonrosada de su conejito depilado.

El ritmo, primero cadencioso, después más rápido mientras él le acariciaba el clítoris, en un magma de fluidos que se solapaban en el olor excitándolos aún más, cambiando la postura para hacerse más cómoda, lanzándose a una vorágine de emociones y gritos apenas amortiguados por la necesidad de evitar que la oyeran los vecinos del piso de al lado, parando a intervalos manteniendo de esta forma el deseo extremo de llegar al orgasmo, se mantuvo al menos durante media hora hasta que por fin en un derroche de sentidos: olor, calor, sabor, ella sintió una oleada de fuego que la inundó entera y unas contracciones en su vulva que se irradiaban hacia su abdomen descargándola de toda la presión y de toda la ansiedad que la situación le había provocado desde el principio.

El, percibiendo como se corría, aguardó acariciándola suavemente en la espalda controlando el deseo irrefrenable de explotar dentro, y notando los espasmos de la vagina en su falo, volvió a moverse dentro de ella apenas cambiando de postura: ella con las piernas bien elevadas y él en un movimiento casi vertical hacia su vulva, moviéndose con fuerza hacia delante sintiendo la presión que las paredes del chocho hacían sobre su verga y excitándose aún más por esto. Ella había aprendido a controlar esta presión de forma que cuando él avanzaba hacia ella, contraía los músculos de la vagina y apretaba con fuerza el miembro haciendo mucho más placentero el acto; él no paró hasta que un derroche de esperma la invadió toda ya no humedeciéndola, sino mojándola literalmente.

Permanecieron abrazados un rato mientras ella percibía aún los espasmos a intervalos cada vez más largos de su abdomen, sudorosos, sedientos y tranquilos.

Recogieron un poco las cosas que habían quedado desperdigadas por la habitación y se sirvieron una copa de ron miel con nata y canela que ella había aprendido a hacer en uno de sus muchos viajes por trabajo que dejaban un resquicio para el divertimento.

Tras una pequeña pausa en la que comentaron banalidades que en muchas ocasiones eran mentira, se fueron introduciendo en la vida del otro, creándose una historia paralela sobre la que se iba a articular su relación más tarde.

Serían amantes, sólo eso y nada menos que eso…

lunes, 18 de junio de 2012

Ir de compras. Por Carolina Pastor Jordá.




—¿Y ahora qué, mamá? —preguntó hastiado Alejandro. Habían recorrido minuciosamente cada rincón de cada planta de aquellos grandes almacenes y no podría aguantar mucho más tiempo.

—Vamos a acercarnos un momento ahí —contestó ella con la vista puesta en su objetivo—. Necesito comprar ropa interior. ¿Vienes?

—¿Me queda otra opción? —inquirió el chico, mientras se distribuía las bolsas en sus manos inflamadas.

—Puedes quedarte ahí sentado.

—Está bien —dijo Alejandro, haciendo malabarismos con las bolsas—, pero no tardes.

Victoria se despidió de su hijo y se dirigió con paso decidido hacia los estantes de lencería. Primero se probaría sujetadores tanto para ella como para su hija, que le había pedido uno de ésos que realzaban los pechos, un wonderbra.

La mujer miró a ambos lados antes de coger de forma disimulada un par de esos sujetadores. Eran de color negro, elegantes. El ancho de la espalda parecía el adecuado, y la copa… Puede que también.

Escogió otro par de sostenes, esta vez para ella, ocultó los dos wonderbra bajo estos, y fue directa hacia la zona de probadores. Al encontrarse todos desocupados, entró en el más cercano.

Comenzó a desabrocharse la camisa blanca por la parte superior. Aunque cada botón se desprendía de su pequeño agujero con facilidad, se detuvo en el más bajo, jugueteando un poco con él antes de liberarlo de su prisión.

Se quitó la camisa y la dejó colgada, para a continuación deshacerse de su gastado y viejo sostén.

Estaba intentado precisamente unir el broche de uno de los sujetadores negros cuando oyó unas risas a volumen demasiado elevado por el corredor.

—¡Un poco más bajo, que nos van a oír! —murmuró una voz femenina.

—¿Pero no ves que no hay nadie? ¿Hay alguien? —gritó una voz masculina tras la cual se hizo el silencio durante unos instantes—. ¿Ves? Nadie.

—Pero mira que eres tonto —le riñó ella, más juguetona que enfadada—. Oye, ¿y si nos metemos en este probador unos… no sé… diez o quince minutos?

—Me parece una idea estupenda.

A Victoria le había dado una vergüenza terrible delatarse, y ahora, la pareja se había instalado a una pared de contrachapado de distancia. Además, por mucho que le costase admitirlo, sentía una morbosa curiosidad por lo que iba a acontecer.

A su lado habían comenzado los besos… Se imaginaba que algunos serían en la boca, por ese sonido húmedo tan característico que se produce cuando dos labios y dos lenguas entran en contacto y se entrelazan buscando Dios sabe qué. Pero otros debían ser en el cuello, en la oreja... puede que en la clavícula.

—Dani… ¿Llevas… llevas protección? —susurró la chica, aunque escuchó esas palabras como si se encontrase con ella en el probador.

El sonido de los besos quedó interrumpido por la pregunta de la joven.

—Mira en tu bolso, creo que te metí algunos ayer por la noche —contestó él, y tras eso, Victoria oyó a la chica, cuyo nombre aún desconocía, rebuscar entre sus cosas.

—¡Sí que hay, Dani!

—Perfecto... Y quédate así, no te muevas ni un poquito —añadió él.

—¿Así? ¿Inclinada?

—Sí, Andrea. Justo así. —Victoria comenzó a imaginarse a la chica, Andrea, inclinada sobre el bolso que habría dejado encima del asiento del probador nada más entrar. En su imaginación, ella vestía una minifalda de cuadros escoceses y un cinturón de falso cuero negro, casi más ancho que la propia falda—. ¿Te gusta?

Ella no respondió, o tal vez lo hizo pero Victoria no consiguió oírlo. Así que pegó su oreja a la fina y brillante madera que la separaba de la pareja, deseando conocer lo que le estaba haciendo el chico a la chica, mientras un pequeño chisporroteo de excitación nacía en la parte más inferior de su vientre.

—Están tan duros que podría morderlos… —murmuró él.

—Ni se te ocurra. Y ya podrías dejar de sobarme y pasar a cosas más interesantes, que no tenemos mucho tiempo…

—Como quiera la señorita —dijo, y se debió apresurar, pues ella soltó un quedo gemido de placer difícilmente contenido.

Victoria, continuaba con el oído pegado a la pared. Hacía unos instantes que había comenzado a sentir cierta inquietud bajo su pecho: el corazón se le aceleraba y comenzaba a sentir cierta humedad allá donde no debería haberla. Definitivamente, su imaginación, unida a las palabras de sus «vecinos», le estaban jugando una mala pasada.

«¿Quién me lo iba a decir?», pensó ella.

—Más… más adentro —aulló la voz de la mujer, y un fuerte golpe sacudió la madera sobre la que se apoyaba.

Era capaz de ver en su mente cómo la chica seguía encorvada sobre la silla, y cómo él introducía, al principio lentamente, varios dedos de su mano, ávidos de carne, por la pequeña rendija que quedaba libre entre las piernas de la mujer, mientras con la otra mano sujetaba con firmeza sus caderas.

La joven intentaba silenciar sin demasiado éxito sus gemidos… cada vez más audibles y rítmicos.

—Dani…Dani… quítate eso ya —consiguió articular Andrea.

La mano de Victoria se había ido dirigiendo casi en contra de su voluntad hacia su ingle… Su mente le prohibía seguir bajando, pero un burbujeo constante y cada vez más fuerte parecía haberse instalado en lo más profundo de su pubis instando a su propio cuerpo a aliviar su creciente excitación.

Sus pensamientos se nublaron en cuanto escuchó el sonido de la ropa cayendo al suelo, seguido de risas ahogadas. Victoria llevaba pantalones, pero podía introducir perfectamente su mano por debajo de la tela…

—¿Qué te parece? —inquirió él.

—Me parece que tienes que acercarte más… que te tengo que poner… eso…

—Pero sólo si lo haces como tú sabes —retó la voz masculina.

Su mano parecía haber ganado la batalla y descendía bajo el suave lino de sus pantalones, decidida. La humedad se había extendido por las braguitas que llevaba, y con la mente fuera de juego, sus dedos presionaron, sin penetrar hacia su interior, la parte más sensible de su cuerpo… Sentía algo similar al dolor… «Pero es tan dulce…».

Recobró la razón al notar la primera embestida a su espalda. Casi podía sentir el dispuesto miembro del chico dentro de ella, penetrando hacia lo más profundo de su vientre, a pesar de que sus dedos seguían debatiéndose entre el placer y la cordura.

Con la segunda acometida, su mano presionó con más fuerza entre sus piernas… El deseo crecía en su interior como si se desatase una tormenta, mientras que a su lado lo saciaban, ya sin disimulo. Los dos se habían entregado de forma completa y jadeaban siguiendo un compás predecible y en extremo placentero para los tres.

Lentamente se iba acercando al culmen… Lo sentía en su espalda y en su interior, más dilatado a cada momento… Estaba tan cerca, que su columna se arqueó sobre la madera y sus labios se entreabrieron dejando escapar un susurro apenas contenido.

Llegaba…

—¿Mamá? ¿Mamá, te falta mucho?

En el probador, a su lado, se oyó un gran estrépito seguido de insultos y maldiciones.

—No, hijo. Enseguida termino —contestó ella, introduciendo por fin sus suaves y delicados dedos hacia dentro—. Enseguida termino…
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